> HISTORIA Y GEOGRAFIA NIVEL MEDIO: ORIGEN DE LA BURGUESIA

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Prof. Federico Cantó

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domingo, 23 de febrero de 2014

Los comerciantes en la Edad Media

Los comerciantes
Henry Pirenne: Las ciudades de la Edad Media

A falta de datos es imposible, como ocurre casi siempre en lo que se refiere a problemas de origen, exponer con suficiente precisión la formación de la clase comerciante que suscitó y extendió a través de Europa occidental el movimiento comercial cuyos orígenes hemos esbozado.
En ciertas regiones, el comercio aparece como un fenómeno primitivo y espontáneo. Así ocurrió, por ejemplo, en la aurora de la historia, en Grecia y en Escandinavia. La navegación es en aquellos lugares tan antigua por lo menos como la agricultura. Todo invitaba a los hombres a embarcarse en ella: sus costas profundamente escarpadas, la abundancia de pequeñas bahías, el atractivo de las islas o de las playas que se perfilaban en el horizonte y que incitaban a arriesgarse en el mar tanto más cuanto más estéril era el suelo natal. La proximidad de civilizaciones más antiguas y mal defendidas prometía además fructíferos pillajes. La piratería fue la iniciadora del tráfico marítimo. Ambas se desarrollaron juntas durante mucho tiempo, tanto en los navegantes griegos de la época homérica como en los vikingos normandos.
Es necesario indicar que nada parecido se puede encontrar en la Edad Media, en la que no aparece ningún rastro de este comercio heroico y bárbaro. Los germanos que invadieron las provincias romanas en el siglo v eran completamente ajenos a la vida marítima. Se contentaban con apoderarse de la tierra firme y la navegación mediterránea continuó, como en el pasado, desempeñando el papel que le había sido asignado bajo el Imperio.
La invasión musulmana, que produjo su ruina y cerró el mar, no provocó ninguna reacción. Se aceptó el hecho consumado y el continente europeo, privado de sus salidas tradicionales, se confinó durante largo tiempo en una civilización esencialmente rural. El esporádico comercio que judíos, buhoneros y mercaderes ocasionales practicaban durante la época carolingia era demasiado débil y, por si fuera poco, fue prácticamente reducido a la nada por las invasiones de los normandos y sarracenos, de manera que no hay razón para considerarlo como el precursor del renacimiento comercial, cuyos primeros síntomas podemos situar en el siglo x.
¿Es posible admitir, como parecería natural a primera vista, que se formase poco a poco una clase comercial en el seno de masas agrícolas? Nada hay que permita creerlo. En la organización social de la Alta Edad Media, donde cada familia, de padres a hijos, se hallaba vinculada a la tierra, no vemos qué razón podría impulsar a los hombres a preferir, en lugar de una existencia asegurada por la posesión de tierras, la existencia aleatoria y precaria del comerciante. El afán de lucro y el deseo de mejorar su condición debían estar además singularmente poco extendidos en una población acostumbrada a un genero de vida tradicional, sin ningún contacto con el exterior, donde no se producía ninguna novedad ni curiosidad y en la que indudablemente faltaba el espíritu de iniciativa. La asistencia a los pequeños mercados radicados en las ciudades y en los burgos no proporcionaba a los campesinos más que escasos beneficios, que no les inspiraban deseos, ni les hacían entrever la posibilidad de un género de vida basado en el intercambio. Desde luego, la idea de vender su tierra para procurarse dinero líquido no se le ocurrió a ninguno de ellos. El estado de la sociedad y de las costumbres se oponía a ello de manera invencible. En resumen, no se tiene el menor indicio de que jamás alguien haya soñado en una operación tan arriesgada como azarosa.
Algunos historiadores han considerado como los antepasados de los mercaderes de la Edad Media a los servidores encargados por las grandes abadías de conseguir los productos indispensables para su sustento e, indudablemente también algunas veces, de vender, en los mercados vecinos, el excedente de sus cosechas o de sus vendimias. Esta hipótesis, por ingeniosa que sea, no resiste a un examen. En primer lugar, los «mercaderes de abadías» eran demasiado escasos como para ejercer una influencia de cierta importancia. Además no eran negociantes autónomos, sino empleados dedicados exclusivamente al servicio de sus dueños. No se puede comprobar que hayan practicado el comercio por su cuenta. No se ha conseguido, y ciertamente no se ha de conseguir jamás, establecer entre éstos y la clase comerciante, cuyo origen buscamos aquí, una posible relación.
Todo lo que se puede afirmar con seguridad es que la profesión de comerciante aparece en Venecia en una época en la que aún nada podrá hacer prever su expansión en la Europa occidental. Casiodoro, en el siglo vi, describe ya a los venecianos como un pueblo de marinos y mercaderes. Sabemos con seguridad que en el siglo ix se habían producido en la ciudad enormes fortunas. Además, los tratados comerciales que firmó la ciudad por aquel entonces con los emperadores carolingios o con los de Bizancio no dejan lugar a dudas sobre el género de vida de sus habitantes. Por desgracia no se conserva ningún dato acerca del procedimiento por el que acumulaban sus capitales y practicaban sus negocios. Es casi seguro que la sal, desecada en los islotes de la laguna, fuera objeto, desde muy antiguo, de una exportación lucrativa. El cabotaje a lo largo de las costas del Adriático y, sobre todo, las relaciones de la ciudad con Constantinopla produjeron beneficios aún más abundantes. Es sorprendente comprobar de qué manera se ha perfeccionado ya en el siglo x el ejercicio del negocio en Venecia. En una época en la que la instrucción es monopolio exclusivo del clero en toda Europa, la práctica de la escritura está ampliamente difundida en Venecia y es absolutamente imposible no poner en relación este curioso fenómeno con el desarrollo comercial. También es posible suponer, con bastante verosimilitud, que el crédito le ha ayudado desde épocas remotas a conseguir el grado de desarrollo qué alcanzo. Es cierto que nuestros datos al respecto no van más allá del comienzo del siglo xi, pero la costumbre del crédito marítimo aparece tan desarrollada en esta época que es necesario remontar su origen a una fecha más antigua.
El mercader veneciano obtiene de un capitalista, con un interés que se eleva por lo general al 20 por 100, las sumas necesarias para constituir una carga. Se fleta un navío por cuenta de varios mercaderes que trabajan en común. Los peligros de la navegación tienen como consecuencia que las expediciones marítimas se hagan en flotillas formadas por muchos navíos, provistos de una tripulación numerosa convenientemente armada . Todo indica que los beneficios son extraordinariamente abundantes. Los documentos venecianos no nos proporcionan apenas datos precisos, pero podemos suplir su silencio gracias a las fuentes genovesas. En el siglo xii, el crédito marítimo, el equipamiento de los barcos y las formas del negocio son las mismas en ambas partes . Lo que sabemos acerca de los enormes beneficios conseguidos por los marinos genoveses debe ser, por consiguiente, igualmente válido para sus precursores venecianos. Y sabemos lo suficiente como para poder afirmar que el comercio, y sólo el comercio, pudo, en ambos lados, proporcionar abundantes capitales a aquellos cuya suerte fue favorecida por la energía y la inteligencia .
Pero el secreto de la fortuna tan rápida y prematura de los mercaderes venecianos se encuentra indudablemente en la estrecha relación que vincula su organización comercial con la de Bizancio y, a través de Bizancio, con la organización comercial de la Antigüedad. 
En realidad, Venecia no pertenece a Occidente nada más que por su situación geográfica; pues le es ajena tanto por el tipo de vida que lleva como por el espíritu que la anima. Los primeros colonos de las lagunas, fugitivos de Aquilea y de las ciudades vecinas, aportaron la técnica y el utillaje económico del mundo romano. Las relaciones constantes, y cada vez más activas, que desde entonces mantuvo la ciudad con la Italia bizantina y con Constantinopla, salvaguardaron y desarrollaron esta preciosa herencia. En resumen, entre Venecia y el Oriente, que conserva la tradición milenaria de la civilización, no se perdió jamás el contacto. Podemos considerar a los navegantes venecianos como los continuadores de aquellos navegantes sirios que hemos visto frecuentar de una manera tan activa, hasta los días de la invasión musulmana, el puerto de Marsella y el mar Tirreno. No necesitaron, pues, un largo y penoso aprendizaje para iniciarse en el gran comercio. La tradición no se perdió jamás y esto basta para explicar el lugar privilegiado que ocupan en la historia económica de la Europa Occidental. Es imposible no admitir que el derecho y las costumbres comerciales de la Antigüedad no sean la causa de la superioridad que manifiestan y del progreso que consiguieron alcanzar . Estudios detallados demostrarán algún día la hipótesis de lo que aquí anunciamos. No se puede dudar que la influencia bizantina, tan sorprendente en la constitución política de Venecia durante los primeros siglos, haya interesado también a su constitución económica. En el resto de Europa, la profesión comercial surgió tardíamente de una civilización en la que toda huella se había perdido desde hacía mucho tiempo. En Venecia, es contemporánea a la formación de la ciudad y supone una supervivencia del mundo romano.
Venecia ejerció una profunda influencia sobre las otras ciudades marítimas que, en el curso del siglo xi. comenzaron a desarrollarse: Pisa y Genova, en primer lugar, más tarde Marsella y Barcelona. Pero no parece que haya intervenido en la formación de la clase comerciante, gracias a la cual la actividad comercial se difundió paulatinamente desde las costas del mar al interior del continente. Nos encontramos aquí en presencia de un fenómeno totalmente diferente y que no permite de ninguna manera vincularlo a la Antigüedad. Sin duda se pueden hallar, desde épocas remotas, a mercaderes venecianos en Lombardía y al norte de los Alpes, pero no hay pruebas de que hayan fundado colonias. Las condiciones del comercio terrestre son por lo demás bastante diferentes de las del comercio marítimo como para que exista la tentación de atribuirlas una influencia que además no revela ningún texto.
En el curso del siglo x es cuando se constituye nuevamente, en la Europa continental, una clase de comerciantes profesionales cuyos progresos, muy lentos en principio, se van acelerando a medida que avanzan los siglos . E1 aumento de población que comienza a manifestarse en la misma época está evidentemente en relación directa con este fenómeno. Efectivamente, este aumento tuvo por resultado liberar del campo a un número cada vez más considerable de individuos y abocarlos a ese tipo de existencia errante y azarosa que, en toda las civilizaciones agrícolas, es el destino de aquellos que ya no pueden seguir trabajando en la tierra. Multiplicó la masa de vagabundos pululantes a través de la sociedad, viviendo de las limosnas de los monasterios, contratándose en épocas de cosecha, alistándose en el ejército en tiempos de guerra y no retrocediendo ante la rapiña y el pillaje cuando la ocasión se presentaba. Entre esta masa de desarraigados y aventureros hay que buscar sin duda alguna los primeros adeptos al comercio. Su género de vida les impulsaba naturalmente hacia os lugares en los que la afluencia de hombres permitía esperar algún beneficio o algún encuentro afortunado. Aunque frecuentaban asiduamente las peregrinaciones, no se sentían menos atraídos por los puertos, mercados y ferias. Allí se contrataban como marineros, remolcadores de barcos, cargadores o estibadores. El carácter enérgico, templado por la experiencia de una vida llena de imprevistos, debía abundar entre ellos. Muchos conocían lenguas extranjeras y estaban al corriente de las costumbres y de las necesidades de diferentes países . Si se presentaba una oportunidad afortunada, y sabemos que las oportunidades son numerosas en la vida de un vagabundo, estaban entusiásticamente dispuestos a sacarle provecho. Una pequeña ganancia, con habilidad e inteligencia, se puede transformar en una considerable ganancia. Así debía ocurrir al menos en una época en la que la insuficiencia de la circulación y la relativa escasez de las mercancías ofrecidas al consumo debían mantener los precios muy elevados. El hambre, que esta insuficiente circulación multiplicaba en toda Europa, tanto en una provincia como en otra, aumentaba también las posibilidades de enriquecerse para el que supiera aprovecharlas . Bastaba transportar algunos sacos de trigo oportunamente a un determinado lugar para conseguir pingües beneficios. Para un hombre astuto, que no reparase en esfuerzos, la fortuna reservaba, pues, fructíferas operaciones. Y ciertamente, del seno de la miserable masa de estos harapientos errantes, no tardarían en surgir nuevos ricos.
Felizmente, se cuenta con algunos datos oportunos para poder verificar que ocurrió de esta manera. Bastará citar el más característico: la biografía de San Goderico de Fínchale .
Nació a finales del siglo xi, en Lincolnshire, de campesinos pobres, y tuvo que ingeniárselas desde la infancia para encontrar medios de subsistencia. Como otros muchos miserables de cualquier época, se convirtió en vagabundo por las playas, a la búsqueda de restos de naufragios arrojados por las olas. Más tarde le vemos, quizá tras algún hallazgo afortunado, transformarse en buhonero y recorrer el país cargado de pacotilla. Al cabo del tiempo, junta algunas monedas y, un buen día, se une a una comitiva de mercaderes que encuentra en el curso de sus andanzas y a la que sigue de mercado en mercado, de feria en feria y de ciudad en ciudad. Convertido de esta manera en negociante profesional, consigue rápidamente beneficios de tal índole como para permitirse asociarse con algunos compañeros, fletar con ellos un barco y emprender el cabotaje a lo largo de las costas de Inglaterra y Escocia, de Dinamarca y Flandes. La sociedad prospera según sus deseos; sus operaciones consisten en transportar al extranjero los productos que sabe que son allí escasos y en adquirir, en contrapartida, en aquellos mismos lugares, las mercancías que luego venderá en lugares donde su demanda es mayor y donde se pueden conseguir lógicamente los beneficios más lucrativos. Al cabo de algunos años, esta inteligente costumbre de comprar a buen precio y de vender muy caro hace de Goderico un hombre considerablemente rico. Es entonces cuando, tocado por la gracia, renuncia súbitamente a la vida que había llevado hasta entonces, da sus bienes a los pobres y se convierte en eremita.


