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Prof. Federico Cantó

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sábado, 22 de febrero de 2014

Las cites y los burgos. Henry Pirenne


 Las cites y los burgos

Henry Pirenne: Las ciudades de la Edad Media

¿Existieron cites en medio de una civilización esencialmente agrícola como fue la de Europa Occidental durante el siglo ix? La respuesta a esta pregunta depende del sen­tido que se le dé a la palabra cité. Si se llama de esta manera a una localidad cuya población, en lugar de vivir del tra­bajo de la tierra, se consagra al ejercicio del comercio y de la industria, habrá que contestar que no. Ocurrirá también otro tanto si se entiende por cité una comunidad dotada de personalidad jurídica y que goza de un derecho y unas instituciones propias. Por el contrario, si se considera la cité como un centro de administración y como una forta­leza, se aceptará sin inconvenientes que la época carolingia conoció, poco más o menos, tantas cites como habrían de conocer los siglos siguientes. Lo cual supone que las suso­dichas cites carecían de dos de los atributos fundamentales de las ciudades de la Edad Media y de los tiempos moder­nos, una población burguesa y una organización municipal.
Por primitiva que sea, toda sociedad sedentaria manifiesta la necesidad de proporcionar a sus miembros centros de reunión o, si se quiere, lugares de encuentro. La celebra­ción del culto, la existencia de mercados, las asambleas políticas y judiciales imponen necesariamente la designa­ción de emplazamientos destinados a recibir a los hombres que quieran o deban participar en los mismos.
Las necesidades militares se manifiestan aún con mayor fuerza en este sentido. En caso de invasión, hace falta que el pueblo disponga de refugios donde encontrará una pro­tección momentánea contra el enemigo. La guerra es tan antigua como la humanidad y la construcción de fortifica­ciones casi tan antigua como la guerra. Las primeras edifi­caciones construidas por el hombre parece que fueron re­cintos de protección. En la actualidad no hay apenas tribus bárbaras en las que no se encuentren y, por más al pasado que nos remontemos, el espectáculo no dejará de ser el mismo. Las acrópolis de los griegos, las oppida de los etruscos,. los latinos y los galos, las burgen de los germanos, las gorods de los eslavos no fueron en un principio, al igual que los krals de los negros de África del Sur, nada más que lugares de reunión, pero fundamentalmente refugios. Su planta y su construcción dependen naturalmente de la configuración del suelo y de los materiales empleados, pero el dispositivo general es en todas partes el mismo. Consiste en un espacio en forma cuadrada o circular, rodeado de defensas hechas con troncos de árboles, de tierra o de bloques de roca, protegido por un foso y flanqueado por puertas. En suma, un cercado. Y podremos notar inmediatamente que las palabras que en inglés moderno (town) o en ruso moderno (gorod) significan cité, primitivamente significaron cercado.
En épocas normales estos cercados permanecían vados. La población no se congregaba allí sino a propósito de ceremonias religiosas o civiles o cuando la guerra la obli­gaba a refugiarse en ellos con sus rebaños. Pero el progreso de la civilización transformó paulatinamente su animación intermitente en una animación continua. En sus límites se levantaron templos; primero los magistrados o los jefes del pueblo establecieron allí su residencia y posterior­mente comerciantes y artesanos. Lo que en un principio no había sido nada más que un centro ocasional de reunión se convirtió en una cité, centro administrativo, religioso, político y económico de todo el territorio de la tribu, cuyo nombre tomaba frecuentemente.
Esto explica cómo, en muchas sociedades y especial­mente en las de la antigüedad clásica, la vida política de las cites no se restringía al recinto de sus murallas. La cité, en efecto, había sido construida por la tribu y todos sus hom­bres, habitaran a un lado u otro de los muros, eran igual­mente ciudadanos. Ni Grecia ni Roma conocieron nada parecido a la burguesía estrictamente local y particularista de la Edad Media. La vida urbana se confundía allí con la vida nacional. El derecho de la cité era, como la propia religión de la cité, común a todo el pueblo del que era la capital y con el que constituía una sola y misma república.
