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Este blog es un espacio diseñado para los alumnos del nivel medio. Aquí encontrarán programas, contenidos y actividades de la asignatura Historia y Geografía. También podrán acceder a distintos recursos, diarios, películas, videos, textos, música y otros que contextualizan los temas desarrollados en clase.

Prof. Federico Cantó

martes, 4 de febrero de 2014

CARTA A CISNEROS DESDE MONTEVIDEO INFORMANDO LA CAÍDA DE LA JUNTA CENTRAL

Ver: DOCUMENTOS: ANTECEDENTES DE LA REVOLUCIÓN DE MAYO.

[ Joaquín De Soria al Virrey Cisneros, remite las noticias de la Fragata "Juan París" ]
[Montevideo, 14 Mayo 1810]

Las noticias sobre la caída de la Junta Central de Sevilla llegaron de manera reservada a Buenos Aires desde Montevideo mediante una carta enviada por Joaquin de Soria, gobernador militar interino, a Don Baltasar Hidalgo de Cisneros, Virrey del Río de la Plata.

Excelentísimo Señor Don Baltasar Hidalgo de Cisneros:

Por el patrón Juan, de una de las lanchas de este río, que esta tarde de este día da la vela para esas balizas, anticipo a Vuestra Excelencia las adjuntas noticias de España, dadas por el capitán de la fragata Hamburguesa nombrada " Juan Paris" que ayer noche entró en este puerto, según ya avisé a Vuestra Excelencia por extraordinario; cuyas noticias son tomadas a dicho capitán por el de este puerto...

Dios guarde a V.E. muchos años. Montevideo, 14 mayo de 1810.
Joquín de Soria

(La declaración firmada por el capitán de la fragata dice)... que salió de Gibraltar a 22 de marzo del presente año... que sabe que han entrado refuerzos de tropas francesas en España, pero que ignora su número.

Preguntado si sabe que provincias de España ocupan actualmente los franceses, dijo: que Madrid, Málaga, Sevilla...

Preguntado si sabe que se ha hecho de la Junta Central, dijo: que antes que los franceses entrasen en Sevilla se había transferido a la Isla de León, y que en el día está establecida la regencia, e ignora quienes son sus vocales.

FuenteGraciela Meroni, La historia en mis documentos, Tomo 2, Buenos Aires, Editorial Huemul, 1984, pág. 6.

lunes, 3 de febrero de 2014

LAS JUNTAS DE CHUQUISACA Y LA PAZ - 1809

Sucesos del 25 de mayo de 1809 en el Alto Perú

En Chuquisaca, ciudad del Alto Perú, donde funcionaba la Audiencia de Charcas, y la Universidad, se produjo un levantamiento contra la autoridad del Presidente, Ramón García Pizarro. El Presidente Pizarro había elevado a la Universidad de San Francisco Xavier de Chuquisaca los pliegos traídos por Goyeneche con las propuestas de la Infanta Carlota y su intención de asumir la regencia en América del Sur mientras su hermano, Fernando VII estuviera prisionero de Napoleón. La Universidad rechazó la propuesta pero comenzaron a circular rumores diciendo que Liniers y el Presidente Pizarro deseaban imponer la regencia de Carlota y entregar el Alto Perú a la Corte de Brasil.

Por la ciudad circulaban panfletos subversivos, en especial el redactado por Bernardo Monteagudo, Diálogo entre Atahualpa y Fernando VII en los Campos Elíseos, que abogaba a favor de la libertad y la independencia. El 24 de mayo el Presidente arrestó a Jaime Zudañez, que era defensor de naturales y abogado de la Audiencia. El motín comenzó por la noche con el pueblo reclamando la libertad de Zudañez y se transformó en revuelta el 25 de mayo de 1809 con una insurrección en Chuquisaca. La Audiencia se reveló contra el Presidente Pizarro y lo depuso. Constituyó una junta con el nombre de Audiencia Gobernadora, nombrando como Comandante General de Armas a Juan Antonio Álvarez de Arenales.La Audiencia envió comunicaciones informando acerca de estos acontecimientos a Liniers en Buenos Aires y a la ciudad de La Paz.
La noticia se conoció en Buenos Aires el 17 de junio. Felipe Contucci, que seguía en comunicación con la princesa Carlota, le comunicó la novedad del siguiente modo:

Ayer a las diez de la noche ha llegado un posta de la ciudad de Charcas con la noticia de haberse puesto preso al presidente de la Audiencia, Teniente General de los reales ejércitos, y haber tenido que huir el reverendo arzobispo con otros magistrados y eclesiásticos de la primera jerarquía de resultas de conmoción hecha por varios ministros de la Audiencia y otros del pueblo.[17]

Liniers, estaba al tanto de que pronto llegaría Cisneros para relevarlo de su cargo de virrey, no hizo nada para apaciguar este alzamiento, en espera que su sucesor tomara las medidas del caso.
Los agentes enviados por Chuquisaca comunicaron la rebelión a los patriotas de La Paz y el 16 de julio estalló también una revuelta en esa ciudad. Un Cabildo Abierto destituyó a las autoridades y separó de sus cargos al gobernador intendente, Tadeo Dávila y al obispo Remigio de la Santa y Ortega. Se nombró a una junta denominada Junta Tuitiva de los derechos de Fernando VII cuyo presidente fue Pedro Domingo Murillo. La junta estaba conformada sólo por americanos.[18]

Esta es la proclama que se emitió en esos días y que transcribe un testigo:

Hasta aquí hemos tolerado una especie de destierro en el seno mismo de nuestra patria: hemos visto con indiferencia por más de tres siglos, sometida nuestra primitiva libertad, al despotismo y tiranía de un usurpador injusto, que degradándonos de la especie humana, nos ha reputado por salvajes y mirado como esclavos: hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez que se nos atribuye por el inculto español, sufriendo con tranquilidad que el mérito de los americanos haya sido siempre un presagio cierto de su humillación y ruina. Ya es tiempo, pues, de sacudir yugo tan funesto a nuestra felicidad, como favorable al orgullo nacional del español. Ya es tiempo de  organizar un sistema nuevo de gobierno, fundado en los intereses de nuestra patria, altamente deprimida por la bastarda política de Madrid. Ya es tiempo, en fin, de levantar el estandarte de la libertad en estas desgraciadas colonias, adquiridas sin el menor título, y conservadas con la mayor injusticia y tiranía.[19]

La junta de La Paz fue la primera instalada en América Española compuesta por nacidos en territorio americano, a diferencia de las de Chuquisaca y de Montevideo donde sus miembros eran europeos. Esta proclama nos revela el carácter de la Junta que ya en el año 1809, antes que en Buenos Aires, declaraba una forma de independencia al decir: “levantar el estandarte de la libertad”, y proponía un “sistema nuevo de gobierno”. Veremos cómo los miembros de esas primeras juntas recibieron tratamientos diferentes. En efecto, poco tiempo después, estos levantamientos fueron sofocados, pero, mientras que los miembros de las juntas de Montevideo y Chuquisaca, —compuesta por españoles europeos—, fueron respetados y sobreseídos de sus acciones los primeros y condenados a penas menores los segundos, los miembros de la junta instalada en La Paz, que eran americanos, fueron reprimidos violentamente y sus cabecillas, ajusticiados.

sábado, 1 de febrero de 2014

LA POLIS

Ver: La formación de las Polis.

LA POLIS

En el libro Historia de los Griegos de Indro Montanelli

Los acontecimientos que —tratando de desentrañar la historia de la leyenda, que en los cronistas griegos se confunden— hasta aquí hemos narrado, pertenecen a la Edad Media helénica, que se cierra con la invasión doria y con el caos que siguió. Trataremos ahora, antes de levantar el telón sobre la historia propiamente dicha, que comienza en el siglo VII antes de Jesucristo, de fijar sus características principales. Porque, además, en ellas reside la explicación de los acontecimientos sucesivos.

Como hemos dicho, el rasgo fundamental y permanente de los griegos fue el particularismo, que halló su expresión en las polis, es decir, en las «ciudades-estado», que no lograron jamás fusionarse en una nación. Lo que sobre todo lo impidió fue, más que la diversidad racial de los varios pueblos que se sobrepusieron unos a otros, su escasa permeabilidad.

Me explicaré. Todas las nacionalidades son compuestas. El último en creer que las hay puras, y en fundar encima una doctrina y, lo que es peor, una política, fue Hitler. Y acabó como ha acabado. De hecho, la misma Alemania es una mezcolanza de germano y de eslavo, como una mezcolanza de céltico, de normando y de sajón es Inglaterra, como de céltico, de germánico y de latino es Francia, por no hablar de Italia, donde hay de todo cabalmente. Quiero decir que en el mundo entero las invasiones que toda nación ha sufrido tarde o temprano, no han impedido la formación, a plazo más o menos largo, de un pueblo, que es precisamente el resultado de una fusión de sus distintos ingredientes étnicos.