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La historia de San Goderico, si se suprime el desenlace místico, fue la de muchos otros. Nos muestra con perfecta claridad cómo un hombre surgido de la nada pudo, en un tiempo relativamente corto, amasar una considerable fortuna. Las circunstancias y la suerte contribuyeron sin duda a su fortuna, pero la causa esencial de su éxito, y el biógrafo contemporáneo a quien debemos el relato insiste profusamente en ello, es la inteligencia o, mejor dicho, el sentido de los negocios . Goderico se nos muestra como un calculador dotado de ese instinto comercial que no es raro encontrar en cualquier época en naturalezas emprendedoras. La búsqueda del interés dirige todas sus acciones y se puede reconocer en él claramente ese famoso «espíritu capitalista» (spiritus capitalisticus), del que se nos quiere hacer creer que sólo data del renacimiento. Es imposible mantener que Goderico ha practicado los negocios solamente para cubrir sus necesidades cotidianas. En lugar de guardar en el fondo de un cofre el dinero que ha ganado, lo utiliza para afianzar y extender su comercio. No temo emplear una expresión demasiado moderna al decir que los beneficios que obtiene son empleados a medida que van llegando para aumentar su capital circulante. Es igualmente sorprendente observar cómo la conciencia de ese futuro monje está completamente libre de cualquier escrúpulo religioso. Su preocupación por buscar para cada producto el mercado que le producirá el máximo de beneficios está en flagrante oposición con la doctina de la Iglesia que castiga todo tipo de especulación y con la doctrina económica del precio justo .
La fortuna de Goderico no se puede explicar solamente por la habilidad comercial. En una sociedad tan brutal como la del siglo xi, la iniciativa privada no podía obtener éxito si no era mediante la asociación. Demasiados peligros amenazaban la existencia errante del vagabundo, como para que no se percatase de la necesidad primordial de agruparse para su defensa. Además, otros motivos le impulsaban a buscar compañía. Si en ferias o en mercados surgía una disputa, hallaba en ellos los testigos o las garantías que respondían por él ante la justicia. En sociedad podía comprar las mercancías en una cantidad que, estando reducido a sus propios recursos, no hubiese sido capaz de adquirir. Su crédito personal aumentaba en función del crédito de la colectividad de la que formaba parte y, gracias a ello, podía hacer frente a la competencia de sus rivales. El biógrafo de Goderico nos relata en términos precisos cómo, desde el día en que su héroe se asoció a un grupo de mercaderes viajeros, sus negocios empezaron a prosperar. Actuando de esta manera no hacía sino adaptarse a las costumbres. El comercio de la Alta Edad Media sólo se concibe bajo esta forma primitiva de la que la caravana es la manifestación más característica. Esta es posible gracias a las mutuas seguridades que establecen entre sus miembros, a la disciplina que les impone, al reglamento al que los somete. Poco importa que se trate del comercio marítimo o terrestre, el espectáculo es siempre el mismo. Los barcos sólo navegan agrupados en flotillas, al igual que los mercaderes recorren el país en bandas. Para ellos la seguridad está garantizada por la fuerza, y la fuerza es la consecuencia de la unión.
Sería un absoluto error creer que las asociaciones comerciales, cuyo rastro se puede seguir desde el siglo x, son un fenómeno específicamente germano. También es verdad que los términos que han servido para designarlas en Europa septentrional, gildes y hanses, son originarios de Alemania, pero el hecho de la agrupación se encuentra por todas partes en la vida económica y, sean cuales sean las diferencias de detalle que presente según las regiones, en lo esencial es igual en cualquier sitio, porque en cualquier sitio existían las mismas condiciones que lo hacían indispensable. En Italia, como en los Países Bajos, el comercio sólo pudo difundirse gracias a la colaboración. 
Las «hermandades», las «caridades» y las «compañías» mercantiles de los países de lengua románica son exactrnente análogas las gildes y hanses de las regiones germánicas . Lo que ha dominado a la organización económica no son de ninguna manera los «genios nacionales», son las necesidades sociales. Las instituciones primitivas del comercio fueron tan cosmopolitas como las feudales.
Las fuentes nos permiten hacernos una idea exacta de las agrupaciones comerciales que, a partir del siglo x, son cada vez más numerosas en la Europa occidental . 
Hay que imaginarlas como bandas armadas cuyos miembros, provistos de armas y espadas, rodean a los caballos y a las carretas cargadas de sacos, fardos y toneles. A la cabeza de la caravana marcha "su" portaestandarte. Un jefe, el Hansgraf o Deán, asume el mando de la compañía, la cual se compone de «hermanos» unidos entre sí por un juramento de fidelidad. Un espíritu de estrecha solidaridad anima a todo el grupo. Las mercancías son, según parece, compradas y vendidas en común y los beneficios repartidos en proporción a la aportación hecha por cada uno a la asociación.
Es muy probable que estas compañías, por lo general, hayan realizado viajes muy largos. Nos equivocaríamos de medio a medio si nos imagináramos el comercio de esta época como un comercio local, estrechamente limitado a la órbita de un mercado regional. Ya indicamos cómo los negociantes italianos llegaron hasta París y hasta Flandes. A finales del siglo x, el puerto de Londres es frecuentado regularmente por mercaderes de Colonia, Huy, Dinant, Flandes y Rúan. Un texto nos habla de cómo gentes de Verdún traficaban con España . En el valle del Sena, la Hansa parisiense de los mercaderes del agua está en relación constante con Rúan. El biógrafo de Goderico, al comentarnos sus expediciones en el Báltico y en el mar del Norte, nos muestra al mismo tiempo las de sus acompañantes.
Por tanto, es el gran comercio a larga distancia se prefiere un término más preciso, el comercio a larga distancia, el que ha caracterizado el renacimiento económico de la Edad Media.
De la misma manera que la navegación de Venecia y de Amalfi y, más tarde, la de Pisa y Genova realiza desde un principio travesías de largo alcance, los mercaderes del continente se pasan la vida vagabundeando por vastas zonas . Era para ellos el único medio de conseguir beneficios considerables. Para obtener precios elevados era necesario ir a buscar lejos los productos que se encontraban allí en abundancia, a fin de poder revenderlos después con provecho en aquellos lugares en los que su escasez aumentaba el valor. Cuanto más alejado era el viaje del mercader tanto más provecho sacaba. Y se explica sin dificultad que el afán de lucro fuera tan poderoso como para contrarrestar las fatigas, los riesgos y los peligros de una vida errante y expuesta a todos los azares. Salvo en invierno, el comerciante de la Edad Media está permanentemente en ruta. Los textos ingleses del siglo xii le llaman pintorescamente con el nombre de «pies polvorientos» (pedes pulverosi) . Este ser errante, este vagabundo del comercio, debía sorprender, desde el principio, por lo insólito de su tipo de vida a la sociedad agrícola con cuyas costumbres chocaba y en donde no le estaba reservado ningún sitio. Suponía la movilidad en medio de unas gentes vinculadas a la tierra, descubría, ante un mundo fiel a la tradición y respetuoso de una jerarquía que determinaba el papel y el rango de cada clase, una mentalidad calculadora y racionalista para la que la fortuna, en vez de medirse por la Condición del hombre, sólo dependía de su inteligencia y de su energía. No podemos sorprendernos, pues, si produjo escándalo. La nobleza no tuvo más que desprecio para aquellos advenedizos, cuya procedencia era desconocida y cuya insolente fortuna resultaba insoportable. Se encolerizaba al verlos con mayores cantidades de dinero que ella misma; se sentía humillada por tener que recurrir, en momentos difíciles, a la ayuda de estos nuevos ricos. Excepto en Italia, donde las familias aristocráticas no vacilaron en aumentar su fortuna interesándose a título de prestamistas en las operaciones comerciales, el prejuicio de que la dedicación al comercio es denigrante permanece vivo en el seno de la nobleza hasta el fin del Antiguo Régimen.
En cuanto al clero, su actitud con respecto a los comerciantes fue aún más desfavorable. Para la Iglesia la vida comercial hacía peligrar la salvación del alma. El comerciante, dice un texto atribuido a San Jerónimo, difícilmente puede agradar a Dios. Los canonistas consideran el comercio como una forma de usura. Condenan la búsqueda de beneficios, a la que confunden con la avaricia. Su doctrina del justo precio pretendía imponer a la vida económica una renuncia y, para decirlo todo, un ascetismo incompatible con el desarrollo natural de ésta. Todo tipo de especulación les parecía un pecado. Y esta severidad no tuvo como causa la estricta interpretación de la moral cristiana, sino que es necesario atribuirla también ajas condiciones de vida de la Iglesia. La supervivencia de ésta dependía, en efecto, únicamente de la organización señorial, la cual ya vimos anteriormente hasta qué punto era ajena a la idea empresarial y lucrativa. Si a esto se añade el ideal de pobreza que el misticismo cluniacense otorgaba al fervor religioso, se podrá comprender sin esfuerzo la actitud de desconfianza y hostilidad con la que la Iglesia recibió el renacimiento comercial, al que consideró motivo de escando e inquietud .
Es preciso admitir que esta actitud no dejó de ser beneficiosa. Tuvo por resultado impedir que el afán de lucro se expandiese ilimitadamente; protegió, en cierta medida, a los pobres frente a los ricos, a los endeudados frente a los acreedores. La plaga de deudas que, en la Antigüedad griega y romana, se abatió tan penosamente sobre el pueblo, se consiguió evitar en la sociedad medieval y se puede creer que la Iglesia tuvo mucho que ver con esta solución feliz. El prestigio universal de que gozaba sirvió como freno moral. Si no fue lo suficientemente poderosa para someter a los mercaderes a la teoría del justo precio, sí lo fue, sin embargo, para lograr impedirles que se abandonaran sin remordimientos al afán de lucro. En realidad, muchos se inquietaban por el peligro a que exponían su salvación eterna con su género de vida. El miedo á la vida futura atormentaba su conciencia. En el lecho de muerte, eran muchos los que en su testamento fundaban instituciones de caridad o dedicaban una parte de sus bienes a devolver las sumas conseguidas injustamente. El edificante final de Goderico testimonia el conflicto que se debió desarrollar frecuentemente en sus almas entre las seducciones irresistibles de la riqueza y las prescripciones austeras de la moral religiosa que su profesión, a pesar de venerarlas, les obligaba a violar constantemente .
La condición jurídica de los comerciantes terminó por proporcionarles, en esta sociedad en la que por tantos motivos resultaban originales, un lugar completamente peculiar. A causa de la vida errante que llevaban, en todas partes eran extranjeros. Nadie conocía el origen de estos eternos viajeros. La mayoría procedían de padres no libres a los que habían abandonado desde muy jóvenes para lanzarse a la aventura. Pero la servidumbre no se prejuzga: hay que demostrarla. El derecho instituye que necesariamente es hombre libre aquel que no se le puede asignar un amo. Sucedió, pues, que hubo que considerar a los comerciantes, la mayoría de los cuales eran indudablemente hijos de siervos, como si hubiesen disfrutado siempre de libertad. De hecho, se liberaron al desarraigarse del suelo natal. En medio de una organización social en la que el pueblo estaba vinculado a la tierra y en la que cada miembro dependía de un señor, presentaban el insólito espectáculo de marchar por todas partes sin poder ser reclamados por nadie. No reivindican la libertad: les era otorgada desde el momento en que era imposible demostrarles qué no disfrutaban de ella. La adquirieron, por decirlo de alguna manera, por uso y por prescripción. En resumen, al igual que la civilización agraria había hecho del campesino un hombre cuyo estado habitual era la servidumbre, el comercio hizo del mercader un hombre cuyo estado habitual era la libertad. Desde entonces, en lugar de estar sometido a la jurisdicción señorial y patrimonial, sólo dependía de la jurisdicción pública. Los únicos que resultaron competentes para juzgarlos fueron los tribunales que aún mantenían, por encima de la multitud de cortes privadas, el antiguo armazón de la constitución judicial del estado franco .

