1.1.
La
legitimidad del poder político.
El poder, considerado desde su dimensión social se refiere a
la “capacidad de hacer” y, por otra parte, a la “capacidad de influir en la
conducta de otros”. El poder político es la potestad de mandar y ser obedecido
por la mayor parte de una población. En general, usamos esta expresión en
relación con una autoridad de gobierno de un país o una localidad.
Existen elementos concretos y representaciones simbólicas
que ayudan a ejercer el poder: fuerza, costumbres, leyes, prestigio, riqueza.
Sin embargo, el poder no es algo que se posee sino una relación social dentro
de un grupo. Para ejercer el poder son necesarias dos condiciones: que quien
posee el poder quiera ejercerlo y que otros estén dispuestos a obedecerlo. Sin
estas condiciones el ejercicio del poder es imposible.
Existen tres formas tradicionales de ejercer el poder:
a)
La
persuasión: convencer al otro que hacer lo que se le indica es para su propio
beneficio.
b)
La
manipulación: dirigir la conducta de una persona sin que ella se de cuenta.
c)
La
coerción: obligar a alguien a comportarse de determinada manera por la fuerza y
contra su voluntad.
A
continuación se presenta un ensayo periodístico donde se analiza la legitimidad
del poder político en la Argentina a partir del retorno a la democracia y se
proponen alguna actividades para su análisis.
¿Cómo se legitima un gobierno?
29 septiembre,
2016 por Redacción La
Tinta
Disponible en: https://latinta.com.ar/2016/09/como-se-legitima-un-gobierno/.
Última consulta 16/03/2018
Existe una pregunta que el ser
humano ha tratado de responder innumerables veces desde que vive en comunidad.
La pregunta es simple, sencilla e irresoluble: ¿por qué miles, millones de
personas aceptan vivir bajo el mando de otra persona? Una de las respuestas más
lúcidas podemos encontrarla en Max Weber y aplicarla a nuestra actualidad: las
democracias contemporáneas se legitiman por un criterio racional-legal. Por
ejemplo: “el gobernante manda porque lo dice la ley” y esa ley que fue aprobada
en un parlamento elegido democráticamente es la mejor forma de disponer de unos
medios (coerción estatal) para lograr unos fines concretos (seguridad,
libertad,etc.).”
Lo que nos queremos preguntar es
cómo los gobiernos logran esa legitimidad; es decir, cómo mantienen lo mágico,
lo sublime de la dominación, detrás de un velo construido por y para la
política. Si aceptamos que la legitimidad fundante de las democracias actuales
es la legitimidad legal-racional, queremos saber con qué dispositivos de
legitimidad cuenta un gobierno para sostenerse en democracia.
Podemos aventurarnos y decir que, a
partir de la experiencia de los gobiernos democráticos en los siglos XX y XXI,
se encuentran tres fuentes: la violencia, el apoyo popular y la red
institucional. Estas tres fuentes pueden articularse de forma libre y creativa,
pueden coexistir en un mismo tiempo o pueden existir de forma dual. Pero sólo
basta construir y/o mantener una para gobernar.
Por violencia como forma de
legitimidad entendemos la noción de un gobierno democrático que recurre a ella
como primera medida, aún antes de la pregunta y el cuestionamiento, antes de la
mediación. La violencia está en el protocolo, en la ley, en las palabras, en el
sentido común del gobierno que acciona mecanismos violentos pero legítimos ante
manifestaciones, demandas, vulnerabilidades o sectores determinados de la
sociedad.
La segunda fuente de legitimidad es
el apoyo popular. Con apoyo popular nos referimos a la sinergia producida por
la unión formal o informal de movimientos sociales, organizaciones políticas de
base y la ciudadanía en general, que se moviliza detrás de un proyecto
compartido y posible.
Por último, la red institucional es
la articulación de apoyos logrados en la cima de la pirámide socioeconómica.