El sistema municipal, por consiguiente, se identifica en la antigüedad con el sistema constitucional. Y cuando Roma hubo extendido su dominio por todo el mundo me­diterráneo, este sistema se convirtió en la base del aparato administrativo de su Imperio. Este sistema, en Europa Occidental, sobrevivió a las invasiones germánicas. Se pueden encontrar claramente sus huellas en la Galia, España, África e Italia bastante tiempo después del siglo v. Sin embargo, la decadencia de la organización social borró lentamente la mayor parte de estas huellas. No se pueden encontrar, en el siglo viii, ni los Decuriones, ni las Gesta municipalia, ni el Defensor civitatis. Al mismo tiempo, la presencia del Islam en el Mediterráneo, al hacer imposible el comercio que hasta entonces había mantenido aún cierta actividad en las cites, las condenó a una irremisible deca­dencia. Pero no las condena a muerte. Por disminuidas y débiles que estén, subsisten. Dentro de la sociedad agrícola de aquel tiempo, conservan, a pesar de todo, una impor­tancia primordial. Resulta indispensable darse cuenta del papel que jugaron si se quiere comprender el que les será asignado más tarde.
Ya se ha visto cómo la Iglesia había establecido sus cir­cunscripciones diocesanas sobre las cites romanas. Respe­tadas éstas por los bárbaros, continuaron manteniendo, después de su establecimiento en las provincias del Imperio, el sistema municipal sobre el que se habían fundado. La desaparición del comercio y el éxodo de los mercaderes no tuvieron ninguna influencia en la organización eclesiástica. Las cites donde habitaban los obispos fueron más pobres y menos pobladas, sin que por ello los obispos se vieran perjudicados. Por el contrario, cuanto más declinó la riqueza general, se fueron afirmando cada vez más su poder y su influencia. Rodeados de un prestigio tanto mayor cuanto que el Estado había desaparecido, colmados de do­naciones por los fieles, asociados por los carolingios al gobierno de la sociedad, consiguieron imponerse a la vez por su autoridad moral, su potencia económica y su acción política.
Cuando se hundió el Imperio de Carlomagno, su situa­ción, lejos de tambalearse, se afianzó aún más. Los prín­cipes feudales, que habían arruinado el poder real, no se inmiscuyeron en el de la Iglesia. Su origen divino la ponía al resguardo de sus pretensiones. Temían a los obispos que podían lanzar sobre ellos el arma terrible de la excomunión y les veneraban como los guardianes sobrenaturales del orden y la justicia. En medio de la anarquía de los siglos ix y x, el prestigio de la Iglesia permanecía, pues, intacto, mostrándose además digna de ello. Para combatir el azote de las guerras privadas que la realeza no era ya capaz de reprimir, los obispos organizaron en sus diócesis la insti­tución de la Paz de Dios2.
Esta preeminencia de los obispos conferirá naturalmente a sus residencias, es decir, a las antiguas cites romanas, una cierta importancia, salvándolas de la ruina, dado que en el sistema económico del siglo ix no tenían ninguna razón para existir. Al dejar de ser éstas los centros comer­ciales, no hay duda de que perdieron la mayor parte de su población. Con los mercaderes desapareció el carácter urbano que habían conservado aun en la época merovingia. Para la sociedad laica carecían de la menor utilidad. A su alrededor, los grandes dominios subsistían por sus propios recursos. Y no hay razón de ningún tipo para que el Estado, constituido también él sobre una base puramente agrícola, se fuera a interesar por su suerte. Resulta bastante significa­tivo constatar que los palacios (palatia) de los príncipes carolingios no se encuentren en las cites. Se sitúan sin excep­ción en el campo, en los dominios de la dinastía: en Herstal, en Jupüle, en el Valle del Mosa, en Ingelheim, en el del Rhin, en Attigny, en Quiercy, en el del Sena, etc. La fama de Aquisgrán no debe crearnos una falsa ilusión sobre el carácter de esta localidad. El esplendor que consiguió mo­mentáneamente con Carlomagno.no fue debido nada más que a su carácter de residencia favorita del emperador. Al final del reinado de Luis el Piadoso, vuelve a caer en la insignificancia, y no se convertirá en una cité sino cuatro siglos más tarde.