La autoridad pública les tomó, al mismo tiempo, bajo su protección. Los príncipes territoriales, que tenían que proteger en sus condados la ley y el orden público y a quienes además correspondía la vigilancia de los caminos y la protección de los viajeros, ampliaron su tutela sobre los comerciantes.
Al actuar de esta manera no hicieron sino proseguir la tradición del Estado cuyos poderes habían usurpado. Ya Carlomagno en un imperio fundamentalmente agrícola, se había preocupado por mantener la libertad de circulación. Había dictado medidas a favor de los peregrinos y de los comerciantes judíos o cristianos, y las capitulares de sus sucesores demuestran que permanecieron fieles a esta política. Los emperadores de la casa de Sajonia actuaron de igual forma en Alemania y lo mismo hicieron los reyes franceses en cuanto tuvieron el poder. 
Además los príncipes tenían un gran interés en atraer a los mercaderes hacia sus países, donde aportaban una actitud nueva y aumentaban fructíferamente las rentas del telonio. Desde muy antiguo vemos cómo los condes toman enérgicas medidas contra el pillaje, vigilan el buen desenvolvimiento de las ferias y la seguridad de las vías de comunicación. En el siglo xi se realizan grandes progresos, y los cronistas constatan que hay regiones en las que se puede viajar con una gran bolsa de oro sin temor de ser despojados. Por su parte la iglesia castiga con la excomunión a los asaltantes de caminos, y las paces de Dios, de las que toma la iniciativa a fines del siglo X, protegen especialmente a los comerciantes. 
Pero no basta con que los comerciantes sean colocados bajo la tutela y la jurisdicción de los poderes públicos. La novedad de su profesión exige además que el derecho, realizado por una civilización basada en la agricultura, se flexibilice y se adapte a las necesidades primordiales que esta novedad le impone. El procedimiento judicial con su rígido y tradicional formalismo, con su morosidad, con su sistema de prueba tan primitivo como el duelo, con el abuso que hace del juramento absolutorio, con sus "ordalías" que dejan al azar la solución de progreso, es para los comerciantes una traba continua. 
Necesitan un derecho más sencillo, expeditivo y equitativo. En ferias y mercados elaboran entre sí una costumbre comercial (jus mercatorum), cuyas primeras huellas podemos sorprender en el curso del siglo X . Es bastante probable que desde tiempo inmemorial, este derecho se introdujera en la práctica jurídica, al menos para el proceso entre comerciantes. Debió constituir para ellos una especie de derecho personal, cuyo beneficio los jueces no tenían ningún motivo para rechazar .
Los textos que hacen alusión al tema no nos permiten desgraciadamente conocer el contenido. Era, sin duda, un conjunto de usos surgidos en el ejercicio del comercio y que se difundieron paulatinamente a medida que éste se fue extendiendo. Las grandes ferias, en las que se encontraban periódicamente mercaderes de diversos países y de las que sabemos que estaba provistas de un tribunal especial encargado de administrar justicia con prontitud, habían presenciado indudablemente la elaboración de un tipo de jurisprudencia comercial, fundamentalmente la misma en todas partes a pesar de las diferencias de los países, las lenguas y los derechos nacionales.
El comerciante aparece de esta manera no sólo como un hombre libre, sino como un privilegiado. Al igual que el clérigo y el noble, disfruta de un derecho excepcional, y escapa , como aquellos, al poder patrimonial y señorial que continuaba pesando sobre los campesinos.

sábado, 22 de febrero de 2014

Las cites y los burgos. Henry Pirenne


 Las cites y los burgos

Henry Pirenne: Las ciudades de la Edad Media

¿Existieron cites en medio de una civilización esencialmente agrícola como fue la de Europa Occidental durante el siglo ix? La respuesta a esta pregunta depende del sen­tido que se le dé a la palabra cité. Si se llama de esta manera a una localidad cuya población, en lugar de vivir del tra­bajo de la tierra, se consagra al ejercicio del comercio y de la industria, habrá que contestar que no. Ocurrirá también otro tanto si se entiende por cité una comunidad dotada de personalidad jurídica y que goza de un derecho y unas instituciones propias. Por el contrario, si se considera la cité como un centro de administración y como una forta­leza, se aceptará sin inconvenientes que la época carolingia conoció, poco más o menos, tantas cites como habrían de conocer los siglos siguientes. Lo cual supone que las suso­dichas cites carecían de dos de los atributos fundamentales de las ciudades de la Edad Media y de los tiempos moder­nos, una población burguesa y una organización municipal.
Por primitiva que sea, toda sociedad sedentaria manifiesta la necesidad de proporcionar a sus miembros centros de reunión o, si se quiere, lugares de encuentro. La celebra­ción del culto, la existencia de mercados, las asambleas políticas y judiciales imponen necesariamente la designa­ción de emplazamientos destinados a recibir a los hombres que quieran o deban participar en los mismos.
Las necesidades militares se manifiestan aún con mayor fuerza en este sentido. En caso de invasión, hace falta que el pueblo disponga de refugios donde encontrará una pro­tección momentánea contra el enemigo. La guerra es tan antigua como la humanidad y la construcción de fortifica­ciones casi tan antigua como la guerra. Las primeras edifi­caciones construidas por el hombre parece que fueron re­cintos de protección. En la actualidad no hay apenas tribus bárbaras en las que no se encuentren y, por más al pasado que nos remontemos, el espectáculo no dejará de ser el mismo. Las acrópolis de los griegos, las oppida de los etruscos,. los latinos y los galos, las burgen de los germanos, las gorods de los eslavos no fueron en un principio, al igual que los krals de los negros de África del Sur, nada más que lugares de reunión, pero fundamentalmente refugios. Su planta y su construcción dependen naturalmente de la configuración del suelo y de los materiales empleados, pero el dispositivo general es en todas partes el mismo. Consiste en un espacio en forma cuadrada o circular, rodeado de defensas hechas con troncos de árboles, de tierra o de bloques de roca, protegido por un foso y flanqueado por puertas. En suma, un cercado. Y podremos notar inmediatamente que las palabras que en inglés moderno (town) o en ruso moderno (gorod) significan cité, primitivamente significaron cercado.
En épocas normales estos cercados permanecían vados. La población no se congregaba allí sino a propósito de ceremonias religiosas o civiles o cuando la guerra la obli­gaba a refugiarse en ellos con sus rebaños. Pero el progreso de la civilización transformó paulatinamente su animación intermitente en una animación continua. En sus límites se levantaron templos; primero los magistrados o los jefes del pueblo establecieron allí su residencia y posterior­mente comerciantes y artesanos. Lo que en un principio no había sido nada más que un centro ocasional de reunión se convirtió en una cité, centro administrativo, religioso, político y económico de todo el territorio de la tribu, cuyo nombre tomaba frecuentemente.
Esto explica cómo, en muchas sociedades y especial­mente en las de la antigüedad clásica, la vida política de las cites no se restringía al recinto de sus murallas. La cité, en efecto, había sido construida por la tribu y todos sus hom­bres, habitaran a un lado u otro de los muros, eran igual­mente ciudadanos. Ni Grecia ni Roma conocieron nada parecido a la burguesía estrictamente local y particularista de la Edad Media. La vida urbana se confundía allí con la vida nacional. El derecho de la cité era, como la propia religión de la cité, común a todo el pueblo del que era la capital y con el que constituía una sola y misma república.
El sistema municipal, por consiguiente, se identifica en la antigüedad con el sistema constitucional. Y cuando Roma hubo extendido su dominio por todo el mundo me­diterráneo, este sistema se convirtió en la base del aparato administrativo de su Imperio. Este sistema, en Europa Occidental, sobrevivió a las invasiones germánicas. Se pueden encontrar claramente sus huellas en la Galia, España, África e Italia bastante tiempo después del siglo v. Sin embargo, la decadencia de la organización social borró lentamente la mayor parte de estas huellas. No se pueden encontrar, en el siglo viii, ni los Decuriones, ni las Gesta municipalia, ni el Defensor civitatis. Al mismo tiempo, la presencia del Islam en el Mediterráneo, al hacer imposible el comercio que hasta entonces había mantenido aún cierta actividad en las cites, las condenó a una irremisible deca­dencia. Pero no las condena a muerte. Por disminuidas y débiles que estén, subsisten. Dentro de la sociedad agrícola de aquel tiempo, conservan, a pesar de todo, una impor­tancia primordial. Resulta indispensable darse cuenta del papel que jugaron si se quiere comprender el que les será asignado más tarde.
Ya se ha visto cómo la Iglesia había establecido sus cir­cunscripciones diocesanas sobre las cites romanas. Respe­tadas éstas por los bárbaros, continuaron manteniendo, después de su establecimiento en las provincias del Imperio, el sistema municipal sobre el que se habían fundado. La desaparición del comercio y el éxodo de los mercaderes no tuvieron ninguna influencia en la organización eclesiástica. Las cites donde habitaban los obispos fueron más pobres y menos pobladas, sin que por ello los obispos se vieran perjudicados. Por el contrario, cuanto más declinó la riqueza general, se fueron afirmando cada vez más su poder y su influencia. Rodeados de un prestigio tanto mayor cuanto que el Estado había desaparecido, colmados de do­naciones por los fieles, asociados por los carolingios al gobierno de la sociedad, consiguieron imponerse a la vez por su autoridad moral, su potencia económica y su acción política.
Cuando se hundió el Imperio de Carlomagno, su situa­ción, lejos de tambalearse, se afianzó aún más. Los prín­cipes feudales, que habían arruinado el poder real, no se inmiscuyeron en el de la Iglesia. Su origen divino la ponía al resguardo de sus pretensiones. Temían a los obispos que podían lanzar sobre ellos el arma terrible de la excomunión y les veneraban como los guardianes sobrenaturales del orden y la justicia. En medio de la anarquía de los siglos ix y x, el prestigio de la Iglesia permanecía, pues, intacto, mostrándose además digna de ello. Para combatir el azote de las guerras privadas que la realeza no era ya capaz de reprimir, los obispos organizaron en sus diócesis la insti­tución de la Paz de Dios2.
Esta preeminencia de los obispos conferirá naturalmente a sus residencias, es decir, a las antiguas cites romanas, una cierta importancia, salvándolas de la ruina, dado que en el sistema económico del siglo ix no tenían ninguna razón para existir. Al dejar de ser éstas los centros comer­ciales, no hay duda de que perdieron la mayor parte de su población. Con los mercaderes desapareció el carácter urbano que habían conservado aun en la época merovingia. Para la sociedad laica carecían de la menor utilidad. A su alrededor, los grandes dominios subsistían por sus propios recursos. Y no hay razón de ningún tipo para que el Estado, constituido también él sobre una base puramente agrícola, se fuera a interesar por su suerte. Resulta bastante significa­tivo constatar que los palacios (palatia) de los príncipes carolingios no se encuentren en las cites. Se sitúan sin excep­ción en el campo, en los dominios de la dinastía: en Herstal, en Jupüle, en el Valle del Mosa, en Ingelheim, en el del Rhin, en Attigny, en Quiercy, en el del Sena, etc. La fama de Aquisgrán no debe crearnos una falsa ilusión sobre el carácter de esta localidad. El esplendor que consiguió mo­mentáneamente con Carlomagno.no fue debido nada más que a su carácter de residencia favorita del emperador. Al final del reinado de Luis el Piadoso, vuelve a caer en la insignificancia, y no se convertirá en una cité sino cuatro siglos más tarde.
La administración no podía contribuir para nada a la supervivencia de las cites romanas. Los condados, que cons­tituían las provincias del Imperio franco, estaban tan des­provistos de una capital como lo estaba el propio Imperio. Los condes, a quienes estaba confiada su dirección, no estaban instalados en ellas de manera permanente. Reco­rrían constantemente su circunscripción a fin de presidir las asambleas judiciales, cobrar el impuesto y reclutar tro­pas. El centro de la administración no era su residencia, sino su persona. Importaba, por consiguiente, bastante poco el que tuvieran o no su domicilio en una cité. Elegidos entre los grandes propietarios de la región, habitaban, por lo demás, la mayor parte del tiempo en sus propias tierras. Sus castillos, al igual que los palacios de los emperadores, se encontraban habitualmente en el campo.
Por el contrario, el sedentarismo a que estaban obliga­dos los obispos por la disciplina eclesiástica, les vinculaba de manera permanente a la cité donde se encontraba la sede de su diócesis. Convertidas en inútiles para la adminis­tración civil, las cités no perdieron de ninguna manera su carácter de centros de la administración religiosa. Cada diócesis permaneció agrupada alrededor de las cites donde se hallaba su catedral. El cambio de sentido de la palabra civitas, a partir del siglo ix, evidencia claramente este hecho. Se convierte en sinónimo de obispado y de cité episcopal. Se dice civitas Parisienas para designar, al mismo tiempo, la diócesis de París y la propia cité de París, donde reside el obispo. Y bajo esta doble acepción se conserva el re­cuerdo del sistema municipal antiguo, adoptado por la Iglesia para sus propios fines.
En suma, lo que ocurrió en las cites carolingias empobre­cidas y despobladas recuerda de manera sorprendente lo que, en un escenario bastante más considerable, ocurrió en la propia Roma cuando, en el curso del siglo iv, la cité eterna dejó de Ser la capital del mundo. Al ser sustituida por Rávena y más tarde por Constantinopla, los emperado­res la entregaron al papa. Lo que ya no fue más para el gobierno del estado, lo siguió siendo para el gobierno de la Iglesia. La cité imperial se convirtió en cité pontificia. Su prestigio histórico realzó el del sucesor de San Pedro. Aislado, dio sensación de mayor grandeza y, al mismo tiempo, llegó a ser más poderoso. Sólo a él se le prestó atención y sólo a él, en ausencia de los antiguos jefes, se le obedeció. Al seguir habitando en Roma, ésta se hizo su Roma, como cada obispo hizo de la cité en la que vivía su cité.
Durante los últimos tiempos del Bajo Imperio, y aún más en la época merovingia, el poder de los obispos sobre la población de las cites no dejó de aumentar. Aprovecharon la desorganización creciente de la sociedad civil para acep­tar o para arrogarse una autoridad que los habitantes no pusieron en duda y que el estado no tenía ningún interés, y ningún medio, para prohibir. Los privilegios que el clero comienza a disfrutar desde el siglo iv, en materia de juris­dicción y de impuestos, favorecieron aún más su situación, que resultó, si cabe, más eminente por la concesión de los documentos de inmunidad que los reyes francos prodigaron en su favor. En efecto, por ellos los obispos se vieron exi­midos de la intervención de los condes en los dominios de sus iglesias. Se encontraron investidos desde entonces, es decir, desde fines del siglo vii, de una auténtica autoridad sobre sus hombres y sobre sus tierras. A la jurisdicción
eclesiástica que ejercían ya sobre el clero, se sumó, pues, una jurisdicción laica, que confiaron a un tribunal constituido por ellos mismos y cuya sede fue fijada naturalmente en la cité donde tenía su residencia.
Cuando la desaparición del comercio, en el siglo ix, borró los últimos vestigios de la vida urbana y acabó con lo que quedaba aún de población municipal, la influencia de los obispos, ya de por sí bastante amplia, no tuvo rival. Desde entonces tuvieron completamente sometidas a las cites. Y, en efecto, no se volvieron a encontrar en ellas nada más que habitantes que dependían más o menos directamente de la Iglesia.