Los actores que conforman esa red institucional se traducen en medios de
comunicación hegemónicos, lobistas, el Poder Judicial, el poder financiero
internacional, líderes de partidos políticos tradicionales, empresas
transnacionales que ocupan posiciones estratégicas en la producción y la
prestación de servicios, líderes políticos sin base social, establishment y
creadores de sentido común, entre otros.
Los anteriores son tipos puros que
se dosifican, que adquieren relevancia en algún momento y desaparecen en otros.
Pero, sin embargo, es posible identificarlos en todos los gobiernos
democráticos de Occidente y, por supuesto, en el caso argentino.
Podemos comenzar con la vuelta a la
democracia en 1983. Con sutileza y paciencia, Raúl Alfonsín supo ir
desprendiéndose de la violencia enraizada en el modo de gobierno y, en base a
un fuerte apoyo popular, sortear tres grandes enemigos: las protocorporaciones,
la presión militar y el nuevo escenario de demandas sociales y políticas que se
abría luego de un largo periodo de violencia y exclusión.
La presidencia de Menem se basó
fundamentalmente en la construcción de una red institucional que durante el
periodo 1989-1993 mantuvo un gran apoyo popular. La curva de decrecimiento de
ese apoyo fue reemplazada por un armazón sólido y voluminoso de respaldo
mediático, patronal y de las grandes empresas (financieras y trasnacionales).
Hacia el fin del mandato, se pudo observar un quiebre definitivo del apoyo
popular y cierto agotamiento de esa red institucional, particularmente del
capital financiero y de las empresas trasnacionales que ocupaban posiciones
estratégicas en el mercado argentino. Este agotamiento no fue causado por un
viraje en la forma y contenido de la política de Carlos Menem sino,
simplemente, por el agotamiento de un modelo de extracción de ganancias
siderales que comenzó a encontrar su fin involuntario hacia 1997.
El gobierno de De la Rúa se asentó
en una promesa de red institucional y el despliegue de violencia, que tuvo su
clímax en diciembre de 2001. Lo mismo ocurrió con Eduardo Duhalde: su
mantenimiento en el poder se logró merced de un despliegue enorme y visible de
violencia de gobierno sumado a un mejor armado de la red institucional, mucho
más local y tradicionalista que durante el delarruismo.
La llegada de Néstor Kirchner en
2003, con poco más del 22 por ciento, marcó un claro desafío: ¿cómo gobernar
sin apoyo popular, sin violencia manifiesta y con una red institucional que se
relacionaba más con Menem (que había renunciado al balotage) que con el
santacruceño?
El primer intento, sumamente
exitoso, fue construir gobernabilidad en base al armado de una red
institucional, que se dio a conocer como transversabilidad. Kirchner supo ir
despojándose del armado heredado basado en la violencia manifiesta del gobierno
y conformar una red política que articuló, sobre la base de la red
institucional, el apoyo popular. De esta forma, en lugar de reprimir los
“piquetes”, Kirchner optó por una estrategia conciliatoria y de cooptación de
los referentes de los movimientos sociales. Pero como el apoyo popular tiene
una curva de ascendencia progresiva, su mayor adhesión se dio después de su
gobierno. Sólo para ilustrar lo dicho, podemos decir que la mayor concentración
popular en torno a Néstor Kirchner ocurrió el día de su muerte.
El gobierno de Kirchner estuvo
apoyado, fundamentalmente, por una red institucional gobernada por actores como
la CGT, los medios de comunicación, los gobiernos de la región, la banca
internacional y los CEO de las principales empresas nacionales en manos
privadas extranjeras. Situación que fue modificándose y desarticulándose hacia
el fin de su mandato, cuando el apoyo popular comenzó a tomar mayor
protagonismo.
La llegada de Cristina Fernández de
Kirchner en 2007 concentró el goce de la legitimidad popular heredada. El
armado de la red institucional, basada en una débil y conveniente alianza entre
la alta burguesía nacional (Fiat, Acindar, Techint) y la alta política (cúpula
de la CGT y radicalismo), heredada de Néstor Kirchner, fue rápidamente
desquebrajándose.