La administración no podía contribuir para nada a la supervivencia de las cites romanas. Los condados, que cons­tituían las provincias del Imperio franco, estaban tan des­provistos de una capital como lo estaba el propio Imperio. Los condes, a quienes estaba confiada su dirección, no estaban instalados en ellas de manera permanente. Reco­rrían constantemente su circunscripción a fin de presidir las asambleas judiciales, cobrar el impuesto y reclutar tro­pas. El centro de la administración no era su residencia, sino su persona. Importaba, por consiguiente, bastante poco el que tuvieran o no su domicilio en una cité. Elegidos entre los grandes propietarios de la región, habitaban, por lo demás, la mayor parte del tiempo en sus propias tierras. Sus castillos, al igual que los palacios de los emperadores, se encontraban habitualmente en el campo.
Por el contrario, el sedentarismo a que estaban obliga­dos los obispos por la disciplina eclesiástica, les vinculaba de manera permanente a la cité donde se encontraba la sede de su diócesis. Convertidas en inútiles para la adminis­tración civil, las cités no perdieron de ninguna manera su carácter de centros de la administración religiosa. Cada diócesis permaneció agrupada alrededor de las cites donde se hallaba su catedral. El cambio de sentido de la palabra civitas, a partir del siglo ix, evidencia claramente este hecho. Se convierte en sinónimo de obispado y de cité episcopal. Se dice civitas Parisienas para designar, al mismo tiempo, la diócesis de París y la propia cité de París, donde reside el obispo. Y bajo esta doble acepción se conserva el re­cuerdo del sistema municipal antiguo, adoptado por la Iglesia para sus propios fines.
En suma, lo que ocurrió en las cites carolingias empobre­cidas y despobladas recuerda de manera sorprendente lo que, en un escenario bastante más considerable, ocurrió en la propia Roma cuando, en el curso del siglo iv, la cité eterna dejó de Ser la capital del mundo. Al ser sustituida por Rávena y más tarde por Constantinopla, los emperado­res la entregaron al papa. Lo que ya no fue más para el gobierno del estado, lo siguió siendo para el gobierno de la Iglesia. La cité imperial se convirtió en cité pontificia. Su prestigio histórico realzó el del sucesor de San Pedro. Aislado, dio sensación de mayor grandeza y, al mismo tiempo, llegó a ser más poderoso. Sólo a él se le prestó atención y sólo a él, en ausencia de los antiguos jefes, se le obedeció. Al seguir habitando en Roma, ésta se hizo su Roma, como cada obispo hizo de la cité en la que vivía su cité.
Durante los últimos tiempos del Bajo Imperio, y aún más en la época merovingia, el poder de los obispos sobre la población de las cites no dejó de aumentar. Aprovecharon la desorganización creciente de la sociedad civil para acep­tar o para arrogarse una autoridad que los habitantes no pusieron en duda y que el estado no tenía ningún interés, y ningún medio, para prohibir. Los privilegios que el clero comienza a disfrutar desde el siglo iv, en materia de juris­dicción y de impuestos, favorecieron aún más su situación, que resultó, si cabe, más eminente por la concesión de los documentos de inmunidad que los reyes francos prodigaron en su favor. En efecto, por ellos los obispos se vieron exi­midos de la intervención de los condes en los dominios de sus iglesias. Se encontraron investidos desde entonces, es decir, desde fines del siglo vii, de una auténtica autoridad sobre sus hombres y sobre sus tierras. A la jurisdicción
eclesiástica que ejercían ya sobre el clero, se sumó, pues, una jurisdicción laica, que confiaron a un tribunal constituido por ellos mismos y cuya sede fue fijada naturalmente en la cité donde tenía su residencia.
Cuando la desaparición del comercio, en el siglo ix, borró los últimos vestigios de la vida urbana y acabó con lo que quedaba aún de población municipal, la influencia de los obispos, ya de por sí bastante amplia, no tuvo rival. Desde entonces tuvieron completamente sometidas a las cites. Y, en efecto, no se volvieron a encontrar en ellas nada más que habitantes que dependían más o menos directamente de la Iglesia.


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A pesar de carecer de datos muy precisos, sin embargo, es posible suponer la naturaleza de su población. Se com­ponía del clero de la Iglesia Catedral y de otras iglesias agrupadas en torno a ella, de los monjes de los monasterios que vinieron a establecerse, algunas veces en número con­siderable, en la sede de la diócesis, de maestros y estudian­tes de las escuelas eclesiásticas, de servidores y, por último, de artesanos libres o no, que eran indispensables en fun­ción de las necesidades del culto y de la existencia cotidiana del clero.