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A pesar de carecer de datos muy precisos, sin embargo, es posible suponer la naturaleza de su población. Se com­ponía del clero de la Iglesia Catedral y de otras iglesias agrupadas en torno a ella, de los monjes de los monasterios que vinieron a establecerse, algunas veces en número con­siderable, en la sede de la diócesis, de maestros y estudian­tes de las escuelas eclesiásticas, de servidores y, por último, de artesanos libres o no, que eran indispensables en fun­ción de las necesidades del culto y de la existencia cotidiana del clero.
Casi siempre encontramos que tenía lugar semanalmente en la cité un mercado al que los campesinos de los alrede­dores traían sus productos; a veces incluso se realizaba una feria anual (annaiis mercatus). En sus puertas se co­braba el telonio sobre todo lo que entraba o salía. En el interior de sus muros funcionaba un taller de moneda. Allí también se encontraban unas torres habitadas por los vasallos del obispo, por su procurador o por su alcaide. A todo esto hay que añadir finalmente los graneros y los almacenes, en donde se acumulaban las cosechas de los dominios episcopales y monacales, que eran transportadas, en épocas determinadas, por arrendatarios del exterior. En las fiestas señaladas del año los fieles de la diócesis afluían a la cité y la animaban, durante algunos días, con un bullicio y un movimiento inusitados4.
Todo este microcosmos reconocía por igual en el obispo a su jefe espiritual y a su jefe temporal. La autoridad religiosa y secular se unían, o mejor dicho, se confundían en su persona. Ayudado por un consejo constituido por sacer­dotes y canónigos, administraba la cité y la diócesis con­forme a los preceptos de la moral cristiana. Su tribunal eclesiástico, presidido por el arcediano, había ampliado considerablemente su competencia, gracias a la impotencia y más aún al favor del Estado. No solamente los clérigos dependían de él para cualquier materia, sino también mu­chos asuntos concernientes a los laicos: asuntos de matri­monio, testamentos, estado civil, etc. Las atribuciones de su corte laica, de las que se encargaban el alcaide o el pro­curador, gozaban de análoga extensión. A partir del reinado de Luis el Piadoso, no cesaron de conseguir privilegios, lo que se explica y se justifica por el desorden cada vez más flagrante de la administración pública. No solamente le estaban sometidos aquellos hombres que gozaban de inmu­nidad, sino que es bastante probable que, al menos en el recinto urbano, todo el mundo estaba dentro de su juris­dicción y que sustituía de hecho a la que en teoría poseía aún el conde sobre los hombres libres5. Además, el obispo ejercía un vago derecho del control, mediante el cual admi­nistraba el mercado, regulaba la percepción del telonio, vigilaba la acuñación de monedas y se encargaba de la conservación de las puertas, de los puentes y de las murallas. En resumen, no había dominio en la administración de la cité en el que, por derecho o por autoridad, no interviniese como guardián del orden, de la paz o del bien común. Un régimen teocrático había reemplazado completamente al régimen municipal de la antigüedad. La población estaba gobernada por su obispo y no reivindicaba nada, puesto que no poseía la menor participación en tal gobierno. A veces ocurría que estallaba una revuelta en la cité. Algunos obispos fueron asaltados en sus palacios en ciertas ocasio­nes e incluso obligados a huir. Pero es imposible percibir en estos levantamientos la mínima huella de espíritu muni­cipal, más bien se explica por intrigas o rivalidades perso­nales. Sería un absoluto error considerarlos como los pre­cursores del movimiento comunal del siglo xi y del xii. Por si fuera poco, se produjeron muy escasamente. Todo indica que la administración episcopal fue, en general, beneficiosa y popular.
Ya hemos dicho que esta administración no se reducía al interior de la cité, sino que se extendía a todo el obis­pado. La cité era su sede, pero la diócesis era su objeto. La población urbana en manera alguna gozaba de una situación de privilegio. El régimen bajo el cual vivía era el de derecho común. Los caballeros, los siervos y los hombres libres que allí vivían no se distinguían de sus congéneres del exterior nada más que por su aglomeración en un mismo lugar. Aún no se puede apreciar ningún ante­cedente del derecho especial y de la autonomía que iban a gozar los burgueses de la Edad Media. La palabra civis, mediante la cual los textos de la época designan al habitante de la cité, no es sino una mera denominación topográfica y carece de significación jurídica6.
Las cites, al mismo tiempo que residencias episcopales, eran también fortalezas. Durante los últimos tiempos del Imperio Romano fue necesario rodearlas de murallas para ponerlas al abrigo de los bárbaros. Estas murallas subsis­tían aún en casi todas partes y los obispos se ocuparon de mantenerlas o restaurarlas con tanto más celo cuanto que las incursiones de los sarracenos y de los normandos demostraron, durante el siglo ix, cada vez de manera más agobiante, la necesidad de protección. El viejo recinto romano continuó, pues, protegiendo a las cites contra los nuevos peligros.
Su planta permanece con Carlomagno tal y como había sido con Constantino. Por lo general, se disponía en forma de un rectángulo, rodeado de murallas flanqueadas por torres, y se comunicaba con el exterior por puertas, habitualmente cuatro. El espacio cercado de esta manera era muy restringido: la longitud de sus lados raramente sobre­pasaba los 400 ó 500 metros7. Además, era necesario bas­tante tiempo para que fuese totalmente construida; se podían encontrar, entre las casas, campos cultivados y jardines. En lo que se refiere a los arrabales (suburbio) que, en época merovingia, todavía se extendían fuera de las murallas, desaparecieron8. Gracias a sus defensas, las cites pudieron casi siempre resistir victoriosamente los asaltos de los invasores del norte y del sur. Bastará recordar aquí el famoso sitio de París llevado a cabo, en el 885, por los normandos.
Naturalmente, las cites episcopales servían de refugio a las poblaciones de sus alrededores. Allí venían los monjes, incluso de zonas muy alejadas, para buscar asilo contra los normandos, como lo hicieron, por ejemplo, en Beauvais, los de Saint-Vaast en el 887 y en Laon, los de Saint-Quentin y los de Saint-Bavon de Gante, en el 881 y en el 8829.
En medio de la inseguridad y de los desórdenes que impregnan de un carácter tan lúgubre la segunda mitad del siglo ix, les tocó, pues, a las cites cumplir una auténtica misión protectora. Fueron, en la mejor acepción del tér­mino, la salvaguarda de una sociedad invadida, saqueada y atemorizada. Por lo demás, muy pronto no fueron las únicas en jugar este papel.
Se sabe que la anarquía del siglo ix precipitó la descom­posición inevitable del Estado franco. Los condes, que eran al tiempo los mayores propietarios de su región, aprove­charon las circunstancias para arrogarse una autonomía completa y hacer de sus funciones una propiedad heredi­taria, para reunir en sus manos, además del poder privado que poseían en sus propios dominios, el poder público que les había sido delegado y amontonar finalmente bajo su mandato, en un solo principado, los condados de los que lograban apropiarse. El Imperio carolingio se frag­mentó de esta manera, desde mediados del siglo ix, en gran cantidad de territorios sometidos a otras tantas dinastías locales y vinculados a la corona únicamente por el frágil lazo del homenaje feudal. El Estado estaba demasiado débilmente constituido para poder oponerse a esta frag­mentación, que tuvo lugar indudablemente mediante la violencia y la perfidia. Pero, desde cualquier aspecto, resultó favorable a la sociedad. Al hacerse con el poder, los prín­cipes asumieron rápidamente las obligaciones que éste impone, y fue su principal preocupación la de defender y proteger las tierras y los hombres que habían pasado a ser sus tierras y sus hombres. No se inhibieron de una tarea que la sola preocupación por su provecho personal hu­biera bastado para imponérsela. A medida que su poder aumentaba y se afianzaba, se les puede ver cada vez más preocupados por dar a sus principados una organización capaz de garantizar el orden y la paz pública10.
La primera necesidad a la que había que enfrentarse era la de la defensa, tanto contra los sarracenos o los normandos como contra los príncipes vecinos. Así podemos ver, a partir del siglo ix, cómo cada territorio se cubre de forta­lezas11. Los textos coetáneos les dan los nombres más diversos: castellum, castrum, oppidum, urbs, municipium; la más corriente y, en todo caso, la más técnica de todas estas denominaciones es la de burgus, palabra tomada de los ger­manos por el latín del Bajo Imperio y que se conserva en todas las lenguas modernas (burgo, burg, borough, bourg, borgo).
De estos burgos de la Alta Edad Media no queda ningún vestigio en nuestros días. Felizmente las fuentes nos per­miten hacernos una imagen bastante precisa: eran recintos amurallados que, en un principio, podían ser simplemente empalizadas de madera12, de un perímetro poco extenso, habitualmente de forma redondeada y rodeada por un foso. En el centro se encontraba una poderosa torre, un torreón, reducto supremo de la defensa en caso de ataque.
Una guarnición de caballeros (milites castrenses) tenía allí residencia fija. Ocurría con frecuencia que grupos de guerreros, escogidos entre los habitantes de los alrededo­res, vinieran alternativamente a reforzarlo. La totalidad dependía de las órdenes del alcaide (castellanus). En cada burgo de su territorio, el príncipe poseía una habitación (domus) donde residía con su comitiva en el curso de los continuos desplazamientos a los que estaba obligado por la guerra o por la administración. Muy a menudo una capilla o una iglesia, flanqueada por las construcciones acce­sorias para el alojamiento del clero, elevaba su campanario por encima de las almenas de las murallas. Además, en algunas ocasiones, se podía hallar a su lado un local des­tinado a las asambleas judiciales, cuyos miembros, en de­terminadas fechas, venían desde el exterior a tomar parte en las asambleas de la ciudad. Lo que, por último, nunca faltaba era un granero y bodegas donde se conservaba, para hacer frente a las necesidades de un sitio para proveer la alimentación del príncipe durante sus estancias, el producto de los dominios que éste poseía en los alrede­dores. Las aportaciones en especie de los campesinos de la región aseguraban, por su parte, la subsistencia de la guarnición. La conservación de las murallas incumbía a estos mismos campesinos que eran obligados a trabajar en ellas gratuitamente13.

Si de un país a otro el espectáculo que se está descri­biendo naturalmente variaba en los detalles, los trazos esenciales son en cualquier parte los mismos. La analogía es sorprendente entre los bourgs de Flandes y los boroughs de la Inglaterra anglosajona14. Y esta analogía demuestra indudablemente que unas mismas necesidades supusieron, en todas partes, medidas parecidas.
Tal y como se nos aparecen, los burgos son, antes que nada, establecimientos militares. Pero a su carácter pri­mitivo se le añadió en seguida el de centros administrativos. El alcaide deja de ser únicamente el comandante de los caballeros de la guarnición castrense. El príncipe le otorga la autoridad financiera y judicial en una zona, más o menos extensa, alrededor de las murallas del burgo y que, desde el siglo x, se conoce con el nombre de alcaldía. La alcaldía depende del burgo como el obispado depende de la cité. En caso de guerra, sus habitantes encuentran allí un re­fugio; en tiempo de paz, van allí para asistir a las reuniones judiciales o para cumplir los trabajos a los que están obli­gados15. Por lo demás, el burgo no presenta el menor ca­rácter urbano. Su población no se compone, aparte de los caballeros y de los clérigos que constituyen el núcleo esencial, sino de hombres empleados a su servicio y cuyo número es ciertamente muy poco considerable. Es ésta una población de fortaleza y no una población de cité. Ni el comercio, ni la industria son posibles, ni siquiera concebibles en tal lugar. No produce nada por sí mismo, vive de las rentas del suelo de los alrededores y no juega otro papel económico que no sea el de un simple consumidor.
Al lado de los burgos construidos por los príncipes, hay que mencionar también los recintos fortificados que la mayoría de los grandes monasterios hicieron construir, en el curso del siglo ix, para protegerse contra los bárbaros. Mediante ellos, se transformaron a su vez en burgos o en castillos. Estas fortalezas eclesiásticas presentan, por lo demás, desde cualquier aspecto, el mismo carácter que las fortalezas laicas. Como éstas, fueron lugares de refugio y de defensa16.
Se puede, pues, concluir, sin temor a equivocarse, que el período que comienza con la época carolingia no cono­ció ciudades en el sentido social, económico y jurídico de este término. Las cites y los burgos no fueron sino plazas fuertes y centros administrativos. Sus habitantes no poseían derechos especiales ni instituciones propias y su género de vida no les diferenciaba en nada del resto de la sociedad.
Completamente ajenos a la actividad comercial e indus­trial, respondían totalmente a la civilización agrícola de su tiempo. Su población, es por lo demás, de escasísima impor­tancia. No es posible, a falta de datos, evaluarla con preci­sión. Todo indica, sin embargo, que la de los burgos más importantes consistía en algunos cientos de hombres y que las cites no han contado jamás con más de 2.000 ó 3.000 ha­bitantes.
No obstante, las cites y los burgos han jugado en la historia de las ciudades un papel esencial; han sido, por así decirlo, sus puntos de referencia. Alrededor de sus mu­rallas habrían de formarse éstas, cuando se produzca el renacimiento económico, cuyos primeros síntomas se pue­den localizar en el curso del siglo x.

miércoles, 12 de febrero de 2014

LAS CIUDADES EN LA EDAD MEDIA


Henry Pirenne: Las ciudades de la Edad Media

Hemos visto cómo las ciudades en formación se nos presentan en una situación singularmente compleja, una situación abundante en contrastes y fértil en problemas de todo tipo. Entre los dos tipos de habitantes que se yuxtaponen en ellas sin llegar a fundirse, se descubre la oposición de dos mundos distintos. La antigua organización señorial con todas las tradiciones, ideas y sentimientos, que indudablemente no surgieron de ella, pero a los que proporcionó su peculiar carácter, se encuentra enfrentada con necesidades y aspiraciones que la sorprenden, la contrarían, a las que no se consigue adaptar y contra las que, desde el primer momento, se opone. Si cede terreno es a pesar suyo y porque la nueva situación se debe a causas demasiado profundas e irresistibles como para que le sea posible evitar sus efectos. Indudablemente las autoridades sociales no pudieron apreciar, en un principio, la trascendencia de las transformaciones que se operaban a su alrededor. Al desconocer su fuerza, comenzaron por intentar resistir. Sólo más tarde, y frecuentemente demasiado tarde, se resignaron ante lo inevitable. Como ocurre casi siempre, el cambio no se operó sino a la larga. Y sería injusto atribuir, como se hace miles de veces, a la «tiranía feudal» o a la «arrogancia sacerdotal» una resistencia que se puede explicar por los motivos más naturales. En la Edad Media ocurrió lo que viene ocurriendo con frecuencia desde entonces: los que se beneficiaban del orden establecido se comprometían a defenderlo no sólo y no tanto quizá porque protegía sus intereses, sino porque les parecía indispensable para la conservación de la sociedad.