Esto no ocurrió en Grecia por culpa de los dorios, que al invadir el país, no digo que destrozaron su unidad puesto que no existía, pero sí impidieron que se formase, permaneciendo apartados, con el sentimiento de una superioridad racial frente a los indigenas con los cuales no quisieron mezclarse. No se sabe exactamente cómo anduvieron las cosas. Pero yo creo que Heródoto, que fue el primero en tratar de ponerlo en claro, tiene sustancialmente razón cuando dice que los dorios se impusieron, reduciéndoles a la esclavitud a los aqueos, los cuales a su vez se habían impuesto, reduciéndoles a esclavitud, a los pelasgos, que por lo tanto, eran los verdaderos autóctonos de Grecia. Ésta resultó así compuesta por tres estados étnicos, o al menos por dos, pues cuando los dorios llegaron, en 1100, los aqueos, que les habían precedido en un par de siglos, se habían mezclado bastante con los pelasgos, o se estaban mezclando con ellos y precisamente por esto los dorios les despreciaban llamándoles «bastardos» como llamaban los alemanes nazis a los austríacos.

No es por nada que los atenienses decían ser uno de los dos pueblos griegos que quedaron de raza pura, o sea no contaminada por los dorios. El otro era Arcadia, el más inaccesible reducto alpino del Peloponeso, donde efectivamente es probable que los nuevos conquistadores no lograran jamás instalarse. Evidentemente, el racismo dorio provocó, por reacción, otro aqueo-pelasgo, que se llamó jónico, predominó en el Ática y en las islas de la Jonia, y que impelía a los atenienses a proclamarse «generados por la tierra», y a los árcades a sostener que sus padres se habían instalado en Arcadia antes de que en el cielo naciese la luna, a fin de tener un pretexto para tratar a los dorios como intrusos.

En este punto se impone una pregunta. Aquellos griegos litigantes, que no lograron jamás formar políticamente una nación, o sea una comunidad, tuvieron, sin embargo, algo común y nacional: la lengua. Y visto que ésta no pudo nacer de una fusión que no se produjo, ¿cuál de los tres elementos la elaboró y la impuso a los otros? En suma, de las tres razas que poblaban Grecia, ¿cuál era la que hablaba griego? Heródoto, gran buscador de curiosidades, cuenta haber hallado en sus exploraciones por todos los rincones del país, muchas poblaciones y tribus donde se hablaba una lengua incomprensible para él. 

Seguramente era la pelasga, que subsistió en algunas «bolsas » del interior hurtadas a la soberanía de los conquistadores aqueos primero, y después a la de los dorios. No se sabe qué lengua pudiera ser, como no se sabe de qué raza eran los pelasgos; pero seguramente era de origen meridional. Se deduce por la palabra que, extinguiéndose poco a poco, dejó a la lengua griega propiamente dicha; thálassa, por ejemplo, que quiere decir «mar». Jenofonte, cuenta que durante la famosa «Anabasis» de los diez mil guerreros griegos de Asia Menor, éstos no hacían más que preguntar a los indígenas que encontraban por la calle: «¿Thálassa...? ¿Thálassa...?» Y los indígenas comprendían, pues precisamente era una palabra de su lengua. Hay muchas más: en general todas las pertenecientes a cosas y hechos del mar. Lo que nos confirma que aqueos y dorios no entendían de mar, acaso porque no lo habían visto antes de llegar a Grecia, y, por lo tanto, no tenían siquiera un vocablo para denominarlo. Por esto adoptaron el de los pelas-gos, que con el mar tenían, en cambio, gran confianza, como sugiere su nombre.

Por consiguiente, no puede haber duda: el griego fue una lengua importada, y no tiene mucho sentido discutir si la importaron los aqueos o los dorios. Por el simple motivo que, salvo diferencias dialectales, la hablaban unos y otros, por cuanto unos y otros procedían del mismo tronco indoeuropeo, como los latinos, los celtas y los teutones.
Pero vayamos adelante. El hecho de que los dorios practicasen el racismo, suscitando otro no menos insensato en sus coinquilinos de Grecia, no basta para explicar la segmentación de ésta. Porque ellos no dominaban, en suma, más que el Peloponeso, donde siempre constituyeron una minoría, e igualmente en la misma Esparta, que era su castillo roquero. En las otras regiones, donde dominaba el cruce aqueo-pelasgo, o sea el jónico, algún Estado que fuese algo más que una ciudad con su suburbio podía formarse hasta para mejor resistir a la amenaza doria, y en cambio no se formó. ¿Por qué?

Hay que poner en guardia al lector ante la tentación de interpretar ciertos fenómenos de la Antigüedad según su experiencia moderna. Los antiguos historiadores reclutados por el servicio de propaganda de los dorios seguramente se equivocaban al imaginárselos nietos de los cincuenta hijos de Hércules, que retornaban a su patria de origen a recuperar su posesión en virtud de un pacto debidamente estipulado y suscrito. Pero nosotros no nos equivocaríamos menos atribuyendo a su invasión, que ciertamente fue tal, los métodos y la técnica de la alemana en Checoslovaquia o la rusa en Estonia. Más que verdaderas y propias conquistas, planificadas y programadas, fueron aluviones de tribus escasamente coaligadas entre sí. Y si, el «grueso» se acuarteló en el Peloponeso, otros grupos dispersos se diseminaron un poco por todas partes, y en todas partes crearon confusión e inseguridad.
¿Qué sucedió? Sucedió que en toda Grecia los campesinos, no pudiendo defenderse solos en sus aislados caseríos, los abandonaron y comenzaron a agruparse en las cimas de ciertas colinas, donde, juntos y con la ayuda de la naturaleza, podían resistir mejor. Estas cimas se llamaron acrópolis, que literalmente quiere decir «ciudad alta», Fortificadas, se convirtieron en el primer núcleo de la ciudad, que fue, como se ve, antes que nada un expediente estratégico. Alguien objetará que esto no sucedió solamente en Grecia. Un poco en todas partes las ciudades nacieron por los mismos motivos, lo que no les impidió en determinado momento el fusionarse en Estados más grandes. Es verdad. Pero no en todas partes los motivos que obligaron a los griegos a despoblar los campos para agruparse en las acrópolis y permanecer en ellas, sin contactos con las demás acrópolis de Grecia, duraron mucho. El Medievo griego, o sea el período de las invasiones y de las convulsiones, iniciado por la llegada de los aqueos en el 1400 antes de Jesucristo, alcanza hasta el 800, o sea que se extiende durante seiscientos años. Seiscientos años representan veinticuatro generaciones. Y en veinticuatro generaciones se forma una mentalidad, costumbres y hábitos que nada logra ya destruir. El espíritu de la polis, o sea aquella fuerza coagulante que hace de cada griego un ciudadano tan sensible a lo que sucede dentro y tan indiferente a todo aquello que sucede fuera de su ciudad, es en estos seiscientos años cuando se desarrolla hasta hacerse indestructible. Incluso los grandes filósofos del Siglo de Oro no lograron concebir algo que superase la ciudad con su inmediata campiña. Es más, esta ciudad no la querían sino de cierta medida. Platón decía que no debía rebasar los cinco, mil habitantes; y Aristóteles sostenía que todos debían conocerse entre sí, al menos de vista. Muchos se le echaron encima a Hipodamo cuando, encargado por Pisístrato de realizar el proyecto para circuir de murallas a Atenas hasta El Pireo, calculó que dentro del recinto debían caber diez mil personas:

«¡Exagerado!», dijeron. En realidad, Atenas alcanzó después las doscientas mil almas. Pero en aquellos tiempos el alma era atribuida únicamente a las corporaciones de ciudadanos, que sólo representaban una décima parte de la población, de quien preocuparse en caso de invasión. Los demás podían quedarse fuera y dejarse aporrear. La sociabilidad del pueblo griego, su sentido comunitario y exclusivista con todos sus derivados, hasta los más menguados —murmuración, envidia, intrusión en la conducta ajena—, nacen de esta larga incubación. «Evita la ciudad», dice Demóstenes de un enemigo suyo para significar que no participa de la vida de todos, lo que era la peor acusación que pudiera lanzarse contra un ateniense. Este hecho acarrea otro; la colonización. La diáspora de los griegos en toda la cuenca mediterránea, que les condujo a fundar sus características poleis un poco en todas partes, desde Mónaco y Marsella a Nápoles, a Reggio, a Bengasi, en las costas asiáticas y en el mar Negro, atravesó dos estadios. El primero fue el confuso y desordenado de la fuga pura y simple, escapando de las invasiones, y especialmente de la doria, y no obedecía a ningún plan ni programa. La gente no partía para fundar colonias: huía para salvar el pellejo y la libertad, y buscó refugio sobre todo en las islas de la Jonia y del Egeo porque eran las más cercanas a la tierra firme y porque ya estaban habitadas por una población pelasga. Es imposible decir qué proporciones alcanzó este fenómeno; pero debieron ser notables. Como fuere, un primer estrato de población griega con sus usos y costumbres estaba establecido ya en estos archipiélagos cuando en el siglo VII comenzó el flujo migratorio organizado.