Casi siempre encontramos que tenía lugar semanalmente en la cité un mercado al que los campesinos de los alrede­dores traían sus productos; a veces incluso se realizaba una feria anual (annaiis mercatus). En sus puertas se co­braba el telonio sobre todo lo que entraba o salía. En el interior de sus muros funcionaba un taller de moneda. Allí también se encontraban unas torres habitadas por los vasallos del obispo, por su procurador o por su alcaide. A todo esto hay que añadir finalmente los graneros y los almacenes, en donde se acumulaban las cosechas de los dominios episcopales y monacales, que eran transportadas, en épocas determinadas, por arrendatarios del exterior. En las fiestas señaladas del año los fieles de la diócesis afluían a la cité y la animaban, durante algunos días, con un bullicio y un movimiento inusitados4.
Todo este microcosmos reconocía por igual en el obispo a su jefe espiritual y a su jefe temporal. La autoridad religiosa y secular se unían, o mejor dicho, se confundían en su persona. Ayudado por un consejo constituido por sacer­dotes y canónigos, administraba la cité y la diócesis con­forme a los preceptos de la moral cristiana. Su tribunal eclesiástico, presidido por el arcediano, había ampliado considerablemente su competencia, gracias a la impotencia y más aún al favor del Estado. No solamente los clérigos dependían de él para cualquier materia, sino también mu­chos asuntos concernientes a los laicos: asuntos de matri­monio, testamentos, estado civil, etc. Las atribuciones de su corte laica, de las que se encargaban el alcaide o el pro­curador, gozaban de análoga extensión. A partir del reinado de Luis el Piadoso, no cesaron de conseguir privilegios, lo que se explica y se justifica por el desorden cada vez más flagrante de la administración pública. No solamente le estaban sometidos aquellos hombres que gozaban de inmu­nidad, sino que es bastante probable que, al menos en el recinto urbano, todo el mundo estaba dentro de su juris­dicción y que sustituía de hecho a la que en teoría poseía aún el conde sobre los hombres libres5. Además, el obispo ejercía un vago derecho del control, mediante el cual admi­nistraba el mercado, regulaba la percepción del telonio, vigilaba la acuñación de monedas y se encargaba de la conservación de las puertas, de los puentes y de las murallas. En resumen, no había dominio en la administración de la cité en el que, por derecho o por autoridad, no interviniese como guardián del orden, de la paz o del bien común. Un régimen teocrático había reemplazado completamente al régimen municipal de la antigüedad. La población estaba gobernada por su obispo y no reivindicaba nada, puesto que no poseía la menor participación en tal gobierno. A veces ocurría que estallaba una revuelta en la cité. Algunos obispos fueron asaltados en sus palacios en ciertas ocasio­nes e incluso obligados a huir. Pero es imposible percibir en estos levantamientos la mínima huella de espíritu muni­cipal, más bien se explica por intrigas o rivalidades perso­nales. Sería un absoluto error considerarlos como los pre­cursores del movimiento comunal del siglo xi y del xii. Por si fuera poco, se produjeron muy escasamente. Todo indica que la administración episcopal fue, en general, beneficiosa y popular.
Ya hemos dicho que esta administración no se reducía al interior de la cité, sino que se extendía a todo el obis­pado. La cité era su sede, pero la diócesis era su objeto. La población urbana en manera alguna gozaba de una situación de privilegio. El régimen bajo el cual vivía era el de derecho común. Los caballeros, los siervos y los hombres libres que allí vivían no se distinguían de sus congéneres del exterior nada más que por su aglomeración en un mismo lugar. Aún no se puede apreciar ningún ante­cedente del derecho especial y de la autonomía que iban a gozar los burgueses de la Edad Media. La palabra civis, mediante la cual los textos de la época designan al habitante de la cité, no es sino una mera denominación topográfica y carece de significación jurídica6.
Las cites, al mismo tiempo que residencias episcopales, eran también fortalezas. Durante los últimos tiempos del Imperio Romano fue necesario rodearlas de murallas para ponerlas al abrigo de los bárbaros. Estas murallas subsis­tían aún en casi todas partes y los obispos se ocuparon de mantenerlas o restaurarlas con tanto más celo cuanto que las incursiones de los sarracenos y de los normandos demostraron, durante el siglo ix, cada vez de manera más agobiante, la necesidad de protección. El viejo recinto romano continuó, pues, protegiendo a las cites contra los nuevos peligros.