Señalemos además que la burguesía acepta esta sociedad. Sus reivindicaciones y aquello que podríamos llamar su programa político no están orientados a subvertirla; admite sin discusión los privilegios y la autoridad de los príncipes, el clero y la nobleza. Sólo quiere obtener, y en tanto que le es indispensable para su existencia, no una revolución del estado de cosas vigente, sino simples concesiones. Y estas concesiones se limitan a sus propias necesidades, desinteresándose por completo de las de la población rural de la que procedía. En resumen, únicamente pide que la sociedad le haga un lugar compatible con el género de vida que lleva. No es una clase revolucionaria y si eventualmente acude a la violencia no es por odio hacia el régimen, sino simplemente para obligarle a ceder.

Basta con echar una ojeada sobre sus principales reivindicaciones para convencerse de que no van más allá de lo estrictamente necesario. Se trata, antes que nada, de la libertad personal, que garantizará al mercader o al artesano la posibilidad de ir y venir, residir donde quiera y poner a punto su persona, así como la de sus hijos, al abrigo del poder señorial. Inmediatamente después reclama la concesión de un tribunal especial, gracias al cual el burgués podrá eludir la multiplicidad de jurisdicciones de las que depende y los inconvenientes que el procedimiento formalista del antiguo derecho impone a su actividad social y económica. Se pretende además el establecimiento en la ciudad de una paz, es decir, una legislación penal que garantice la seguridad; la abolición de las prestaciones que resultan más incompatibles con la práctica del comercio y de la industria, y con la posesión y la adquisición del suelo; finalmente, un grado más o menos extenso de autonomía política y de self-government local.

Todo esto estaba bastante lejos de constituir un conjunto coherente y de justificarse por principios teóricos. No hay nada más ajeno al espíritu de los burgueses primitivos que una concepción de los derechos del hombre y del ciudadano. La propia libertad personal en absoluto es reivindicada como un derecho natural: sólo se la busca por las ventajas que confiere. Lo cual es tan cierto que, en Arras, por ejemplo, los mercaderes intentan hacerse pasar por siervos del monasterio de Saint-Vaast con el fin de disfrutar de la exención del impuesto del que éste disputaba .

Únicamente a partir del siglo xi nos encontramos con las primeras tentativas de lucha dirigidas por la burguesía contra el estado de cosas que está padeciendo. Desde entonces ya jamás se detendrán sus esfuerzos. A través de peripecias de toda índole, el movimiento de reforma tiende irresistiblemente a su meta, se enfrenta, si es preciso, en abierta lucha contra las resistencias que se le oponen y finalmente logra, en el curso del siglo xii, dotar a las ciudades de instituciones municipales esenciales que servirán de base a sus constituciones.

En todas partes se observa cómo los comerciantes toman la iniciativa y conservan la dirección de los acontecimientos. No hay nada más natural. ¿Acaso no eran, dentro de la población urbana, el elemento más activo, rico e influyente? ¿No soportaban con impaciencia una situación que dañaba a la vez sus intereses y la confianza en sí mismos? Legítimamente se podría comparar el papel que representaban entonces, a pesar de la enorme diferencia de época y medio, con el que asumirá la burguesía capitalista, desde finales del siglo xviii, en la revolución política que puso fin al Antiguo Régimen. En ambos casos, el grupo social que estaba más directamente interesado en el cambio se puso a la cabeza de la oposición y fue seguido por las masas. La democracia, en la Edad Media como en la actualidad, comienza por seguir el impulso de una élite que impone su programa a las confusas aspiraciones del pueblo.

Las ciudades episcopales fueron, en un principio, el teatro de la lucha. Sería erróneo atribuir este hecho a la personalidad de los obispos. Por el contrario, la gran mayoría de ellos se distingue por su interés por el bien común. No es raro encontrar excelentes administradores, cuyo recuerdo conserva popularidad a través de los siglos. Por ejemplo, en Lieja, Notger (972-1008) ataca los castillos de los señores dedicados al bandidaje que infestan los alrededores, desvía un afluente del Mosa para sanear la ciudad y aumenta sus fortificaciones . Sería fácil citar hechos análogos en Cambrai, Utrecht, Colonia, Worms, Maguncia y en cantidad de ciudades alemanas en las que los emperadores se esfuerzan, hasta la guerra de las investiduras, por nombrar prelados que destaquen tanto por su inteligencia como por su energía.

Pero cuanta más conciencia tenían los obispos de sus deberes, más pretendían defender su gobierno contra las reivindicaciones de sus subditos y mantenerles bajo un régimen autoritario y patriarcal. La confusión que existía entre poder espiritual y temporal hacía que toda concesión les pareciese peligrosa para la Iglesia. No hay que olvidar que sus funciones les obligaban a residir de manera permanente en las ciudades y razonablemente temían los problemas que les iba a plantear la autonomía de la burguesía, en medio de la cual vivían. Finalmente, ya hemos visto las pocas simpatías que la Iglesia tenía por el comercio, y cómo mostraba una desconfianza que naturalmente la hizo sorda a los deseos de los mercaderes y del pueblo que se agrupaba en torno a ellos, la impidió comprender sus necesidades y la equivocó sobre sus fuerzas. De ahí proceden los malentendidos, las fricciones y bien pronto una hostilidad recíproca que, desde, principios del siglo xi, desembocó en lo inevitable .

El movimiento comenzó en el norte de Italia. Al ser allí más antigua la vida comercial se produjeron más rápidamente las consecuencias políticas. Por desgracia, se conocen pocos detalles de estos acontecimientos. Es cierto que la agitación con la que entonces se enfrentaba la Iglesia no hizo sino precipitarlos. La población de las ciudades tomó partido apasionadamente en favor de los monjes y los sacerdotes que llevaban a cabo una campaña contra las malas costumbres del clero, atacaban la simonía y el casamiento de curas y condenaban la intervención de la autoridad laica en la administración de la Iglesia. Los obispos nombrados por el emperador, y comprometidos por este hecho, tenían que hacer frente a una oposición en la que intervenían y se reforzaban mutuamente el misticismo, las reivindicaciones de los mercaderes y el descontento suscitado por la miseria entre los trabajadores industriales. Los nobles participaron en esta agitación, que les proporcionaba la ocasión de sacudirse la autoridad episcopal, e hicieron causa común con los burgueses y los patarinos, nombre con el que los conservadores designaban despreciativamente a sus adversarios.

En el 1057, Milán, que era ya la principal ciudad lombarda, estaba en plena efervescencia contra el arzobispo . Las peripecias de la querella de las Investiduras contribuyeron, naturalmente, a propagar los disturbios y fue dando un giro cada vez más favorable a los insurrectos, a medida que la causa del papa ganaba a la del emperador. Con el nombre de «cónsules» se establecieron magistrados encargados de la administración de las ciudades episcopales, bien con consentimiento de los obispos, bien por la violencia . 

Los primeros cónsules mencionados, pero indudablemente no los primeros que han existido, aparecen en Lúea en el 1080. Ya en el 1068 una «corte comunal» (curtís commu-nalts) aparece mencionada en esta ciudad, síntoma característico de una autonomía urbana que sin duda debía existir en aquel momento en muchos otros lugares . Los cónsules de Milán son citados solamente en el 1107, pero sin lugar a dudas deben ser mucho más antiguos. Desde su primera aparición presentan nítidamente la fisonomía de magistrados comunales. Se reclutan entre las diversas clases sociales, es decir, entre los capitanei, los valvassores y los cives, y representan la commune clvitatis. Lo más característico de esta magistratura es su carácter anual por el que se opone diametralmente a los cargos vitalicios que son los únicos que conoció el régimen feudal. Esta provisionalidad en los cargos es consecuencia de su carácter electivo. 

Al adueñarse del poder, la población urbana se lo confía a delegados nombrados por ella misma. Así se confirma el principio de control al mismo tiempo que el de elección. La comuna municipal, desde sus primeras tentativas de organización, crea los instrumentos indispensables para su funcionamiento y se compromete sin dudar en la vía que desde entonces no ha dejado de seguir.

El consulado se expande rápidamente desde Italia a las ciudades de Provenza, prueba evidente de su adaptación perfecta a las necesidades que se imponían a la burguesía. Marsella posee cónsules desde comienzos del siglo xii y, a más tardar, en 1128 , posteriormente los encontramos en Arles y en Nimes, extendiéndose después por el mediodía francés a medida que el comercio se va difundiendo y, con él, la transformación política que le suele acompañar. Las instituciones urbanas nacen en la región flamenca y el norte de Francia, casi al mismo tiempo que en Italia. ¿Por qué habría de extrañarnos si esta región, como Lombardía, era la sede de un poderoso centro comercial? Felizmente las fuentes son en este sitio mucho más abundantes y precisas, y nos permiten seguir con claridad suficiente la marcha de los acontecimientos. Las ciudades episcopales no atraen exclusivamente la atención. Aparecen, junto a ellas, otros centros de actividad. Pero estas «comunas», cuya naturaleza hay que observar ante todo, se forman en los muros de las cites. 

La primera cronológicamente, y también felizmente la mejor conocida, es la de Cambrai.
Durante el siglo xi la prosperidad de esta ciudad había aumentado considerablemente. En la base de la antigua ciudad se había agrupado un suburbio comercial que quedó encerrado, en el 1070, por un recinto amurallado. La población de este suburbio soportaba de mala manera el poder del obispo y de su alcaide. Se preparaba secretamente para la revuelta cuando, en el 1077, el obispo Gerardo II debió ausentarse para ir a recibir en Alemania la investidura de manos del emperador. Apenas se había puesto en camino cuando, bajo la dirección de los comerciantes más potentados de la ciudad, el pueblo se levantó y, apoderándose de las puertas, proclamó la «comuna» (communio). 

Los pobres, los artesanos y, sobre todo, los tejedores se lanzaron a la lucha con tanto más apasionamiento cuanto que un cura reformista, llamado Ramihrdus, denunciaba al obispo como simoníaco y excitaba en el fondo de sus corazones aquel misticismo que, en aquel mismo momento, sublevaba a los patarinos lombardos. Como en Italia, el fervor religioso comunicó su fuerza a las reivindicaciones políticas y se declaró la comuna en medio del entusiasmo general .

Esta comuna de Cambrai es la más antigua de todas las que se conocen al norte de los Alpes. Aparece como una organización de lucha y como una medida de salvación pública. Efectivamente, había que esperar el retorno del obispo y prepararse para hacerle frente. Se imponía la necesidad de una acción unánime. Se exigió a todos un juramento que estableciese entre ellos la solidaridad indispensable, y es precisamente esta asociación jurada por los burgueses, ante la eventualidad de una batalla, lo que constituye la aportación esencial de esta primera comuna.

Su éxito fue efímero; el obispo, al enterarse de los acontecimientos, se apresuró a acudir y consiguió restaurar momentáneamente su autoridad, pero la iniciativa de los cambresienses no tardó en suscitar imitadores. Los años siguientes están marcados por la constitución de comunas en la mayoría de las ciudades de Francia septentrional: en San Quintín hacia el 1080, en Beauvais hacia el 1099, en Noyon en el 1108-1109 y en Laon en 1115. Durante los primeros momentos, la burguesía y los obispos vivieron en un estado de hostilidad permanente, en pie de guerra, por decirlo de alguna manera. Sólo la fuerza podía triunfar entre adversarios igualmente convencidos de la verdad de sus posiciones. Ivés de Chartres exhorta a los obispos para que no cedan y considera nulas las promesas que, bajo la presión de la violencia, hicieron a los burgueses . Gilberto de Nogent, por su parte, con un desprecio marcado por el odio, habla de esas «pestilentes comunas» que erigen los siervos contra sus señores para sustraerse a su autoridad y arrebatarles sus más legítimos derechos .

A pesar de todo, las comunas triunfaron. No solamente tenían la fuerza que da el número, sino también el apoyo real que, en Francia, a partir del reinado de Luis VI, comienza a reconquistar el terreno perdido y a interesarse por su causa. Igual que los papas en su lucha contra los emperadores alemanes se apoyaron en los patarinos de Lombardia, los monarcas Capetos del siglo xii favorecieron la causa de los burgueses.