Con seguridad, ello fue debido al aumento de la población en las poleis y a su carencia de aledaños donde alojarla. No había espacio donde desarrollar una sociedad campesina. Además, admitiendo que lo hubiese sido en el pasado, el griego que emergía de los seis siglos de vida en la ciudad no era ya un campesino; y hasta cuando poseía una granja, después de haber trabajado en ella todo el día, por la. noche volvía a dormir, y sobre todo a charlar y a chismorrear, en la ciudad. Pero las murallas ciudadanas no podían contener gente más allá de cierto límite: además de una repugnancia espiritual, como hemos visto en Platón y Aristóteles, existía para la polis la imposibilidad material de transformarse en metrópoli. Y fue entonces, o sea en el siglo VIII, cuando se comenzó a disciplinar y a organizar la emigración. «Colonia», en griego, se dice apoikia, que significa literalmente «casa afuera»; y ya la palabra excluye toda intención de conquista y toda reticencia imperialista. Eran solamente unos pobres diablos que se iban a poner casa. Y si bien su Gobierno designaba al frente de aquellas expediciones un «fundador» que asumía el mando y la responsabilidad de la expedición, la apoikia, una vez constituida, no se conver-tía en dependencia, dominio o protectorado de la ciudad-madre, sino que conservaba con ésta tan sólo vínculos sentimentales. Algún privilegio era concedido a los viejos conciudadanos cuando iban de visita o por negocios; la lumbre en el hogar público era encendida con tizones traídos de la patria de origen; y a ésta era costumbre dirigirse para que designase un nuevo «fundador», si la colonia, superpoblada a su vez, decidía fundar otra. Pero no había servidumbre política. Es más, de vez en cuando estallaban guerras entre ellas, como tal ocurrió entre Corinto y Corfú. Y ni siquiera había servidumbre económica. La apoikia no era una base ni un emporio de la madre-patria, con la cual hacía solamente los negocios que le convenían. En suma, así como faltaba una ligazón nacional entre las poleis, también faltaba un vínculo imperial entre cada una de ellas y sus colonias. Y también esto contribuyó de manera decisiva a la dispersión del mundo griego, a su sublime desprecio de todo orden y criterio territorial. Grecia nació a pesar de la geografía. De este desafío sacó muchas ventajas, pero del mismo le vino también la ruina. Otros motivos que la obligaron a ellos fueron, se dice, los geofísicos y los económicos, o sea la configuración particular de la península, que hacía difíciles los contactos por vía terrestre. Pero nosotros creemos que ésta fue más bien una consecuencia que una causa. Ningún obstáculo natural impidió a los romanos, animados por una enorme fuerza centrípeta, el crear una imponente red de caminos aun a través de las regiones más impenetrables. Los griegos eran, y siguen siendo, centrífugos. Atenas no sintió jamás necesidad de una carretera que la uniese con Tebas, sencillamente porque ningún ateniense sentía el deseo de ir a Tebas. En cambio, tuvo una hermosísima, con El Pireo porque El Pireo formaba parte de la polis, la cual a su vez no se sentía parte de nada más. Los griegos podían concedérselo, por otra parte, porque en aquel momento ninguna fuerza externa enemiga les amenazaba, y ésta fue acaso su gran desventura.

En Asia, el imperio de los hititas se había derrumbado:en su lugar había, a la sazón, los reinos de Lidia y de Persia, todavía en formación y, por tanto, sin fuerza agresiva. En África, Egipto decaía. El Occidente estaba sumido en las tinieblas de la prehistoria, Cartago era un puertecito de piratas fenicios. Rómulo y Remo no habían nacido, y los emigrantes griegos que se habían ido a fundar Nápoles, Reggio, Síbari, Crotona, Niza y Bengasi, no habían encontrado en los parajes más que tribus bárbaras y desunidas, incapaces, no digo ya de atacar, sino siquiera de defenderse. Al Norte, la península balcánica era tierra de nadie. Tras la invasión de. los aqueos y la de los dorios, desde sus selvas y montañas no se había ya asomado ningún enemigo sobre Grecia. En aquel vacío, la polis pudo tranquilamente entregarse a su vocación particularista y secesionista, sin ninguna preocupación de unidad nacional. Es bajo la amenaza del exterior cuando los pueblos se unen. Y por eso los dictadores modernos la inventan cuando no existen. Reyertas y pequeñas guerras se desarrollaban entre poleis, es decir, en familia, y, por consiguiente, en vez de unirla, contribuían a dividirla cada vez más.

He aquí, pues, el cuadro que nos presenta Grecia, políticamente, ahora que comienza su verdadera historia; una vía láctea de pequeños Estados diseminados a lo largo de todo el arco del Mediterráneo oriental y del occidental, cada uno de ellos ocupado en elaborar dentro de las murallas ciudadanas una propia experiencia política y una cultura autóctona. Intentemos recoger los primeros frutos en sus personajes más representativos.

CREACIÓN DEL CONSEJO DE REGENCIA 29 DE ENERO DE 1810

LA FORMACIÓN DEL CONSEJO DE REGENCIA

La semana de Mayo puso de manifiesto la distintas tendencias que predominaban en la sociedad del Virreinato del Río de la Plata hacia 1810. La crisis política de la Metrópolis fue el detonante que dio inicio al proceso revolucionario en las colonias americanas. Hacia 1810 las tropas francesas ya habían ocupado todo el territorio de la península. La Junta Central, acorralada, había convocado a una reunión de Cortes antes de que fuera suplantada por lo que se denominó " El Consejo de Regencia". Un documento elaborado por el Consejo de Regencia dirigido hacia los americanos españoles da cuenta de estos sucesos.

" Las últimas noticias" de España a través de una proclama impresa en Cádiz.
El Consejo de Regencia de España e Indias.
A los americanos españoles..

Apenas el Consejo de Regencia recibió del gobierno que ha cesado (la Junta Central) la autoridad que estaba depositada en sus manos, volvió su pensamiento a esa porción inmensa y preciosa de la Monarquía. Enterarla de esta gran novedad... y manifestar los principios que animan a la Regencia por la prosperidad y gloria de esos países han sido objeto de sus primer cuidado en esta memorable crisis...
Una serie no interrumpida de infortunios había desconcertado todas nuestras operaciones desde la batalla de Talavera...Dudábase ya en la Nación si el cuerpo encargado de sus destinos era suficiente a salvarla. Pocos en número para las grandes decisiones legislativas, excesivamente muchos para la acción, presentaban todos los inconvenientes de una autoridad combinada por el saber y la mediación política;... El voto público, pues, era de que el gobierno debía reducirse a elementos más sencillos. La misma Junta Suprema;... había ya anunciado esta mudanza y las próximas Cortes extraordinarias, cuyas convocaciones se había acelerado debían determinarla y establecerla...
...Recelosos los franceses de los efectos saludables de esta gran medida ( la convocatoria de Cortes) agolparon todo el grueso de sus fuerzas a las gargantas de Sierra Morena. Defendíalas los restos de nuestro ejércitos, batido en Ocaña... El enemigo rompió por el punto más débil y la ocupación de los otros siguio al instante a pesar de las resistencias que hicieron algunas de nuestras divisiones... Rota pues, la valla que había, al parecer, contenido a los franceses todo el año anterior, para ocupar la Andalucía, se dilataron por ella y se dirigieron a Sevilla.
Brotó entonces el descontento en quejas y clamores... Había puesto en ejecución la Junta la medida que anteriormente tenía acordada  de trasladarse a la isla de León, donde estaban convocadas las Cortes... aunque pudieron por fin ( los miembros de la Corte) reunirse en la isla  y continuar sus sesiones la autoridad ya inerte en sus manos no podía sosegar la agitación de los pueblos...Terminó, pues, la Junta el ejercicio de su poder con el único acto que ya podía atajar la ruina del Estado y estableciendo por su Real decreto del 29 de enero de este año el Consejo de Regencia resignó el depósito de su soberanía que ella legítimamente tenía y que ella sola podía legítimamente transferir...