Su planta permanece con Carlomagno tal y como había sido con Constantino. Por lo general, se disponía en forma de un rectángulo, rodeado de murallas flanqueadas por torres, y se comunicaba con el exterior por puertas, habitualmente cuatro. El espacio cercado de esta manera era muy restringido: la longitud de sus lados raramente sobre­pasaba los 400 ó 500 metros7. Además, era necesario bas­tante tiempo para que fuese totalmente construida; se podían encontrar, entre las casas, campos cultivados y jardines. En lo que se refiere a los arrabales (suburbio) que, en época merovingia, todavía se extendían fuera de las murallas, desaparecieron8. Gracias a sus defensas, las cites pudieron casi siempre resistir victoriosamente los asaltos de los invasores del norte y del sur. Bastará recordar aquí el famoso sitio de París llevado a cabo, en el 885, por los normandos.
Naturalmente, las cites episcopales servían de refugio a las poblaciones de sus alrededores. Allí venían los monjes, incluso de zonas muy alejadas, para buscar asilo contra los normandos, como lo hicieron, por ejemplo, en Beauvais, los de Saint-Vaast en el 887 y en Laon, los de Saint-Quentin y los de Saint-Bavon de Gante, en el 881 y en el 8829.
En medio de la inseguridad y de los desórdenes que impregnan de un carácter tan lúgubre la segunda mitad del siglo ix, les tocó, pues, a las cites cumplir una auténtica misión protectora. Fueron, en la mejor acepción del tér­mino, la salvaguarda de una sociedad invadida, saqueada y atemorizada. Por lo demás, muy pronto no fueron las únicas en jugar este papel.
Se sabe que la anarquía del siglo ix precipitó la descom­posición inevitable del Estado franco. Los condes, que eran al tiempo los mayores propietarios de su región, aprove­charon las circunstancias para arrogarse una autonomía completa y hacer de sus funciones una propiedad heredi­taria, para reunir en sus manos, además del poder privado que poseían en sus propios dominios, el poder público que les había sido delegado y amontonar finalmente bajo su mandato, en un solo principado, los condados de los que lograban apropiarse. El Imperio carolingio se frag­mentó de esta manera, desde mediados del siglo ix, en gran cantidad de territorios sometidos a otras tantas dinastías locales y vinculados a la corona únicamente por el frágil lazo del homenaje feudal. El Estado estaba demasiado débilmente constituido para poder oponerse a esta frag­mentación, que tuvo lugar indudablemente mediante la violencia y la perfidia. Pero, desde cualquier aspecto, resultó favorable a la sociedad. Al hacerse con el poder, los prín­cipes asumieron rápidamente las obligaciones que éste impone, y fue su principal preocupación la de defender y proteger las tierras y los hombres que habían pasado a ser sus tierras y sus hombres. No se inhibieron de una tarea que la sola preocupación por su provecho personal hu­biera bastado para imponérsela. A medida que su poder aumentaba y se afianzaba, se les puede ver cada vez más preocupados por dar a sus principados una organización capaz de garantizar el orden y la paz pública10.
La primera necesidad a la que había que enfrentarse era la de la defensa, tanto contra los sarracenos o los normandos como contra los príncipes vecinos. Así podemos ver, a partir del siglo ix, cómo cada territorio se cubre de forta­lezas11. Los textos coetáneos les dan los nombres más diversos: castellum, castrum, oppidum, urbs, municipium; la más corriente y, en todo caso, la más técnica de todas estas denominaciones es la de burgus, palabra tomada de los ger­manos por el latín del Bajo Imperio y que se conserva en todas las lenguas modernas (burgo, burg, borough, bourg, borgo).
De estos burgos de la Alta Edad Media no queda ningún vestigio en nuestros días. Felizmente las fuentes nos per­miten hacernos una imagen bastante precisa: eran recintos amurallados que, en un principio, podían ser simplemente empalizadas de madera12, de un perímetro poco extenso, habitualmente de forma redondeada y rodeada por un foso. En el centro se encontraba una poderosa torre, un torreón, reducto supremo de la defensa en caso de ataque.