Indudablemente no es posible atribuirles una política coherente. Su conducta parece, a primera vista, llena de contradicciones. Pero no es menos cierto que muestran una tendencia general a tomar partido por las ciudades. El interés de la corona les impulsaba de manera tan imperiosa a sostener a los adversarios del feudalismo como para no dejar de otorgar su apoyo, cada vez que lo podían hacer sin comprometerse, a aquellos burgueses que, al rebelarse contra sus señores, combatían en el fondo a favor de las prerrogativas reales. Tomar al rey como arbitro de sus disputas era para las partes en conflicto una manera de reconocer su soberanía. La entrada en la escena política de los burgueses tuvo de esta manera por consecuencia el debilitamiento del principio contractual del estado feudal en beneficio del principio autoritario del estado monárquico. Era imposible que los reyes no se dieran cuenta y no aprovecharan todas las ocasiones para mostrar su tutela a las comunas que, sin quererlo, trabajaban tan útilmente para ellos.

Si se conoce especialmente con el nombre de comunas a las ciudades episcopales del norte de Francia, cuyas instituciones municipales fueron el resultado de la insurrección, importa mucho no exagerar ni su importancia ni su originalidad. No es posible establecer una diferencia esencial entre las ciudades con comunas y las demás ciudades. No se distinguen entre sí, sino por caracteres accesorios. En el fondo, su naturaleza es la misma y todas en realidad son igualmente comunas. En todas, en efecto, los burgueses forman una corporación, una universitas, communitas o communio, en la que todos sus miembros, solidarios entre sí, constituyen las partes inseparables. 

Sea cual sea el origen de su liberación, la ciudad medieval no consiste en una simple amalgama de individuos. Ella misma es un individuo, pero un individuo colectivo, una personalidad jurídica. Todo lo que se puede reivindicar en favor de las comunas stricto sensu es la especial claridad de sus instituciones, una separación nítida entre los derechos del obispo y los de los burgueses, y una preocupación evidente por salvaguardar la condición de éstos mediante una poderosa organización corporativa. Pero todo ello deriva de las circunstancias que han presidido el nacimiento de las comunas. Conservaron las huellas del carácter de insurrección de su constitución, sin que por ello se les pueda asignar un lugar privilegiado en el conjunto de las ciudades. Se puede observar incluso cómo algunas de ellas han disfrutado de prerrogativas menos especiales, de una jurisdicción y de una autonomía menos completas que las de localidades en las que la comuna había llegado a través de una evolución pacífica. Es un error evidente reservarles, como se suele hacer a veces, el nombre de «señoríos colectivos». Más adelante veremos cómo todas las ciudades completamente desarrolladas fueron tales señoríos.

Por consiguiente, la violencia no es ni mucho menos indispensable para la formación de instituciones urbanas. En la mayoría de las ciudades sometidas al poder de un príncipe laico, su desarrollo tuvo lugar sin que hubiera necesidad de recurrir a la fuerza, y no hay que atribuir de ninguna manera esta situación a la especial benevolencia que los príncipes laicos pudiesen mostrar en favor de la libertad política. Pero los motivos que impulsaban a los obispos a hacer frente a los burgueses no afectaban a los grandes señores feudales. No tenían la menor hostilidad frente al comercio; por el contrario, percibieron su efecto beneficioso a medida que aumentaba la circulación en sus tierras, aumentando por lo mismo las rentas de sus peajes y la actividad de sus talleres de fabricación monetaria, obligados a responder a la creciente demanda de dinero líquido. 

Al no poseer capital y al tener que recorrer continuamente sus dominios, sólo habitaban en sus ciudades de cuando en cuando y no tenían, por tanto, ningún motivo para discutir su administración con los burgueses. Resulta bastante significativo constatar que París, la única ciudad que antes del final del siglo xn puede ser considerada como una auténtica capital de Estado, no consiguió obtener una constitución municipal autónoma. Pero el interés que tenía el rey de Francia en conservar la autoridad sobre su residencia habitual era completamente ajeno a los duques y a los condes, que eran tan errantes como sedentario el rey. En resumen, no podían ver mal cómo la burguesía se hacía con el poder de los alcaides, que habían hecho su cargo hereditario y cuyo poder les inquietaba. Tenían, en suma, los mismos motivos que el rey de Francia para mostrarse favorables a las ciudades, puesto que limitaban los privilegios de sus vasallos. Por otra parte, no se puede afirmar que les hayan apoyado sistemáticamente. Por lo general se conformaban con dejarles hacer y su actitud fue casi siempre la de una neutralidad benevolente.

Ninguna región se presta mejor que Flandes para el estudio de los orígenes municipales' en un medio estrictamente laico. En este gran condado, que se extiende ampliamente desde las costas del mar del Norte y desde las islas de Zelanda hasta las fronteras de Normandía, las ciudades episcopales no muestran un desarrollo más rápido que el de las demás ciudades. Térouanne, cuya diócesis comprendía la cuenca del Yser, fue y siguió siendo siempre una aldea semirrural. Si Arras y Tournai, que extendían su jurisdicción espiritual sobre el resto del territorio, llegaron a ser grandes ciudades, fueron, sin embargo, Gante, Brujas, Ypres, Saint-Omer, Lille y Douai, donde se concentraron, en el curso del siglo x, activas colonias comerciales que son las que nos proporcionan el medio para observar, con especial claridad, el nacimiento de las instituciones urbanas. Y nos sirven tanto más cuanto que, al estar formadas de la misma manera y presentar el mismo modelo, se puede, sin temor a equivocarse, combinar los datos parciales que nos ofrece cada una en una visión de conjunto .
Inicialmente todas estas ciudades nos muestran ese carácter de estar constituidas alrededor de un burgo central, que es, por así decirlo, su centro. Al pie de este burgo se agrupa un portas o un burgo nuevo, poblado de mercaderes a los que se unen artesanos libres o siervos, y donde, a partir del siglo xi, se suele concentrar la industria textil. La autoridad del alcaide se extiende tanto sobre el burgo como sobre el portas. Parcelas más o menos grandes del terreno ocupado por los inmigrantes pertenecen a las abadías y otras tienen por dueño al conde de Flandes o a señores terratenientes. Un tribunal de regidores se asienta en el burgo bajo la presidencia del alcaide. Este tribunal, por lo demás, no tiene una competencia propia en la ciudad. Su jurisdicción se extiende sobre toda la alcaldía, cuyo centro es el burgo, y los regidores que lo componen residen en esta misma alcaldía y sólo van al burgo con ocasión de la celebración de juicios. Para la jurisdicción eclesiástica, de la que dependen gran cantidad de asuntos, hay que presentarse ante la corte episcopal de la diócesis. Sobre las tierras y los hombres del burgo y del portas pesan diversas legislaciones: tributos sobre la propiedad de tierras, donaciones en dinero o en especies destinadas al mantenimiento de los caballeros encargados de la defensa del burgo, percepción del telonio sobre todas las mercancías transportadas por tierra o por agua. Todas estas cosas datan de antiguo, se ordenan en pleno régimen señorial y feudal y no están de ninguna manera adaptadas a las nuevas necesidades de la población comercial. Al no estar concebida pensando en ella, la organización que tiene su sede en el burgo no solamente no le rinde ningún servicio, sino que, al contrario, entorpece su actividad. Las supervivencias del pasado dejan sentir todo su peso sobre las necesidades del presente. De manera manifiesta, por razones que ya expusimos arriba y sobre las que es inútil volver, la burguesía se siente incómoda y exige reformas indispensables para su libre expansión.

Es necesario que la propia burguesía se encargue de estas reformas, porque no puede contar con que las lleven a cabo los alcaides, los monasterios o los señores cuyas tierras ocupan. Pero además hace falta que, en el seno de la población tan heterogénea de los portas, un grupo de hombres se imponga a la masa y tenga la fuerza y el prestigio suficientes para tomar el mando. Los mercaderes, desde la primera mitad del siglo xi, asumen resueltamente este papel.

No solamente constituyen en cada ciudad el elemento más rico, activo y ávido de cambios, sino que además poseen la fuerza que da la unión. Ya vimos cómo las necesidades comerciales les han impulsado, desde tiempo inmemorial, a agruparse en cofradías llamadas gildas o hansas, corporaciones autónomas, independientes de todo poder y cuya única ley era su voluntad. Los jefes libremente elegidos, deanes o condes de la hansa (dekenen, hansgraven) eran los guardianes de una disciplina aceptada por todos. Los cofrades, en épocas determinadas, se reunían para beber y discutir sus intereses. Una caja, que se llenaba con sus contribuciones, servía a las necesidades de la sociedad y un hogar social, una gildhalle, se utilizaba como local para sus reuniones. Así se nos muestra, hacia el 1050, la gilda de Saint-Omer y se puede sospechar con la mayor verosimilitud que existía, por aquella época, una asociación análoga en todas las zonas comerciales de Flandes .

La prosperidad del comercio estaba demasiado directamente vinculada a la buena organización de las ciudades como para que los cofrades de las gildas no se encargaran espontáneamente de atender sus necesidades más indispensables. Los alcaides no tenían ningún motivo para impedirles que solucionaran, por sus propios medios, las necesidades cuya urgencia parecía evidente. Les permitieron crear, si es que se puede hablar de esta manera, administraciones comunales oficiosas. En Saint-Omer un acuerdo firmado por el alcaide Wulfric Rabel (1072-1083) y la guilda permitió a ésta ocuparse de los asuntos de la burguesía. De esta manera, sin poseer para ello ningún título legal, la asociación de mercaderes se consagra por propia iniciativa a la instalación y cuidado de la naciente ciudad. Su iniciativa suple la inercia de los poderes públicos. Vemos cómo consagra una parte de sus rentas a la construcción de obras de defensa y al cuidado de las calles. Y no se puede dudar de que no hicieran lo mismo sus vecinos de las demás ciudades flamencas. El nombre de «condes de la hansa», que conservaron los tesoreros de la ciudad de Lille durante toda la Edad Media, prueba claramente, a falta de fuentes antiguas, que allí también los jefes de la corporación comercial utilizaban la caja de la gilda en beneficio de sus conciudadanos. En Audenarde, el título de hansgraaf es usado hasta el siglo xiv por un magistrado de la comuna. En Tournai, aún en el siglo xiii, las finanzas urbanas están bajo el control de la Caridad de San Cristóbal, es decir, de la gilda comercial. En Brujas, los fondos de los cofrades de la hansa alimentaron, hasta su desaparición debida a la revolución democrática del siglo xiv, la caja municipal. De lo que se concluye hasta la evidencia que las gildas fueron, en la región flamenca, las iniciadoras de la autonomía urbana. Se encargaron por propia iniciativa de una tarea de la que nadie se podía haber encargado. Oficialmente no tenían ningún derecho para actuar como lo hicieron. Su intervención sólo se explica por la cohesión que existía entre sus miembros, por la influencia que gozaba su agrupación, por los recursos de los que disponía y, finalmente, por la clarividencia que tenían de las necesidades colectivas de la población burguesa. Se puede afirmar sin temor a exagerar que, en el curso del siglo xi, los jefes de la gilda cumplieron de hecho, en cada ciudad, las funciones de magistrados comunales.

Indudablemente, fueron además ellos los que intervinieron cerca de los condes de Flandes para interesarles en el desarrollo y la prosperidad de las ciudades. Ya en el 1043, Balduino V consigue que los monjes de Saint-Omer le concedan el terreno necesario para que los burgueses construyan su iglesia. A partir del reinado de Roberto el Frisón (1071-1093), se otorgó a un gran número de ciudades en formación la exención del telonio, las concesiones de tierra y los privilegios que limitaban la jurisdicción episcopal o que disminuían el servicio militar. Roberto de Jerusalén premió a la ciudad de Aire con «libertades» y eximió en 1111 a los burgueses de Ypres del duelo judicial.

El resultado de todo esto es que la burguesía aparece paulatinamente como una clase distinta y privilegiada en medio de la población del condado. De un simple grupo social dedicado a la práctica del comercio y la industria se transforma en un grupo jurídico, reconocido como tal por el poder central. Y de esta condición jurídica propia

va a concluirse necesariamente el otorgamiento de una organización jurídica independiente.
La nueva legislación necesitaba, como órgano, un nuevo tribunal. Las antiguas organizaciones de regidores, que tenían su sede en los burgos y que juzgaban según una costumbre arcaica, incapaces de adaptar su rígido formalismo a las necesidades de un medio para el cual no estaban concebidas, es decir, de la regiduría, propia de una ciudad, iban a ceder su puesto a otras regidurías cuyos miembros, reclutados entre los burgueses, podrían administrar justicia de forma adecuada a sus deseos, conforme a sus aspiraciones, una justicia, en una palabra, que fuera su justicia. Es imposible decir exactamente cuándo se produjo este hecho decisivo. La primera alusión que poseemos en Flandes de una regiduría urbana, se remonta al año 1111 y se refiere a Arras. Pero es lícito creer que las regidurías de esta especie ya debían existir en aquella época en las localidades más importantes, como Gante, Brujas o Ypres. En todo caso, en los comienzos del siglo xii, vemos cómo se constituye en todas las ciudades flamencas esta novedad esencial. Las luchas que siguieron al asesinato del conde Carlos el Bueno, en 1127, permitieron a los burgueses realizar completamente su programa político. Los pretendientes al condado, Guillermo de Normandía, primero, y luego Thierry de Alsacia, cedieron a las peticiones que les dirigieron para atraerlos a su causa.