La pérdida de aliados políticos,
económicos y culturales no fue debidamente reemplazada. El reemplazo de Hugo
Moyano por Antonio Caló, de Clarín por satélites comunicacionales (678, TV
Pública, comunicación popular) y de la alta burguesía argentina por el impulso
del Estado como principal actor económico, llevó al debilitamiento de la red
institucional al punto que, para lograr el mismo cometido, se institucionalizó
todo ese apoyo popular que iba creciendo desde 2003 en una organización
política: La Cámpora.
Ese apoyo popular fue, en la segunda
presidencia de Cristina, el elemento basal sobre el cual se impulsaron
políticas públicas transformadoras de las reglas de juego y de esa red
institucional que iba desangrándose. Así, las políticas públicas fueron
directamente a chocar contra los intereses de los principales actores de la red
institucional que formaron parte del kirchnerismo (Clarín, el “campo”, capitales
españoles en YPF y Aerolíneas Argentinas). La magnitud de esos cambios en las
reglas de juego, si bien revolvió el tablero político e institucional, no
encontró obstáculos en la ciudadanía, ya que era el principal apoyo de
Cristina.
La inmensidad del apoyo popular
obnubiló lo que ocurría en la alta política. Como dice Karl Marx en El 18
Brumario de Luis Bonaparte, entre las orgías nocturnas se iba diseñando el
golpe de Estado. La soledad política y el éxodo de la alta política cercaron el
futuro de Cristina Fernández. Se puede gobernar con una sola fuente de
legitimidad, por supuesto. Lo que no puede hacerse es ganar una elección. Y eso
pasó en 2015. Una sola variable le valió a Daniel Scioli, candidato indirecto
de Cristina, una casi presidencia. Pero no fue suficiente. El nuevo armado
institucional de Mauricio Macri, reflejado en la alianza Cambiemos, logró
imponerse junto a una promesa oculta de violencia legítima y un apoyo popular
negativo.
La llegada de expresidente de Boca
al poder nos muestra un gobierno apoyado por una excelente articulación de la
red institucional, que recoge heridos y odios del proceso anterior pero suma
otros actores. Así, la red institucional se compone del “campo” y las Fuerzas
Armadas —en representación de los sectores económicos y simbólicos
históricamente dominantes—, de Clarín, La Nación y las “divas” televisivas que
manejan la comunicación, y de la alta política nucleada en torno a la cúpula
radical de extracción alvearista, Sergio Massa, Elisa Carrió y cierta diáspora del
PJ ansioso y poco convencido.
Como contraparte, Macri carece de
apoyo popular. Más allá de haber ganado una elección, la alianza Cambiemos
cuenta con un apoyo popular negativo; es decir, un apoyo proveniente del
desencantamiento y hastío por el gobierno anterior que difícilmente pueda
re-encantarse con el proyecto de Cambiemos. Sólo basta comparar el tradicional
paseo por Avenida de Mayo que realiza el Presidente ante el inicio de las
sesiones legislativas cada primero de marzo: Macri es un político antimovilización
que cumple con su promesa de no hacer política porque está corrompida. No
existe, en el macrismo, la posibilidad de constituir un sujeto histórico, de
empoderar a sectores sociales para que se articulen en defensa de un “algo” que
representa la alianza Cambiemos. Los sectores detrás del macrismo se unen en el
odio al pasado reciente, en el desprecio por la política.Su apoyo popular es
individual, sin colores, sin amores.