Javier de Castaños, Presidente.
 Francisco de Saavedra. Antonio de Escaño. Miguel de Lardizabal y Uribe.
Real Isla de León, 14 de Febrero de 1810.
FuenteGraciela Meroni, La historia en mis documentos, Tomo 2, Buenos Aires, Editorial Huemul, 1984, pág. 6.

Actividad:
  • Analizá el contenido de la fuente y describí:
  1.  El contexto político en el que se desarrolla.
  2.  Argumentos que utiliza para legitimarse el Consejo de Regencia.

LAS REVOLUCIONES EN EL SIGLO XIX . E. HOBSBAWM

LAS REVOLUCIONES
Por Eric Hobsbawm

La libertad, ese ruiseñor con voz de gigante, despierta a los que duermen más profundamente... ¿Cómo es posible pensar hoy en algo, excepto en luchar por ella? Quienes no aman a la humanidad todavía pueden ser grandes como tiranos. Pero ¿cómo puede uno ser indiferente?

LUDWIG BOERNE, 14 de febrero de 1831(1)

Los gobiernos, al haber perdido su equilibrio, están asustados, intimidados y sumidos en confusión por los gritos de las clases intermedias de la sociedad, que, colocada entre los reyes y sus súbditos, rompen el cetro de los monarcas y usurpan la voz del pueblo.

METTERNICH al zar, 1820(2)

I
Rara vez la incapacidad de los gobiernos para detener el curso de la historia se ha demostrado de modo más terminante que en los de la generación posterior a 1815. Evitar una segunda Revolución francesa, o la catástrofe todavía peor de una revolución europea general según el modelo de la francesa, era el objetivo supremo de todas las potencias que habían tardado más de veinte años en derrotar a la primera; incluso de los ingleses, que no simpatizaban con los absolutismos reaccionarios que se reinstalaron sobre toda Europa y sabían que las reformas ni pueden ni deben evitarse, pero que temían una nueva expansión franco-jacobina más que cualquier otra contingencia internacional. A pesar de lo cual, jamás en la historia europea y rarísima vez en alguna otra, el morbo revolucionario ha sido tan endémico, tan general, tan dispuesto a extenderse tanto por contagio espontáneo como por deliberada propaganda.

Tres principales olas revolucionarias hubo en el mundo occidental entre 1815 y 1848. (Asia y Africa permanecieron inmunes: las primera grandes revoluciones, el y «la», no ocurrieron hasta después de 1850). La primera tuvo lugar en 1820-1824. En Europa se limitó principalmente al Mediterráneo, con España (1820), Nápoles (1820) y Grecia (1821) como epicentros. Excepto el griego, todos aquellos alzamientos fueron sofocados.La revolución española reavivó el movimiento de liberación de sus provincias sudamericanas, que había sido aplastado después de un esfuerzo inicial (ocasionado por la conquista de la metrópoli por Napoleón en 1808) y reducido a unos pocos refugiados y a algunas bandas sueltas. Los tres grandes libertadores de la América del Sur española, Simón Bolívar, San Martín y Bernardo O’Higgins, establecieron respectivamente la independencia de la (que comprendía las actuales repúblicas de Colombia, Venezuela y Ecuador), de la Argentina, menos las zonas interiores de lo que ahora son Paraguay y Bolivia y las pampas al otro lado del Río de la Plata, en donde los gauchos de la Banda Oriental (ahora el Uruguay) combatían a los argentinos y a los brasileños, y de Chile. San Martín, ayudado por la flota chilena al mando de un noble radical inglés, Cochrane (el original del capitán Hornblower de la novela de C. S. Forrester), liberó a la última fortaleza del poder hispánico: el virreinato del Perú. En 1822 toda la América española del Sur era libre y San Martín, un hombre moderado y previsor de singular abnegación, abandonó a Bolívar y al republicanismo y se retiró a Europa, en donde vivió su noble vida en la que era normalmente un refugio para los ingleses perseguidos por deudas, Boulogne-sur-Mer, con una pensión de O’Higgins. Entre tanto, el general español enviado contra las guerrillas de campesinos que aún quedaban en México -Itúrbide- hizo causa común con ellas bajo el impacto de la revolución española, y en 1821 declaró la independencia mexicana. En 1822, el Brasil se separó tranquilamente de Portugal bajo el regente dejado por la familia real portuguesa al regresar a Europa de su destierro durante la guerra napoleónica. Los Estados Unidos reconocieron casi inmediatamente a los más importantes de los nuevos Estados; los ingleses lo hicieron poco después, teniendo buen cuidado de concluir tratados comerciales con ellos. Francia los reconoció más tarde.

La segunda ola revolucionaria se produjo en 1829-1834, y afectó a toda la Europa al Oeste de Rusia y al continente norteamericano. Aunque la gran era reformista del presidente Andrew Jackson (1829-1837) no estaba directamente conectada con los trastornos europeos, debe contarse como parte de aquella ola. En Europa, la caída de los Borbones en Francia estimuló diferentes alzamientos. Bélgica (1830) se independizó de Holanda; Polonia (1830-1831) fue reprimida sólo después de considerables operaciones militares; varias partes de Italia y Alemania sufrieron convulsiones; el liberalismo triunfó en Suiza -país mucho menos pacífico entonces que ahora-; y en España y Portugal se abrió un período de guerras civiles entre liberales y clericales. Incluso Inglaterra se vio afectada, en parte por culpa de la temida erupción de su volcán local -Irlanda-, que consiguió la emancipación católica (1829) y la reaparición de la agitación reformista. El Acta de Reforma de 1832 correspondió a la revolución de julio de 1830 en Francia, y es casi seguro que recibiera un poderoso aliento de las noticias de París. Este período es probablemente el único de la historia moderna en el que los sucesos políticos de Inglaterra marchan paralelos a los del continente, hasta el punto de que algo parecido a una situación revolucionaria pudo ocurrir en 1831-1832 a no ser por la prudencia de los partidos y . Es el único período del siglo XIX en el que el análisis de la política británica en tales términos no es completamente artificial.

De todo ello se infiere que la ola revolucionaria de 1830 fue mucho más grave que la de 1820. En efecto, marcó la derrota definitiva del poder aristocrático por el burgués en la Europa occidental. La clase dirigente de los próximos cincuenta años iba a ser la de banqueros, industriales y altos funcionarios civiles, aceptada por una aristocracia que se eliminaba a sí misma o accedía a una política principalmente burguesa, no perturbada todavía por el sufragio universal, aunque acosada desde fuera por las agitaciones de los hombres de negocios modestos e insatisfechos, la pequeña burguesía y los primeros movimientos laborales. Su sistema político, en Inglaterra, Francia y Bélgica, era fundamentalmente el mismo: instituciones liberales salvaguardadas de la democracia por el grado de cultura y riqueza de los votantes -sólo 168.000 al principio en Francia- bajo un monarca constitucional, es decir, algo por el estilo de las instituciones de la primera y moderada fase de la Revolución francesa, la constitución de 1791.(3) Sin embargo, en los Estados Unidos, la democracia jacksoniana supuso un paso más allá: la derrota de los ricos oligarcas no demócratas (cuyo papel correspondía al que ahora triunfaba en la Europa occidental) por la ilimitada democracia llegada al poder por los votos de los colonizadores, los pequeños granjeros y los pobres de las ciudades. Fue una innovación portentosa que los pensadores del liberalismo moderado, lo bastante realistas para comprender las consecuencias que tarde o temprano tendría en todas partes, estudiaron de cerca y con atención. Y, sobre todos, Alexis de Tocqueville, cuyo libro La democracia en América (1835)* sacaba lúgubres consecuencias de ella. Pero, como veremos, 1830 significó una innovación más radical aún en política: la aparición de la clase trabajadora como fuerza política independiente en Inglaterra y Francia y la de los movimientos nacionalistas en muchos países europeos.

Detrás de estos grandes cambios en política hubo otros en el desarrollo económico y social. Cualquiera que sea el aspecto de la vida social que observemos, 1830 señala un punto decisivo en él; de todas las fechas entre 1789 y 1848 es, sin duda alguna, la más memorable. Tanto en la historia de la industrialización y urbanización del continente y de los Estados Unidos, como en la de las migraciones humanas, sociales y geográficas o en la de las artes y la ideología, aparece con la misma prominencia. Y en Inglaterra y la Europa occidental, en general, arranca de ella el principio de aquellas décadas de crisis en el desarrollo de la nueva sociedad que concluyeron con la derrota de las revoluciones de 1848 y el gigantesco avance económico después de 1851.