La constitución otorgada a Saint-Omer, en 1127, puede ser considerada como el punto culminante del programa político de los burgueses flamencos . En ella se reconoce a la ciudad como un territorio jurídico distinto, provisto de un derecho especial común a todos los habitantes, una regiduría particular y una plena autonomía comunal. Otras constituciones ratifican, en el curso del siglo xii, concesiones parecidas en todas las ciudades principales del condado. Su situación fue, además, garantizada y sancionada por documentos escritos.
Sin embargo, hay que evitar atribuir a las constituciones urbanas una importancia exagerada, ya que no incluyen, ni en Flandes ni en ninguna otra región europea, todo el conjunto de la legislación urbana . Se limitan a determinar las líneas principales, a formular algunos principios esenciales y resolver algunos conflictos especialmente importantes. Por lo general, son el producto de circunstancias específicas y sólo tuvieron en cuenta las cuestiones que se debatían en el momento de su redacción. No se las puede considerar como el resultado de un trabajo sistemático y de una reflexión legal parecidos a aquellos en los que surgen, por ejemplo, las constituciones modernas. Si los burgueses las han sometido a vigilancia a través de los siglos con una solicitud extraordinaria, si las conservan bajo una triple cerradura en cofres de hierro y las envuelven de un respeto casi supersticioso, es porque representan la garantía de su libertad, porque les permiten, en caso de violación, justificar sus revueltas, pero no porque abarquen la totalidad de su derecho. Sólo eran, por decirlo de alguna manera, la armadura de este derecho. Alrededor de sus estipulaciones existía e iba desarrollándose sin cesar una espesa fronda de costumbres, usos y privilegios no escritos, pero no por ello menos indispensables.

Todo esto es tan cierto que un considerable número de constituciones prevén y reconocen por sí mismas la evolución del derecho urbano. Galberto nos cuenta cómo el conde de Flandes concedió en 1127 a los burgueses de Brujas : «ut de die in diem consuetudinarias leges suas corrige-rent» , es decir, la facultad de completar de día en día sus costumbres municipales. Por consiguiente, hay en el derecho urbano muchas más cosas que las que puedan contener las constituciones urbanas, que son sólo un extracto. Están llenas de lagunas y no les preocupa el orden ni el sistema. No podemos esperar encontrar en ellas los principios fundamentales a partir de los cuales surge la evolución posterior, como, por ejemplo, el derecho romano surgió de la ley de las XII Tablas.

Es posible, sin embargo, criticando sus aportaciones y completando unas con otras, caracterizar en sus rasgos esenciales el derecho urbano medieval tal y como se desarrolló en el curso del siglo xii en las diferentes regiones de la Europa occidental. No es necesario tener en cuenta, desde el momento en el que se pretende trazar sólo las líneas generales, las diferencias entre los Estados, ni siquiera las que existen entre las naciones. El derecho urbano es un fenómeno de la misma naturaleza que, por ejemplo, el derecho feudal. Es la consecuencia de una situación social y económica común a todos los pueblos. Según qué países, encontramos naturalmente numerosas diferencias de detalle. El progreso ha sido bastante más rápido en algunos lugares que en otros. Pero en el fondo, la evolución es en todas partes la misma y precisamente este fondo común será el que se tratará en las líneas siguientes.

Consideremos, en primer lugar, la condición de las personas tal y como aparece el día en el que el derecho urbano ha adquirido definitivamente su autonomía. Esta condición es la libertad, que es un atributo necesario y universal de la burguesía. Según esto cada ciudad constituye una «franquicia». Todos los vestigios de servidumbre rural han desaparecido en sus muros. Sean cuales sean las diferencias, e incluso los contrastes que la riqueza establece entre los hombres, todos son iguales en lo que afecta al estado civil. «El aire de la ciudad hace libre», reza el proverbio alemán (Die Stadtluft macht frei) y esta verdad se aprecia en todos los climas. La libertad era antiguamente el monopolio de la nobleza; el hombre del pueblo sólo la disfrutaba excepcionalmente. Gracias a las ciudades la libertad vuelve a ocupar su lugar en la sociedad como un atributo natural del ciudadano. En lo sucesivo, basta con residir permanentemente en la ciudad para adquirir esta condición. Todo siervo que durante un año y un día haya vivido en el recinto urbano la posee a título definitivo. La prescripción abolió todos los derechos que su señor ejercía sobre su persona y sobre sus bienes. El lugar de nacimiento importa poco; sea cual sea el estigma que el niño haya llevado en su cuna, se borra en la atmósfera de la ciudad. La libertad que, inicialmente, los mercaderes habían sido los únicos en disfrutar de hecho, es ahora por derecho el bien común de todos los burgueses.
Si aún existen entre ellos algunos siervos, es que no pertenecen a la comuna urbana. Son los servidores hereditarios de las abadías o de los señoríos que han conservado en las ciudades algunas tierras que escapan al derecho municipal y en las que se perpetúa el antiguo estado de cosas. Pero las excepciones confirman la regla general. Burgués y hombre libre se han convertido en términos sinónimos. La libertad es en la Edad Media un atributo tan inseparable de la condición de habitante de una ciudad como lo es, en nuestros días, de la de ciudadano de un Estado.

Con la libertad personal va unida, en la ciudad, la libertad territorial. Efectivamente, el suelo, en un área comercial, no puede permanecer inmóvil, mantenido fuera del comercio por una legislación pesada y compleja que se opone a su libre enajenación, que le impide servir de instrumento de crédito y adquirir un valor capitalista. Lo cual es tanto más inevitable cuanto que la tierra, en la ciudad, cambia de naturaleza: se ha convertido en solar edificable. Se cubre rápidamente de casas apiñadas unas con otras y que aumentan su valor a medida que se multiplican. Pero es natural que el propietario de una casa adquiera a la larga la propiedad, o al menos la posesión del terreno sobre el que está construida. En todas partes la antigua zona señorial se transforma en propiedad libre, en algo rentable. La posesión urbana se convierte de esta manera en una posesión libre. El que la ocupa sólo está obligado a pagar al propietario del suelo el precio fijado, en el caso de que no sea él mismo el propietario. Puede traspasarla libremente, alquilarla, cargarla de renta y utilizarla de garantía del capital que le prestan. Al vender una renta sobre su casa, el burgués se procura el capital líquido que necesita; al comprar una renta sobre la casa de otro, se asegura un beneficio proporcional a la suma invertida: tal y como diríamos hoy en día, coloca dinero con intereses. Comparada a las formas antiguas de propiedad, feudales o señoriales, la propiedad, según el derecho municipal, propiedad Weich-bild, Burgrecht, como se dice en Alemania, bourgage, como se dice en Francia, presenta una originalidad muy característica. Situado en condiciones económicas nuevas, el suelo urbano acabó por conseguir una nueva legislación apropiada a su naturaleza. Indudablemente, las viejas cortes territoriales no desaparecieron bruscamente. La liberalización del suelo no tuvo como consecuencia la expoliación de los antiguos propietarios. A menos que no les fueran compradas, conservaron las parcelas de las que eran los señores. Pero el dominio que aún ejercían sobre ellas no implicaba la dependencia personal de sus arrendatarios.

El derecho urbano no sólo suprimió la servidumbre personal y la territorial, además hizo desaparecer los privilegios señoriales y las rentas fiscales que dificultaban el ejercicio del comercio y la industria. El telonio (Teloneum), que gravaba tan pesadamente la circulación de bienes, resultaba particularmente odioso para los burgueses y, desde muy antiguo, intentaron suprimirlo. El diario de Galberto nos muestra cómo era en el Flandes de 1127 una de sus principales preocupaciones. Y puesto que el pretendiente Guillermo de Normandía no cumplió la promesa de hacerlo desaparecer, se levantaron contra él tomando el partido de Thierry de Alsacia. En el curso del siglo xii, el telonio se modifica en todas partes, por las buenas o por las malas. En un lugar es sustituido por una renta anual, en otros se modifican sus formas de percepción. Casi siempre se coloca, más o menos totalmente, bajo la vigilancia y la jurisdicción de la ciudad. Ahora son sus magistrados los que ejercen la vigilancia del comercio y los que sustituyen a los alcaides y a los antiguos funcionarios señoriales en la reglamentación de los pesos y medidas, tanto en los mercados como en el control industrial.
Si se transformó el telonio al pasar al control ciudadano, igualmente ocurrió con otras leyes señoriales que, incompatibles con el libre funcionamiento de la vida urbana, estaban irremisiblemente condenadas a desaparecer. Quiero hablar aquí de las huellas que la época agrícola imprimió en la fisionomía urbana: hornos y molinos comunes en los que el señor obligaba a los habitantes a moler su trigo y a cocer su pan; monopolios de todo tipo en virtud de los cuales gozaba, del privilegio de vender, sin competencia y durante ciertas épocas el vino de sus viñas o la carne de sus rebaños; derecho de hospedaje que imponía a los burgueses el deber de proporcionarle el alojamiento y la comida durante sus estancias en la ciudad; derecho de requisa por el que utilizaba para su servicio los barcos y los caballos de los habitantes; derecho de leva, imponiéndoles el deber de ir a la guerra; costumbres de todo tipo y origen consideradas opresivas y vejatorias, puesto que ya resultaban inútiles; como aquella que prohibía la construcción de puertos sobre el curso de los ríos o aquella que obligaba a los habitantes a cuidar del mantenimiento de los caballeros que componían la guarnición del viejo burgo. De todo esto, a finales del siglo xii, no queda apenas el recuerdo. Los señores, tras haber intentado la resistencia, acabaron por ceder. Comprendieron que a la larga era mejor para sus intereses. No dificultar el desarrollo de las ciudades para conservar unas rentas escasas, sino por el contrario, favorecerlo suprimiendo los obstáculos que se levantaran ante él. Llegaron a darse cuenta de la antinomia de aquellas antiguas prestaciones con el nuevo estado de cosas y acabaron por calificarlas, incluso ellos mismos, como «rapiñas» y «exacciones».

Se transforma la misma base del derecho, como lo hicieron la condición de las personas, el régimen de la tierra y el sistema fiscal. El procedimiento complicado y formalista, los conjuradores, los ordalías, el duelo judicial, todos aquellos medios de prueba primitivos que dejaban frecuentemente al azar o a la mala fe decidir la suerte de un proceso no tardan en adaptarse a las nuevas condiciones del medio urbano. Los antiguos contratos formales, introducidos por la costumbre, desaparecen a medida que la vida económica se hace más complicada y activa. El duelo judicial evidentemente no puede mantenerse durante mucho tiempo en medio de una población de comerciantes y artesanos. Paralelamente hay que destacar que, desde muy antiguo, la prueba por testimonios ante la magistratura urbana sustituye a la de los conjuradores. El wergeld, el antiguo precio del hombre, cede su puesto a un sistema de multas y castigos corporales. Finalmente, los plazos judiciales, tan largos en un principio, son considerablemente reducidos. Y no se modifica sólo el procedimiento, sino que el propio contenido del derecho evoluciona de manera paralela. En asuntos de matrimonio, sucesión, préstamos, deudas, hipotecas y sobre todo en materias de derecho comercial, toda una nueva legislación se halla en las ciudades en vías de formación y la jurisprudencia de sus tribunales crea, de manera cada vez más abundante y precisa, una tradición civil.
El derecho urbano, desde el punto de vista criminal, no es menos característico que desde el civil. En aquellas aglomeraciones de hombres de todas las procedencias que son las ciudades, en aquel medio donde abundan los desarraigados, los vagabundos y los aventureros, se hace indispensable una disciplina rigurosa para mantener la seguridad y, al mismo tiempo, para aterrorizar a los ladrones y bandidos que, en cualquier civilización, son atraídos hacia los centros comerciales. Ya en época carolingia las ciudades, en cuyo recinto buscaban protección las gentes más potentadas, gozaban una paz especial . Esta misma palabra paz es la que encontramos en el siglo xii designando el derecho penal de la ciudad.
Esta paz urbana es un derecho de excepción, más severo y más duro que el del campo. Es pródigo en castigos corporales : horca, decapitación, castración, amputación de miembros. Aplica en todo su rigor la ley del talión: ojo por ojo, diente por diente. Evidentemente se propone reprimir los delitos por el terror. Todos aquellos que franqueen las puertas de la ciudad, ya sean nobles, libres o burgueses, están igualmente sometidos a él. Por él la ciudad se halla, por decirlo de alguna manera, en estado de sitio permanente. Pero también tiene, en virtud de este derecho, un poderoso instrumento de unificación, porque se superpone a las jurisdicciones y a los señoríos que se reparten su suelo, impone a todos una reglamentación inexorable. Contribuyó a igualar la condición de todos los habitantes situados en el interior de las murallas de la ciudad más que la comunidad de intereses y de residencia. La burguesía es esencialmente el conjunto de los homines pacis, los hombres de la paz. La paz de la ciudad (pax villa) es al tiempo la ley de la ciudad (lex ville). Los emblemas que simbolizan la jurisdicción y la autonomía de la ciudad son ante todo emblemas de paz. Tales son, por ejemplo, las cruces o las escalinatas que se levantaron en los mercados, las atalayas (bergfríed) cuya torre se yergue en el seno de las ciudades de los Países Bajos y el norte de Francia y los Rolands tan numerosos en la Alemania septentrional.

Gracias a la paz con la que está dotada, la ciudad forma un territorio jurídico distinto. El principio de territorialidad del derecho se impone al de la personalidad. Los burgueses, al estar sometidos por igual al mismo derecho penal, acabarán participando tarde o temprano del mismo derecho civil. La costumbre urbana se circunscribe a los límites de la paz y la ciudad constituye, en el recinto de sus murallas, una comunidad de derecho.