Entonces, la alianza Cambiemos se
legitima sobre una red institucional que ya comienza a mostrar traiciones y
fracturas, y que difícilmente pueda ser reemplazada por un apoyo popular masivo
y consistente. Hay un desangre de la red institucional que se refleja en las
traiciones, abandonos, demoras y desligues de los sectores tradicionales,
concentrados y hegemónicos, a los que Macri apostó y que le permitieron ganar
su elección. La devolución de favores no se demoró. Rápidamente devaluó el peso
alrededor de un 60 por ciento, ganancia extraordinaria para los grandes
sectores agro-exportadores que no respondieron como esperaba el macrismo.
Primera traición.
La segunda fue la de los grandes
capitales internacionales que auguraban una lluvia de inversiones si el país se
transformaba en “creíble”, escenario donde el macrismo irrumpió con gran
eficacia. Pagó deuda, pagó a fondos buitre, pagó comisiones, intereses,
abogados. Pagó y regaló todo. Y las inversiones aún están en duda. Prat Gay
resolvió esa traición aumentando la deuda externa 33 mil millones de dólares en
sólo seis meses.
La tercera traición está en proceso
y abarca al universo mediático. El macrismo derogó la Ley de Medios,
devolviendo el trono al multimedio Clarín. El apoyo mediático aún vigente de
Clarín y La Nación, ante noticias que no pueden ocultarse, comienza a ser mucho
más “neutral” y desde lejos. No es casual que Mirtha Legrand y otros personajes
frívolos de los medios comiencen a decir que se “sienten traicionados” por
Macri porque le creyeron y “no está cumpliendo”.
La cuarta traición de la red
institucional se encuentra en la red política. Radicales y personajes de la
política se distancian, y en muchos casos rompen, con el macrismo. Muchos
radicales que apoyaron la alianza Cambiemos ya se muestran víctimas de un
engaño y están a la espera de una estocada final para huir del barco. Sergio
Massa asumirá su rol opositor activo cuando la pasividad deje de rendirle
frutos de manera gratuita. Y Elisa Carrió se sumará a otra alianza política
cuando aparezca un mejor postor.
La última traición es la de la alta
burguesía (si es que existe esa categoría en nuestro país). Es una traición que
sucede dentro de una élite sin nacionalidad ni amores: los Rocca, los
Bulgheroni, los Rattazzi se consideran a sí mismos como los exponentes de la
tradición burguesa industrial local y no aceptan al clan Macri, por
considerarlo “la tanada” arribista que aumentó su fortuna a costa del Estado
nacional en la década del ‘80.
Tantas traiciones, tantas heridas en
la red institucional, terminará por destruirla. Y ante la ausencia de un apoyo
popular real sólo resta una forma de legitimidad: la violencia.
En relación a la violencia de
gobierno, Cambiemos apareció en escena con un lenguaje limpio, moral, neutro.
Tan solo un lenguaje. Su práctica política violenta es el cinismo, la violencia
sublime, silenciosa, imposible de responder, imposible de denunciar. Las
contradicciones entre discurso y realidad son palpables y duelen a los sectores
populares. Pero ese cinismo es difícilmente combatible. ¿Cómo se la denuncia a
Juliana Awada en “patas” cuando el Presidente nos dice que debemos hacer un
esfuerzo para ahorrar gas?
Esas muestras de cinismo no son una
política pública; por lo tanto, no admiten una huelga, una manifestación, un
debate, sino tan solo la desesperanza de no poder hacer nada. La defensa que
nos queda ante esa política violenta del gobierno es una triste burla
tinellesca, tan efímera y superficial como un mensaje de hastío en las redes
sociales.
Este es el segundo semestre tan
prometido. Un semestre de desarticulación institucional, de inactividad popular
y de resguardo en la violencia.
Actividades:
1)
Explicá
a que se refiere el concepto de “legitimidad” del poder.
2)
Identificá
y describí cuales son las fuentes de legitimidad que menciona el artículo.
3)
Describí
las fuentes de legitimidad y su dinámica en cada uno de los gobiernos desde el
retorno de la democracia hasta la actualidad.
4)
Argumentá
tu opinión acerca del contenido del ensayo periodístico.