La tercera y mayor de las olas revolucionarias, la de 1848, fue el producto de aquella crisis. Casi simultáneamente la revolución estalló y triunfó (de momento) en Francia, en casi toda Italia, en los Estados alemanes, en gran parte del Imperio de los Habsburgo y en Suiza (1847). En forma menos aguda, el desasosiego afectó también a España, Dinamarca y Rumania y en forma esporádica a Irlanda, Grecia e Inglaterra. Nunca se estuvo más cerca de la revolución mundial soñada por los rebeldes de la época que con ocasión de aquella conflagración espontánea y general, que puso fin a la época estudiada en este volumen. Lo que en 1789 fue el alzamiento de una sola nación era ahora, al parecer, de todo un continente.

II

A diferencia de las revoluciones de finales del siglo XVIII, las del período posnapoleónico fueron estudiadas y planeadas. La herencia más formidable de la Revolución francesa fue la creación de modelos y patrones de levantamientos políticos para uso general de los rebeldes de todas partes. Esto no quiere decir que las revoluciones de 1815-1848 fuesen obra exclusiva de unos cuantos agitadores desafectos, como los espías y los policías de la época -especies muy utilizadas- llegaban a decir a sus superiores. Se produjeron porque los sistemas políticos vueltos a imponer en Europa eran profundamente inadecuados -en un período de rápidos y crecientes cambios sociales- a las circunstancias políticas del continente, y porque el descontento era tan agudo que hacía inevitable los trastornos. Pero los modelos políticos creados por la revolución de 1789 sirvieron para dar un objetivo específico al descontento, para convertir el desasosiego en revolución, y, sobre todo, para unir a toda Europa en un solo movimiento -o quizá fuera mejor llamarlo corriente- subversivo.

Hubo varios modelos, aunque todos procedían de la experiencia francesa entre 1789 y 1797. Correspondían a las tres tendencias principales de la oposición pos-1815: la moderada liberal (o dicho en términos sociales, la de la aristocracia liberal y la alta clase media), la radical-democrática (o sea, la de la clase media baja, una parte de los nuevos fabricantes, los intelectuales y los descontentos) y la socialista (es decir, la del o nueva clase social de obreros industriales). Etimológicamente, cada uno de esos tres vocablos refleja el internacionalismo del período: es de origen franco-español; , inglés; , anglo-francés. es también en parte de origen francés (otra prueba de la estrecha correlación de las políticas británica y continental en el período del Acta de Reforma). La inspiración de la primera fue la revolución de 1789-1791; su ideal político, una suerte de monarquía constitucional cuasi-británica con un sistema parlamentario oligárquico -basado en la capacidad económica de los electores- como el creado por la Constitución de 1791 que, como hemos visto, fue el modelo típico de las de Francia, Inglaterra y Bélgica después de 1830-1832. La inspiración de la segunda podía decirse que fue la revolución de 1792-1793, y su ideal político, una República democrática inclinada hacia un y con cierta animosidad contra los ricos como en la Constitución jacobina de 1793. Pero, por lo mismo que los grupos sociales partidarios de la democracia radical eran una mezcolanza confusa de ideologías y mentalidades, es difícil poner una etiqueta precisa a su modelo revolucionario francés. Elementos de lo que en 1792-1793 se llamó girondismo, jacobinismo y hasta , se entremezclaban, quizá con predominio del jacobinismo de la Constitución de 1793. La inspiración de la tercera era la revolución del año II y los alzamientos postermidorianos, sobre todo la de Babeuf, ese significativo alzamiento de los extremistas jacobinos y los primitivos comunistas que marca el nacimiento de la tradición comunista moderna en política. El comunismo fue el hijo del y el ala izquierda del robespierrismo y heredero del fuerte odio de sus mayores a las clases medias y a los ricos. Políticamente el modelo revolucionario estaba en la línea de Robespierre y Saint-Just.

Desde el punto de vista de los gobiernos absolutistas, todos estos movimientos eran igualmente subversivos de la estabilidad y el buen orden, aunque algunos parecían más dedicados a la propaganda del caos que los demás, y más peligrosos por más capaces de inflamar a las masas míseras e ignorantes (por eso la policía secreta de Metternich prestaba en los años 1830 una atención que nos parece desproporcionada a la circulación de las Palabras de un creyente de Lamennais [1834], pues al hablar un lenguaje católico y apolítico, podía atraer a gentes inafectadas por una propaganda francamente atea).(4) Sin embargo, de hecho, los movimientos de oposición estaban unidos por poco más que su común aborrecimiento a los regímenes de 1815 y el tradicional frente común de todos cuantos por cualquier razón se oponían a la monarquía absoluta, a la Iglesia y a la aristocracia. La historia del período 1815-1848 es la de la desintegración de aquel frente unido.

III

Durante el período de la Restauración (1815-1830) el mando de la reacción cubría por igual a todos los disidentes y bajo su sombra las diferencias entre bonapartistas y republicanos, moderados y radicales apenas eran perceptibles. Todavía no existía una clase trabajadora revolucionaria o socialista, salvo en Inglaterra, en donde un proletariado independiente con ideología política había surgido bajo la égida de la owenista hacia 1830. La mayor parte de las masas descontentas no británicas todavía apolíticas u ostensiblemente legitimistas y clericales, representaban una protesta muda contra la nueva sociedad que parecía no tener más que males y caos. Con pocas excepciones, por tanto, la oposición en el continente se limitaba a pequeños grupos de personas ricas o cultas, lo cual venía a ser lo mismo. Incluso en un bastión tan sólido de la izquierda como la Escuela Politécnica, sólo un tercio de los estudiantes -que formaban un grupo muy subversivo- procedía de la pequeña burguesía (generalmente de los más bajos escalones del ejército y la burocracia) y sólo un 0,3 por ciento de las . Naturalmente estos estudiantes pobres eran izquierdistas, aceptaban las clásicas consignas de la revolución, más en la versión radical-democrática que en la moderada, pero todavía sin mucho más que un cierto matiz de oposición social. El clásico programa en torno al cual se agrupaban los trabajadores ingleses era el de una simple reforma parlamentaria expresada en los de la Carta del Pueblo.(5) En el fondo este programa no difería mucho del de la generación de Paine, y era compatible (al menos por su asociación con una clase trabajadora cada vez más consciente) con el radicalismo político de los reformadores benthamistas de la clase media. La única diferencia en el período de la Restauración era que los trabajadores radicales ya preferían escuchar lo que decían los hombres que les hablaban en su propio lenguaje -charlatanes retóricos como J. H. Leigh Hunt (1773-1835), o estilistas enérgicos y brillantes como William Cobbett (1762-1835) y, desde luego, Tom Paine (1737-1809)- a los discursos de los reformistas de la clase media.

Como consecuencia, en este período, ni las distinciones sociales ni siquiera las nacionales dividían a la oposición europea en campos mutuamente incompatibles. Si omitimos a Inglaterra y los Estados Unidos, en donde ya existía una masa política organizada (aunque en Inglaterra se inhibió por histerismo antijacobino hasta principios de la década de 1820-1830), las perspectivas políticas de los oposicionistas eran muy parecidas en todos los países europeos, y los métodos de lograr la revolución -el frente común del absolutismo excluía virtualmente una reforma pacífica en la mayor parte de Europa- eran casi los mismos. Todos los revolucionarios se consideraban -no sin razón- como pequeñas minorías selectas de la emancipación y el progreso, trabajando en favor de una vasta e inerte masa de gentes ignorantes y despistadas que sin duda recibirían bien la liberación cuando llegase, pero de las que no podía esperarse que tomasen mucha parte en su preparación. Todos ellos (al menos, los que se encontraban al Oeste de los Balcanes) se consideraban en lucha contra un solo enemigo: la unión de los monarcas absolutos bajo la jefatura del zar. Todos ellos, por tanto, concebían la revolución como algo único e indivisible: como un fenómeno europeo singular, más bien que como un conjunto de liberaciones locales o nacionales. Todos ellos tendían a adoptar el mismo tipo de organización revolucionaria o incluso la misma organización: la hermandad insurreccional secreta.

Tales hermandades, cada una con su pintoresco ritual y su jerarquía, derivadas o copiadas de los modelos masónicos, brotaron hacia finales del período napoleónico. La más conocida, por ser la más internacional, era la de los o carbonarios, que parecían descender de logias masónicas del Este de Francia por la vía de los oficiales franceses antibonapartistas en Italia. Tomó forma en la Italia meridional después de 1806 y, con otros grupos por el estilo, se extendió hacia el Norte y por el mundo mediterráneo después de 1815. Los carbonarios y sus derivados o paralelos encontraron un terreno propicio en Rusia (en donde tomaron cuerpo en los decembristas, que harían la primera revolución de la Rusia moderna en 1825), y especialmente en Grecia. La época carbonaria alcanzó su apogeo en 1820-1821, pero muchas de sus hermandades fueron virtualmente destruidas en 1823. No obstante, el carbonarismo (en su sentido genérico) persistió como el tronco principal de la organización revolucionaria, quizá sostenido por la simpática misión de ayudar a los griegos a recobrar su libertad (filohelenismo), y después del fracaso de las revoluciones de 1830, los emigrados políticos de Polonia e Italia lo difundieron todavía más.

