EL ESTADO Y LOS EMPRESARIOS
Hasta 1946 la Unión Industrial Argentina
(UIA) era la más importante organización de empresarios. Su dirección representaba
los intereses de las grandes empresas nacionales y extranjeras. La política de este
organismo, finalizada la Segunda Guerra Mundial, se orientó a fomentar la exportación
de manufacturas.
Con la llegada del peronismo al gobierno,
el sector empresarial más beneficiado fue el de los pequeños y medianos empresarios,
en su mayoría ligados a la producción destinada al mercado interno. Para debilitar
a la UIA, Perón le quitó la personería jurídica en julio de 1946. El respaldo de
los pequeños y medianos empresarios hacia el gobierno se afianzó cuando éstos crearon
la Confederación General Económica (CGE), a la que luego se sumarían también grupos
de grandes empresarios. Esta entidad fue la única reconocida por el gobierno como
representación de los empresarios.
Los terratenientes, por su parte, fueron
desde un principio férreos opositores del peronismo. Habían sido desplazados del
poder político y despojados de una parte de los beneficios que obtenían del comercio
de exportación —a través del IAPI, el Estado transfería una parte de los ingresos
del sector agrario al industrial—. A esto se sumó el alza de los salarios de los
trabajadores rurales, lo que implicaba la elevación de los costos y, por lo tanto,
una reducción de sus ganancias. La promulgación del Estatuto del Peón significó
para los terratenientes una alteración de las tradicionales relaciones paternalistas
en el campo.
Este conjunto de medidas provocó la resistencia
de las organizaciones representativas del sector, como la Sociedad Rural Argentina
(SRA) y Confederaciones Rurales de Buenos Aires y La Pampa (CARBAP).
LOS SINDICATOS Y EL PERONISMO
Luego de las elecciones de 1946 y la disolución
del Partido Laborista, las relaciones entre Perón y los sindicatos se volvieron
crecientemente asimétricas. Los sindicatos vivieron entonces un proceso de subordinación
al Estado que, sin embargo, nunca fue total ni generalizado. Durante los primeros
años del gobierno peronista, los sindicatos tuvieron la suficiente fuerza y autonomía
para imponer los convenios colectivos más favorables a los trabajadores de toda
su historia y encabezar conflictos de forma exitosa. Después de 1950, la cantidad
de huelgas disminuyó, en parte porque las demandas obreras ya habían sido satisfechas
y en parte porque el Estado comenzó a presionar a las direcciones sindicales para
que evitaran los enfrentamientos con los patrones. Si bien las huelgas disminuyeron
en los últimos años del peronismo, tuvieron lugar algunos conflictos que no contaron
con el visto bueno del gobierno, como el ferroviario de 1951 y el metalúrgico de
1954.
A pesar de la subordinación al Estado, éste
le otorgó un arma formidable para su consolidación como clase social. La Ley de
Asociaciones Profesionales determinó la existencia de un solo sindicato por rama
de actividad. Este sindicato único contaba así con un fuerte poder de negociación
ante los empresarios. Además, permitía la presencia gremial en las plantas fabriles,
a través de las comisiones internas, cuya organización y funcionamiento le cupo
a los sindicatos y no al Estado.
Este fenómeno no dejaba de irritar a los
empresarios, quienes se quejaban amargamente de que los trabajadores “tocaban un
silbato y paralizaban la fábrica”. El crecimiento de las organizaciones sindicales
en aquellos años fue tan notable como inédito. En 1950, el número de gremios se
había triplicado respecto de 1941, mientras que la cantidad de afiliados creció
de aproximadamente medio millón en 1945 a cinco millones en 1950. La afiliación
sindical era promovida desde el Estado.
Si bien el sindicalismo se había peronizado,
nunca se convirtió en una mera parte del Estado. La prueba más palpable fue el mantenimiento
de las estructuras sindicales una vez caído el gobierno. Tras la asunción de Perón,
se produjo la lenta y silenciosa disolución de la mayor parte de los gremios antiperonistas.
Sin embargo, algunos sindicatos opositores como La Fraternidad o la Federación Gráfica
Bonaerense (FGB) lograron sobrevivir.
Desde 1946 se generalizaron al conjunto
de la masa trabajadora las medidas particulares tomadas en el período 1943-1946.
Los salarios reales, que habían crecido notablemente entre 1943 y 1945 (10% más
altos), se incrementaron a partir de la firma de convenios colectivos de trabajo
en todas las ramas.
Se ampliaron, además, las políticas de bienestar
en las que los sindicatos tuvieron un papel clave: vacaciones pagas, turismo social,
licencias por enfermedad. En cuanto a los planes de salud, además de la cobertura
sindical, se llevó adelante bajo la dirección del ministro Ramón Carrillo una política
de construcción de establecimientos asistenciales en escala inusitada.
Fue creado el Instituto Nacional de Previsión
Social. La difusión de las cajas jubilatorias (que hasta entonces sólo habían tenido
los sindicatos más fuertes) permitió que todos los trabajadores, incluso los peones
de campo, accedieran a los beneficios previsionales. En 1949 estas cajas contaban
con aproximadamente tres millones y medio de afiliados. El aumento de los salarios
reales y la consecuente mejora social permitieron un acceso mayor a las universidades:
se suprimieron los aranceles y el número de alumnos creció considerablemente. Otras
medidas se combinaban para elevar el nivel de vida: congelamiento de alquileres,
control de precios máximos, leyes de salarios mínimos, planes de vivienda, etcétera.
Tanto por los éxitos gremiales como por
las medidas intervencionistas del Estado que frenaban los precios de consumo masivo,
se produjo en esta época la mayor tasa de aumento de salarios reales de la historia
argentina hasta ese momento. Ello implicó, en relación con el nivel de vida alcanzado
por los asalariados, la más profunda fractura respecto del pasado.
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