Una guarnición de caballeros (milites castrenses) tenía allí residencia fija. Ocurría con frecuencia que grupos de guerreros, escogidos entre los habitantes de los alrededo­res, vinieran alternativamente a reforzarlo. La totalidad dependía de las órdenes del alcaide (castellanus). En cada burgo de su territorio, el príncipe poseía una habitación (domus) donde residía con su comitiva en el curso de los continuos desplazamientos a los que estaba obligado por la guerra o por la administración. Muy a menudo una capilla o una iglesia, flanqueada por las construcciones acce­sorias para el alojamiento del clero, elevaba su campanario por encima de las almenas de las murallas. Además, en algunas ocasiones, se podía hallar a su lado un local des­tinado a las asambleas judiciales, cuyos miembros, en de­terminadas fechas, venían desde el exterior a tomar parte en las asambleas de la ciudad. Lo que, por último, nunca faltaba era un granero y bodegas donde se conservaba, para hacer frente a las necesidades de un sitio para proveer la alimentación del príncipe durante sus estancias, el producto de los dominios que éste poseía en los alrede­dores. Las aportaciones en especie de los campesinos de la región aseguraban, por su parte, la subsistencia de la guarnición. La conservación de las murallas incumbía a estos mismos campesinos que eran obligados a trabajar en ellas gratuitamente13.

Si de un país a otro el espectáculo que se está descri­biendo naturalmente variaba en los detalles, los trazos esenciales son en cualquier parte los mismos. La analogía es sorprendente entre los bourgs de Flandes y los boroughs de la Inglaterra anglosajona14. Y esta analogía demuestra indudablemente que unas mismas necesidades supusieron, en todas partes, medidas parecidas.
Tal y como se nos aparecen, los burgos son, antes que nada, establecimientos militares. Pero a su carácter pri­mitivo se le añadió en seguida el de centros administrativos. El alcaide deja de ser únicamente el comandante de los caballeros de la guarnición castrense. El príncipe le otorga la autoridad financiera y judicial en una zona, más o menos extensa, alrededor de las murallas del burgo y que, desde el siglo x, se conoce con el nombre de alcaldía. La alcaldía depende del burgo como el obispado depende de la cité. En caso de guerra, sus habitantes encuentran allí un re­fugio; en tiempo de paz, van allí para asistir a las reuniones judiciales o para cumplir los trabajos a los que están obli­gados15. Por lo demás, el burgo no presenta el menor ca­rácter urbano. Su población no se compone, aparte de los caballeros y de los clérigos que constituyen el núcleo esencial, sino de hombres empleados a su servicio y cuyo número es ciertamente muy poco considerable. Es ésta una población de fortaleza y no una población de cité. Ni el comercio, ni la industria son posibles, ni siquiera concebibles en tal lugar. No produce nada por sí mismo, vive de las rentas del suelo de los alrededores y no juega otro papel económico que no sea el de un simple consumidor.
Al lado de los burgos construidos por los príncipes, hay que mencionar también los recintos fortificados que la mayoría de los grandes monasterios hicieron construir, en el curso del siglo ix, para protegerse contra los bárbaros. Mediante ellos, se transformaron a su vez en burgos o en castillos. Estas fortalezas eclesiásticas presentan, por lo demás, desde cualquier aspecto, el mismo carácter que las fortalezas laicas. Como éstas, fueron lugares de refugio y de defensa16.
Se puede, pues, concluir, sin temor a equivocarse, que el período que comienza con la época carolingia no cono­ció ciudades en el sentido social, económico y jurídico de este término. Las cites y los burgos no fueron sino plazas fuertes y centros administrativos. Sus habitantes no poseían derechos especiales ni instituciones propias y su género de vida no les diferenciaba en nada del resto de la sociedad.
Completamente ajenos a la actividad comercial e indus­trial, respondían totalmente a la civilización agrícola de su tiempo. Su población, es por lo demás, de escasísima impor­tancia. No es posible, a falta de datos, evaluarla con preci­sión. Todo indica, sin embargo, que la de los burgos más importantes consistía en algunos cientos de hombres y que las cites no han contado jamás con más de 2.000 ó 3.000 ha­bitantes.
No obstante, las cites y los burgos han jugado en la historia de las ciudades un papel esencial; han sido, por así decirlo, sus puntos de referencia. Alrededor de sus mu­rallas habrían de formarse éstas, cuando se produzca el renacimiento económico, cuyos primeros síntomas se pue­den localizar en el curso del siglo x.