Ideológicamente, los carbonarios y sus afines eran grupos formados por gentes muy distintas, unidas sólo por su común aversión a la reacción. Por razones obvias los radicales, entre ellos el ala izquierda jacobina y babuvista, al ser los revolucionarios más decididos, influyeron cada vez más sobre las hermandades. Filippo Buonarroti, viejo camarada de armas de Babeuf, fue su más diestro e infatigable conspirador, aunque sus doctrinas fueran mucho más izquierdistas que las de la mayor parte de sus o .

Todavía se discute si los esfuerzos de los carbonarios estuvieron alguna vez lo suficientemente coordinados para producir revoluciones internacionales simultáneas, aunque es seguro que se hicieron repetidos intentos para unir a todas las sociedades secretas, al menos en sus más altos e iniciados niveles. Sea cual sea la verdad, lo cierto es que una serie de insurrecciones de tipo carbonario se produjeron en 1820-1821. Fracasaron por completo en Francia, en donde faltaban las condiciones políticas para la revolución y los conspiradores no tenían acceso a las únicas efectivas palancas de la insurrección en una situación aún no madura para ellos: el ejército desafecto. El ejército francés, entonces y durante todo el siglo XIX, formaba parte del servicio civil, es decir, cumplía las órdenes de cualquier gobierno legalmente instaurado. Si fracasaron en Francia, en cambio, triunfaron, aunque de modo pasajero, en algunos Estados italianos y, sobre todo, en España, en donde la insurrección descubrió su fórmula más efectiva: el pronunciamiento militar. Los coroneles liberales organizados en secretas hermandades de oficiales, ordenaban a sus regimientos que les siguieran en la insurrección, cosa que hacían sin vacilar. (Los decembristas rusos trataron de hacer lo mismo con sus regimientos de la guardia, sin lograrlo por falta de coordinación). Las hermandades de oficiales -a menudo de tendencia liberal pues los nuevos ejércitos admitían a la carrera de las armas a jóvenes no aristócratas- y el pronunciamiento también serían rasgos característicos de la política de las Repúblicas hispanoamericanas, y una de las más duraderas y dudosas adquisiciones del período carbonario. Puede señalarse, de paso, que la sociedad secreta ritualizada y jerarquizada, como la masonería, atraía fuertemente a los militares, por razones comprensibles. El nuevo régimen liberal español fue derribado por una invasión francesa apoyada por la reacción europea, en 1823.

Sólo una de las revoluciones de 1820-1822 se mantuvo, gracias en parte a su éxito al desencadenar una genuina insurrección popular, y en parte a una situación diplomática favorable: el alzamiento griego de 1821.(6) Por ello, Grecia se convirtió en la inspiradora del liberalismo internacional, y el filohelenismo, que incluyó una ayuda organizada a los griegos y el envío de numerosos combatientes voluntarios, representó un papel análogo para unir a las izquierdas europeas en aquel bienio al que representaría en 1936-1939 la ayuda a la República española.

Las revoluciones de 1830 cambiaron la situación enteramente. Como hemos visto, fueron los primeros productos de un período general de agudo y extendido desasosiego económico y social y de rápidas y vivificadoras transformaciones. De aquí se siguieron dos resultados principales. El primero fue que la política y la revolución de masas sobre el modelo de 1789 se hicieron posibles otra vez, haciendo menos necesaria la exclusiva actividad de las hermandades secretas. Los Borbones fueron derribados en París por una característica combinación de crisis en la que pasaba por ser la política de la Restauración y de inquietud popular producida por la depresión económica. En esta ocasión, las masas no estuvieron inactivas. El París de julio de 1830 se erizó de barricadas, en mayor número y en más sitios que nunca, antes o después. (De hecho, 1830 hizo de la barricada el símbolo de la insurrección popular. Aunque su historia revolucionaria en París se remonta al menos al año 1588, no desempeñó un papel importante en 1789-1794). El segundo resultado fue que, con el progreso del capitalismo, y el -es decir, los hombres que levantaban las barricadas- se identificaron cada vez más con el nuevo proletariado industrial como . Por tanto, un movimiento revolucionario proletario-socialista empezó su existencia.
También las revoluciones de 1830 introdujeron dos modificaciones ulteriores en el ala izquierda política. Separaron a los moderados de los radicales y crearon una nueva situación internacional. Al hacerlo ayudaron a disgregar el movimiento no sólo en diferentes segmentos sociales, sino también en diferentes segmentos nacionales.

Internacionalmente, las revoluciones de 1830 dividieron a Europa en dos grandes regiones. Al Oeste del Rhin rompieron la influencia de los poderes reaccionarios unidos. El liberalismo moderado triunfó en Francia, Inglaterra y Bélgica. El liberalismo (de un tipo más radical) no llegó a triunfar del todo en Suiza y en la Península Ibérica, en donde se enfrentaron movimientos de base popular liberal y antiliberal católica, pero ya la Santa Alianza no pudo intervenir en esas naciones como todavía lo haría en la orilla oriental del Rhin. En las guerras civiles española y portuguesa de los años 1830, las potencias absolutistas y liberales moderadas prestaron apoyo a los respectivos bandos contendientes, si bien las liberales lo hicieron con algo más de energía y con la presencia de algunos voluntarios y simpatizantes radicales, que débilmente prefiguraron la hispanofilia de los de un siglo más tarde.(7) Pero la solución de los conflictos de ambos países iba a darla el equilibrio de las fuerzas locales. Es decir, permanecería indecisa y fluctuante entre períodos de victoria liberal (1833-1837, 1840-1843) y de predominio conservador.

Al Este del Rhin la situación seguía siendo poco más o menos como antes de 1830, ya que todas las revoluciones fueron reprimidas, los alzamientos alemanes e italianos por o con la ayuda de los austríacos, los de Polonia -mucho más serios- por los rusos. Por otra parte, en esta región el problema nacional predominaba sobre todos los demás. Todos los pueblos vivían bajo unos Estados demasiado pequeños o demasiado grandes para un criterio nacional: como miembros de naciones desunidas, rotas en pequeños principados (Alemania, Italia, Polonia), o como miembros de imperios multinacionales (el de los Habsburgo, el ruso, el turco). Las únicas excepciones eran las de los holandeses y los escandinavos que, aun perteneciendo a la zona no absolutista, vivían una vida relativamente tranquila, al margen de los dramáticos acontecimientos del resto de Europa.

Muchas cosas comunes había entre los revolucionarios de ambas regiones europeas, como lo demuestra el hecho de que las revoluciones de 1848 se produjeron en ambas, aunque no en todas sus partes. Sin embargo, dentro de cada una hubo una marcada diferencia en el ardor revolucionario. En el Oeste, Inglaterra y Bélgica dejaron de seguir el ritmo revolucionario general, mientras que Portugal, España y un poco menos Suiza, volvieron a verse envueltas en sus endémicas luchas civiles, cuyas crisis no siempre coincidieron con las de las demás partes, salvo por accidentes (como en la guerra civil suiza de 1847). En el resto de Europa había una gran diferencia entre las naciones activas y las pasivas o no entusiastas. Los servicios secretos de los Habsburgo se veían constantemente alarmados por los problemas de los polacos, los italianos y los alemanes no austríacos, tanto como por el de los siempre ruidosos húngaros, mientras no señalaban peligro alguno en las tierras alpinas o en las otras eslavas. A los rusos sólo les preocupaban los polacos, mientras los turcos podían confiar todavía en la mayor parte de los eslavos balcánicos para seguir tranquilos.

Esas diferencias reflejaban las variaciones en el ritmo de la evolución y en las condiciones sociales en los diferentes países, variaciones que se hicieron cada vez más evidentes entre 1830 y 1848, con gran importancia para la política. Así, la avanzada industrialización de Inglaterra cambió el ritmo de la política británica: mientras la mayor parte del continente tuvo su más agudo período de crisis social en 1846-1848, Inglaterra tuvo su equivalente -una depresión puramente industrial- en 1841-1842 (véase también el cap. IX). Y, a la inversa, mientras en los años 1820 los grupos de jóvenes idealistas podían esperar con fundamento que un putsch militar asegurara la victoria de la libertad tanto en Rusia como en España y Francia, después de 1830 apenas podía pasarse por alto el hecho de que las condiciones sociales y políticas en Rusia estaban mucho menos maduras para la revolución que en España.