La paz, por otra parte, contribuyó ampliamente a hacer de la ciudad una comuna. Efectivamente, está sancionada por un juramento, lo cual supone una conjuratio de toda la población urbana. Y el juramento prestado por los burgueses no se reduce a una simple promesa de obediencia a la autoridad municipal, entraña precisas obligaciones e impone el estricto deber de mantener y hacer respetar la paz. Todo juratus, es decir, todo burgués juramentado está obligado a socorrer al burgués que pide ayuda. De esta manera, la paz establece entre todos sus miembros una solidaridad permanente. De ahí procede el término hermanos por el que a veces son designados o el de amieitia que se emplea, por ejemplo, en Lille como sinónimo de pax. Y puesto que la paz afecta a toda la población urbana, ésta constituye de hecho una comuna. Los mismos títulos que llevan los magistrados municipales en muchos lugares, «wardours de la paix» en Verdún, «reward de Pamitié» en Lille y «jures de la paix» en Valenciennes, en Cambrai y en muchas otras ciudades, nos permiten comprobar en qué íntimas relaciones se encuentran la paz y la comuna.

Evidentemente, también contribuyeron otras causas al nacimiento de las comunas urbanas. La más poderosa es la necesidad que sentían los burgueses, desde tiempo inmemorial, de poseer un sistema de impuestos. ¿Cómo conseguir las sumas necesarias para los trabajos públicos más indispensables y ante todo para la construcción del muro de la ciudad? En todas partes la necesidad de edificar esta muralla protectora fue el punto de partida de las finanzas urbanas. En las ciudades de la región de Lieja el impuesto comunal llevó, hasta el fin del Antiguo Régimen, el peculiar nombre de «firmeza» (firmitas). En Angers, las cuentas municipales más antiguas son las de «clouaison, fortifica-tion et emparement» de la ciudad. En otros lugares, una parte de las multas está destinada ad opus castri, es decir, en provecho de la fortificación. Pero el impuesto, naturalmente, constituyó la parte esencial de los recursos públicos. Para obligar a pagarlo a los contribuyentes fue necesario recurrir a la violencia. Cada uno' está obligado a participar según sus medios en los gastos realizados en interés de la comunidad. El que se niegue a contribuir en tales gastos es expulsado de la ciudad. Esta es, por consiguiente, una asociación obligatoria, una persona moral. Según la expresión de Beaumanoir, forma una «compaignie, laquelle ne pot partir ne desseurer, angois convient qu'elle tiégne, voillent les parties ou non qui en le compaignie sont» , es decir, una compañía que no puede disolverse, pero que debe subsistir independientemente de la voluntad de sus miembros. Y esto significa que, al igual que constituye un territorio jurídico, forma una comuna.
Aún falta por examinar los órganos que ha previsto para satisfacer las necesidades que le imponía su naturaleza. En primer lugar, en tanto que territorio jurídico independiente, debe necesariamente tener su jurisdicción propia. El derecho urbano circunscrito a sus murallas, al oponerse al derecho regional, al derecho de fuera, necesita que un tribunal especial se encargue de su aplicación y que la comuna posea, gracias a él, la garantía de su situación privilegiada. Que la burguesía sólo puede ser juzgada por sus magistrados es una cláusula que no falta en casi ninguna constitución municipal. Estos magistrados necesariamente se recluían en su seno. Es indispensable que sean miembros de la comuna y que, en mayor o menor medida, ésta intervenga en su nombramiento. En unos sitios tiene el privilegio de proponerlos al señor, en otros se aplica un sistema de elección más liberal; en otros también se recurre a procedimientos más complicados: elecciones a diversos niveles, echar a suertes, etc., que tenían como objetivo evidentemente evitar la intriga y la corrupción. Por lo general, el presidente del tribunal (oidor, alcalde, baile, etc.) es un oficial del señor. Sin embargo, es la ciudad la que decide su elección. En cualquier caso posee una garantía en el juramento que debe prestar en el sentido de respetar y defender sus privilegios.

Desde comienzos del siglo xii, a veces incluso hacia finales del xi, muchas ciudades aparecen ya en posesión de su tribunal privilegiado. En Italia, en el sur de Francia y en numerosas partes de Alemania, sus miembros usan el título de cónsules. En los Países Bajos y en la Francia septentrional, se les conoce con el nombre de regidores; en otros lugares se les llama jurados. La jurisdicción que ejercen varía bastante considerablemente según el sitio. En todas partes la ejercen con restricciones; y puede ocurrir que el señor se reserve ciertos casos especiales. Pero estas diferencias locales importan poco. Lo esencial es que cada ciudad, precisamente por ser reconocida como un territorio jurídico, posee sus jueces particulares. Su competencia está fijada por el derecho urbano y circunscrita al territorio en el cual rige. A veces se observa que, en vez de un solo cuerpo de magistrados, existen varios dotados de atribuciones especiales. En muchas ciudades y especialmente en las episcopales, cuyas instituciones urbanas fueron el resultado de una insurrección, hay junto a los regidores, sobre los que conserva el señor una influencia más o menos grande, un cuerpo de jueces interesados en asuntos de paz y especialmente competentes para los problemas ajenos al estatuto comunal. Pero aquí es imposible entrar en detalles: basta con haber indicado la evolución general independientemente de sus innumerables modalidades.

La ciudad, en tanto que comuna, se administra por un consejo (Consilium, curia, etc.). Este consejo coincide frecuentemente con el tribunal y las mismas personas son a la vez jueces y administradores de la burguesía. También en otras muchas ocasiones posee su individualidad propia. Sus miembros reciben de la comuna la autoridad que detentan; son sus delegados, lo que no quiere decir que la comuna abdique en sus manos. Nombrados por un período muy corto, no pueden usurpar el poder que les ha sido confiado. Sólo mucho después, cuando se ha desarrollado la constitución urbana, cuando se ha complicado la administración, forman un verdadero colegio en el que la influencia del pueblo apenas cuenta. Al principio ocurrió de manera muy distinta; los jurados primitivos encargados de la vigilancia del bien público sólo eran mandatarios, semejantes a los select men de las ciudades americanas de nuestros días, simples ejecutores de la voluntad colectiva. La prueba de ello es que, en sus orígenes, le falta uno de los caracteres esenciales de todo cuerpo constituido, (me refiero a una autoridad central), un presidente. Los burgomaestres y los alcaldes comunales son, en efecto, de creación relativamente reciente; no podemos encontrarlos antes del siglo xiii. Pertenecen a una época en la que el espíritu de las instituciones tiende a modificarse y en la que se siente la necesidad de una mayor centralización y de un poder más independiente.

El consejo se encarga de la administración corriente en todos los dominios. Cuida de las finanzas, el comercio y la industria, decide y supervisa los trabajos públicos, organiza el aprovisionamiento de la ciudad, reglamenta el equipo y la buena conservación del ejército comunal, funda escuelas para los niños y paga el sostenimiento de los hospicios para pobres y viejos. Los estatutos que dicta constituyen una auténtica legislación municipal. No podemos encontrar, al norte de los Alpes, ninguno que sea anterior al siglo xiii. Pero basta estudiarlos atentamente para convencerse de que lo único que hacen es desarrollar y precisar un ordenamiento más antiguo.

Quizá no se manifieste en ningún campo mejor que en el administrativo el espíritu innovador y el sentido práctico de los burgueses. La obra que realizaron parece tanto más admirable cuanto que constituye una creación original. En el anterior estado de cosas no existía nada que les pudiera servir de modelo, puesto que todas las necesidades que hacía falta proveer eran necesidades nuevas. Compárese, por ejemplo, el sistema financiero de la época feudal con el que instituyeron las comunas urbanas. En el primero, el impuesto no es sino una prestación fiscal, un derecho fijo y perpetuo que ignora las posibilidades del contribuyente y que afecta únicamente al pueblo y cuyo producto se confunde con los recursos señoriales del príncipe o del señor que los percibe, sin que afecte directamente al interés público. El segundo, por el contrario, no conocía excepciones ni privilegios. Todos los burgueses que disfrutan igualmente las ventajas de la comuna están por lo mismo obligados a cubrir sus gastos. La cuota de cada uno está en proporción a su fortuna. En un principio generalmente se deduce de la renta. Numerosas ciudades permanecieron fieles a esta práctica hasta el fin de la Edad Media. Otras la reemplazaron por la sisa, es decir, por un impuesto indirecto que gravaba los objetos de consumo y especialmente los productos alimenticios, de manera que el rico y el pobre pagaban impuestos según sus gastos. Pero esta sisa urbana no tiene nada que ver con el antiguo telonio; ésta era tan flexible como rígido el otro, tan variable según las circunstancias y las necesidades públicas como el otro inmutable. Por lo demás, sea cual sea la forma que adquiera, el producto del impuesto es dedicado enteramente a cubrir las necesidades de la comuna. Desde fines del siglo xii, se instituye el control financiero y, desde esta época, se observan las primeras huellas de una contabilidad municipal.

El abastecimiento de la ciudad y la reglamentación del comercio y de la industria dan fe de manera más manifiesta todavía de la aptitud para resolver los problemas sociales y económicos que planteaban a la burguesía sus condiciones de vida. Tenían que atender a la subsistencia de una población considerable obligada a conseguir sus víveres en el exterior, proteger a los artesanos contra la competencia extranjera, organizar su aprovisionamiento de materias primas y asegurar la exportación de sus manufacturas. Lo consiguieron mediante una reglamentación tan maravillosamente adaptada a su objetivo que se la puede considerar como una obra maestra en su género. La economía urbana es digna de la arquitectura gótica, de la que es contemporánea. Creó todas las piezas y diría gustosamente que creó ex nihilo una legislación social más completa que la de cualquier otra época de la historia incluida la nuestra. Al suprimir los intermediarios entre el comprador y el vendedor, garantizó a los burgueses el beneficio de una vida barata, persiguió incansablemente el fraude, protegió al trabajador contra la competencia y la explotación, reglamentó su trabajo y su salario, cuidó de su higiene, se ocupó de su aprendizaje, impidió el trabajo de las mujeres y de los niños, al mismo tiempo que consiguió reservar para la ciudad el monopolio de alimentar con sus productos los campos de los alrededores y encontrar en zonas alejadas, salidas para su comercio .

Todo esto hubiera sido imposible si el espíritu cívico de la burguesía no hubiese estado a la altura de las tareas que se le habían encomendado. Efectivamente, es necesario remontarse hasta la Antigüedad para encontrar una devoción parecida por la cosa pública como de la que los burgueses hicieron gala. Unus subveniet alteri tamquam fratri suo, que uno ayude al otro como a un hermano, reza una carta municipal flamenca del siglo xii , y estas palabras fueron verdaderamente una realidad. A partir del siglo xii, los mercaderes destinan una parte considerable de sus beneficios en provecho de sus conciudadanos, fundan hospitales y compran los telonios. El afán de lucro se alía en ellos con el patriotismo local. Cada uno está orgulloso de su ciudad y se dedica espontáneamente a trabajar por su prosperidad. Porque en realidad cada existencia particular depende estrechamente de la existencia colectiva de la asociación municipal. La comuna de la Edad Media posee efectivamente las atribuciones que el Estado ejerce en la actualidad. Garantiza a cada uno de sus miembros la seguridad de su persona y de sus bienes que, fuera de ella, se encuentran en un mundo hostil, lleno de peligros y expuesto a todo tipo de azares. Solamente en ella encuentra abrigo y, consiguientemente, siente por ella una gratitud que bordea el amor. Está dispuesto a dedicarse a su defensa al igual que siempre está preparado a ornamentarla y hacerla más bella que la de sus vecinos. Las admirables catedrales que el siglo xiii vio levantarse no serían concebibles sin el alegre entusiasmo con el que los burgueses contribuyeron a su construcción. No son solamente las casas de Dios, también glorifican la ciudad de la que constituyen el más bello adorno y a la que sus majestuosas torres anuncian desde lejos. Fueron para las ciudades medievales lo mismo que los templos para las de la Antigüedad.
Al ardor del patriotismo local responde su exclusivismo. Por el mismo motivo que cada ciudad que llega al término de su desarrollo constituye una república o, si se prefiere, un señorío colectivo, no ve en las demás ciudades sino rivales o enemigos. No puede remontarse por encima de la esfera de sus intereses propios. Se concentra sobre sí misma y el sentimiento que transmite a sus vecinos recuerda bastante, en un círculo más estrecho, el nacionalismo de nuestros días. El espíritu cívico que le anima es singularmente egoísta. Se reserva celosamente las libertades que goza en el interior de sus muros. Los campesinos que la rodean no son considerados como compatriotas, únicamente sueña en explotarlos para su provecho. Vigila con todos los medios a su alcance para impedirles que se entreguen a la práctica de la industria cuyo monopolio se reservan; les impone el deber de abastecerla y les habría sometido a un protectorado tiránico si hubiese sido capaz. Por lo demás, lo hizo en todas las partes en que le fue posible, por ejemplo, en Toscana, donde Florencia sometió bajo su yugo a los campos vecinos.

Además, nos estamos refiriendo aquí a hechos que no se manifestarán en todas sus consecuencias sino a partir del comienzo del siglo xiii. Basta haber indicado rápidamente una tendencia que no hacía todavía sino manifestarse en el momento de sus orígenes. Lo único que pretendía nuestro esbozo era caracterizar la ciudad medieval después de haber descrito su formación. Una vez más, no hicimos más que trazar las líneas principales, y la fisonomía que esbozamos recuerda a esos perfiles obtenidos al fotografiar dos retratos superpuestos. Los contornos resultantes muestran un rostro común a los dos sin pertenecer exactamente a ninguno de ellos. 

Si se quisiese, al terminar este largo capítulo, resumir en una definición sus puntos esenciales, quizá fuera posible afirmar que la ciudad medieval, tal y como aparece a partir del siglo xii, es una comuna que, al abrigo de un recinto fortificado, vive del comercio y de la industria y disfruta de un derecho, de una administración y de una jurisprudencia excepcionales que la convierten en una personalidad colectiva privilegiada.