A pesar de todo, los problemas de la revolución eran comparables en el Este y en el Oeste, aunque no fuesen de la misma clase: unos y otros llevaban a aumentar la tensión entre moderados y radicales. En el Oeste, los liberales moderados habían pasado del frente común de oposición a la Restauración (o de la simpatía por él) al mundo del gobierno actual o potencial. Además, habiendo ganado poder con los esfuerzos de los radicales -pues ¿quiénes más lucharon en las barricadas?- los traicionaron inmediatamente. No debía haber trato con algo tan peligroso como la democracia o la República. .(8)

Y más todavía: después de un corto intervalo de tolerancia y celo, los liberales tendieron a moderar sus entusiasmos por ulteriores reformas y a suprimir la izquierda radical, y especialmente las clases trabajadoras revolucionarias. En Inglaterra, la owenista de 1834-1835 y los cartistas afrontaron la hostilidad tanto de los hombres que se opusieron al Acta de Reforma como de muchos que la defendieron. El jefe de las fuerzas armadas desplegadas contra los cartistas en 1839 simpatizaba con muchas de sus peticiones como radical de clase media y, sin embargo, los reprimió. En Francia, la represión del alzamiento republicano de 1834 marcó el punto crítico; el mismo año, el castigo de seis honrados labradores wesleyanos que intentaron formar una unión de trabajadores agrícolas (los ) señaló el comienzo de una ofensiva análoga contra el movimiento de la clase trabajadora en Inglaterra. Por tanto, los movimientos radicales, republicanos y los nuevos proletarios, dejaron de alinearse con los liberales; a los moderados que aún seguían en la oposición les obsesionaba la idea de , que ahora era el grito de combate de las izquierdas.

En el resto de Europa, ninguna revolución había ganado. La ruptura entre moderados y radicales y la aparición de la nueva tendencia social-revolucionaria surgieron del examen de la derrota y del análisis de las perspectivas de una victoria. Los moderados -terratenientes y clase media acomodada, liberales todos- ponían sus esperanzas de reforma en unos gobiernos suficientemente dúctiles y en el apoyo diplomático de los nuevos poderes liberales. Pero esos gobiernos suficientemente dúctiles eran muy raros. Saboya en Italia seguía simpatizando con el liberalismo y despertaba un creciente apoyo de los moderados que buscaban en ella ayuda para el caso de una unificación del país. Un grupo de católicos liberales, animado por el curioso y poco duradero fenómeno de bajo el nuevo pontífice Pío IX (1846), soñaba, casi infructuosamente, con movilizar la fuerza de la Iglesia para el mismo propósito. En Alemania ningún Estado de importancia dejaba de sentir hostilidad hacia el liberalismo. Lo que no impedía que algunos moderados -menos de lo que la propaganda histórica prusiana ha insinuado- mirasen hacia Prusia, que por lo menos había creado una unión aduanera alemana (1834), y soñaran más que en las barricadas, en los príncipes convertidos al liberalismo. En Polonia, en donde la perspectiva de una reforma moderada con el apoyo del zar ya no alentaba al grupo de magnates (los Czartoryski) que siempre pusieron sus esperanzas en ella, los liberales confiaban en una intervención diplomática de Occidente. Ninguna de estas perspectivas era realista, tal como estaban las cosas entre 1830 y 1848.

También los radicales estaban muy disgustados con el fracaso de los franceses en representar el papel de liberadores internacionales que les había atribuido la gran revolución y la teoría revolucionaria. En realidad, ese disgusto, unido al creciente nacionalismo de aquellos años y a la aparición de diferencias en las aspiraciones revolucionarias de cada país, destrozó el internacionalismo unificado al que habían aspirado los revolucionarios durante la Restauración. Las perspectivas estratégicas seguían siendo las mismas. Una Francia neojacobina y quizá (como pensaba Marx) una Inglaterra radicalmente intervencionista, seguían siendo casi indispensables para la liberación europea, a falta de la improbable perspectiva de una revolución.(9) Sin embargo, una reacción nacionalista contra el internacionalismo -centrado en Francia- del período carbonario ganó terreno, una emoción muy adecuada a la nueva moda del romanticismo (véase capítulo XIV) que captó a gran parte de la izquierda después de 1830: no puede haber mayor contraste que entre el reservado racionalista y profesor de música dieciochesco Buonarroti y el peludo e ineficazmente teatral Giuseppe Mazzini (1805-1872), quien llegó a ser el apóstol de aquella reacción anticarbonaria, formando varias conspiraciones nacionales (la , la , la , etc.), unidas en una genérica . En un sentido, esta descentralización del movimiento revolucionario fue realista, pues en 1848 las naciones se alzaron por separado, espontánea y simultáneamente. En otro sentido, no lo fue: el estímulo para su simultánea erupción procedía todavía de Francia, y la repugnancia francesa a representar el papel de libertadora ocasionó el fracaso de aquellos movimientos.

Románticos o no, los radicales rechazaban la confianza de los moderados en los príncipes y los potentados, por razones prácticas e ideológicas. Los pueblos debían prepararse para ganar su libertad por sí mismos y no por nadie que quisiera dársela -sentimiento que también adaptaron para su uso los movimientos proletario-socialistas de la misma época-. La libertad debía conseguirse por la . Pero ésta era una concepción todavía carbonaria, al menos mientras las masas permaneciesen pasivas. Por tanto, no fue muy efectiva, aunque hubiese una enorme diferencia entre los ridículos preparativos con los que Mazzini intentó la invasión de Saboya y las serias y continuas tentativas de los demócratas polacos para sostener o revivir la actividad de guerrillas en su país después de la derrota de 1831. Pero asimismo, la decisión de los radicales de tomar el poder sin o contra las fuerzas establecidas, produjo una nueva división en sus filas. ¿Estaban o no preparados para hacerlo al precio de una revolución social?

IV

El problema era inflamatorio en todas partes, salvo en los Estados Unidos, en donde nadie podía refrenar la decisión de movilizar al pueblo para la política, tomada ya por la democracia jacksoniana.(10) Pero, a pesar de la aparición de un Workingmen’s Party (partido de los trabajadores) en los Estados Unidos en 1828-1829, la revolución social de tipo europeo no era una solución seria en aquel vasto y expansivo país, aunque hubiese sus grupos de descontentos. Tampoco era inflamatorio en Hispanoamérica, en donde ningún político, con la excepción quizá de los mexicanos, soñaba con movilizar a los indios (es decir, a los campesinos y labriegos), los esclavos negros o incluso a los mestizos (es decir, pequeños propietarios artesanales y pobres urbanos) para una actividad pública. Pero en la Europa occidental, en donde la revolución social llevada a cabo por los pobres de las ciudades era una posibilidad real, y en la gran zona europea de la revolución agraria, el problema de si se apelaba o no a las masas era urgente e inevitable.

El creciente descontento de los pobres -especialmente de los pobres urbanos- era evidente en toda la Europa occidental. Hasta en la Viena imperial se reflejaba en ese fiel espejo de las actitudes de la plebe y la pequeña burguesía que era el teatro popular suburbano. En el período napoleónico, sus obras combinaban la Gemuetlichkeit con una ingenua lealtad a los Habsburgo. Su autor más importante en los años 1820, Ferdinand Raimund, llenaba los escenarios con cuentos de hadas, melancolía y nostalgia de la perdida inocencia de la antigua comunidad sencilla, tradicionalista y no capitalista. Pero, desde 1835, la escena vienesa estaba dominada por una -Johann Nestroy- que empezó siendo un satírico político y social, un talento amargo y dialéctico, un espíritu corrosivo, para acabar convertido en un entusiasta revolucionario de 1848. Hasta los emigrantes alemanes que pasaban por El Havre, daban como razón para su desplazamiento a los Estados Unidos -que por los años 1830 empezaban a ser el país soñado por los europeos pobres- la de que .

El descontento urbano era universal en Occidente. Un movimiento proletario y socialista se advertía claramente en los países de la doble revolución, Inglaterra y Francia (v. también cap. XI). En Inglaterra surgió hacia 1830 y adquirió la madura forma de un movimiento de masas de trabajadores pobres que consideraba a los liberales y los como probables traidores y a los capitalistas y los como seguros enemigos. El vasto movimiento en favor de la , que alcanzó su cima en 1839-1842, pero conservando gran influencia hasta después de 1848, fue su realización más formidable. El socialismo británico o fue mucho más débil. Empezó de manera impresionante en 1829-1834, reclutando una gran cantidad de trabajadores como militantes de sus doctrinas (que habían sido propagadas principalmente entre los artesanos y los mejores trabajadores desde unos años antes) e intentando ambiciosamente establecer una nacional de las clases trabajadoras que, bajo la influencia owenista, incluso trató de establecer una economía cooperativa general superando a la capitalista. La desilusión después del Acta de Reforma de 1832 hizo que el grueso del movimiento laborista considerase a los owenistas -cooperadores y primitivos revolucionarios sindicalistas- como sus dirigentes, pero su fracaso en desarrollar una efectiva política estratégica y directiva, así como las sistemáticas ofensivas de los patronos y el gobierno, destruyeron el movimiento en 1834-1836. Este fracaso redujo a los socialistas a grupos propagandísticos y educativos un poco al margen de la principal corriente de agitación o a precursores de una más modesta cooperación en forma de tiendas cooperativas, iniciada en Rochdale, Lancashire, en 1844. De aquí la paradoja de que la cima del movimiento revolucionario de las masas de trabajadores pobres británicos, el cartismo, fuera ideológicamente algo menos avanzado, aunque políticamente más maduro que el movimiento de 1829-1834. Pero ello no le salvó de la derrota por la incapacidad política de sus jefes, sus diferencias locales y su falta de habilidad para concertar una acción nacional aparte de la preparación de monstruosas peticiones.

En Francia no existía un movimiento parecido de masas trabajadoras en la industria: los militantes franceses del en 1830-1848 eran, en su mayor parte, anticuados artesanos y jornaleros urbanos, procedentes de los centros de la tradicional industria doméstica, como las sederías de Lyon. (Los archirrevolucionarios canuts de Lyon no eran siquiera jornaleros, sino una especie de pequeños patronos). Por otra parte, las diferentes ramas del nuevo socialismo -los seguidores de Saint-Simon, Fourier, Cabet, etc.- se desinteresaban de la agitación política, aunque de hecho, sus pequeños conciliábulos y grupos -sobre todo los furieristas- iban a actuar como núcleos dirigentes de las clases trabajadoras y organizadoras de la acción de las masas al alborear la revolución de 1848. Por otra parte, Francia poseía la poderosa tradición, políticamente muy desarrollada, del ala izquierda jacobina y babuvista, una gran parte de la cual se hizo comunista después de 1830. Su caudillo más formidable fue Augusto Blanqui (1805-1881), discípulo de Buonarroti.

En términos de análisis y teoría social, el blanquismo tenía poco con qué contribuir al socialismo, excepto con la afirmación de su necesidad y la decisiva observación de que el proletariado de los explotados jornaleros sería su arquitecto y la clase media (ya no la alta) su principal enemigo. En términos de estrategia política y organización, adaptó a la causa de los trabajadores el órgano tradicional revolucionario, la secreta hermandad conspiradora -despojándola de mucho de su ritualismo y sus disfraces de la época de la Restauración-, y el tradicional método revolucionario jacobino, insurrección y dictadura popular centralizada. De los blanquistas (que a su vez derivaban de Saint-Just, Babeuf y Buonarroti), el moderno movimiento socialista revolucionario adquirió el convencimiento de que su objetivo debía ser apoderarse del poder e instaurar (esta expresión es de cuño blanquista). La debilidad del blanquismo era en parte la debilidad de la clase trabajadora francesa. A falta de un gran movimiento de masas conservaba, como sus predecesores los carbonarios, una ¡Error! No se encuentra el origen de la referencia. que planeaba sus insurrecciones un poco en el vacío, por lo que solían fracasar como en el frustrado levantamiento de 1839.

Por todo ello, la clase trabajadora o la revolución urbana y socialista aparecían como peligros reales en la Europa occidental, aun cuando en los países más industrializados, como Inglaterra y Bélgica, los gobiernos y las clases patronales las mirasen con relativa -y justificada- placidez: no hay pruebas de que el gobierno británico estuviera seriamente preocupado por la amenaza al orden público de los cartistas, numerosos pero divididos, mal organizados y peor dirigidos.(12) Por otra parte, la población rural no estaba en condiciones de estimular a los revolucionarios o asustar a los gobernantes. En Inglaterra, el gobierno sintió cierto pánico pasajero cuando una ola de tumultos y destrucciones de máquinas se propagó entre los hambrientos labriegos del Sur y el Este de la nación a finales de 1830. La influencia de la Revolución francesa de julio, fue detectada en esta espontánea, amplia y rápidamente apaciguada ¡Error! No se encuentra el origen de la referencia.,(13) castigada con mucha mayor dureza que las agitaciones cartistas, como era quizá de esperar en vista de la situación política, mucho más tensa que durante el período del Acta de Reforma. Sin embargo, la inquietud agraria pronto recayó en formas políticas menos temibles. En las demás zonas avanzadas económicamente, excepto en algunas de la Alemania occidental, no se esperaban serios movimientos revolucionarios agrarios y el aspecto exclusivamente urbano de la mayor parte de los revolucionarios carecía de aliciente para los campesinos. En toda la Europa occidental (dejando aparte la Península Ibérica) sólo Irlanda padecía un largo y endémico movimiento de revolución agraria, organizado en secreto y disperso en sociedades terroristas como los Ribbonmen y los Whiteboys. Pero social y políticamente Irlanda pertenecía a un mundo diferente del de sus vecinos.

El principio de la revolución social dividió a los radicales de la clase media, es decir, a los grupos de descontentos hombres de negocios, intelectuales, etc., que se oponían a los moderados gobiernos liberales de 1830. En Inglaterra, se dividieron en los que estaban dispuestos a sostener el cartismo o hacer causa común con él (como en Birmingham o en la Complete Suffrage Union del cuáquero Joseph Sturge) y los que insistían (como los miembros de la Liga Anti-Corn Law) en combatir a la aristocracia y al cartismo. Predominaban los intransigentes, confiados en la mayor homogeneidad de su conciencia de clase, en su dinero, que derrochaban a manos llenas, y en la efectividad de la organización propagandista y consultiva que constituían. En Francia, la debilidad de la oposición oficial a Luis Felipe y la iniciativa de las masas revolucionarias de París hicieron girar la decisión en otro sentido. -escribía el poeta radical Béranger después de la revolución de febrero de 1848-. .(14) La ruptura de los radicales de la clase media con la extrema izquierda sólo se produciría después de la revolución.

Para la descontenta pequeña burguesía de artesanos independientes, tenderos, granjeros y demás que (unidos a la masa de obreros especializados) formaban probablemente el principal núcleo de radicalismo en Europa occidental, el problema era menos abrumador. Por su origen modesto simpatizaban con el pobre contra el rico; como hombres de pequeño caudal simpatizaban con el rico contra el pobre. Pero la división de sus simpatías los llenaba de dudas y vacilaciones acerca de la conveniencia de un gran cambio político. Llegado el momento se mostrarían, aunque débilmente, jacobinos, republicanos y demócratas. Vacilantes componentes de todos los frentes populares, eran, sin embargo, un componente indispensable, hasta que los expropiadores potenciales estuvieran realmente en el poder.

V

En el resto de la Europa revolucionaria, en donde el descontento de las clases bajas del país y los intelectuales formaban el núcleo central del radicalismo, el problema era mucho más grave, pues las masas las constituían los campesinos; muchas veces unos campesinos pertenecientes a diferentes naciones que sus terratenientes y sus hombres de la ciudad: eslavos y rumanos en Hungría, ucranianos en la Polonia oriental, eslavos en distintas regiones de Austria. Y los más pobres y menos eficientes propietarios, los que carecían de medios para abandonar el estado legal que les proporcionaban sus medios de vida, eran a menudo los más radicalmente nacionalistas. Desde luego, mientras la masa campesina permaneciera sumida en la ignorancia y en la pasividad política, el problema de su ayuda a la revolución era menos inmediato de lo que podía haber sido, pero no menos explosivo. Y ya en los años 1840 y siguientes, esta pasividad no se podía dar por supuesta. La rebelión de los siervos en Galitzia, en 1846, fue el mayor alzamiento campesino desde los días de la Revolución francesa de 1789.

Aunque el problema fuera candente, también era, hasta cierto punto, retórico. Económicamente, la modernización de zonas retrógadas, como las de Europa oriental, exigía una reforma agraria, o cuando menos la abolición de la servidumbre que todavía subsistía en los Imperios austríaco, ruso y turco. Políticamente, una vez que el campesinado llegase al umbral de una actividad, era seguro que habría de hacer algo para satisfacer sus peticiones, en todo caso en los países en que los revolucionarios luchaban contra un gobierno extranjero. Si los revolucionarios no atraían a su lado a los campesinos, lo harían los reaccionarios; en todo caso, los reyes legítimos, los emperadores y las Iglesias tenían la ventaja táctica de que los campesinos tradicionalistas confiaban en ellos más que en los señores y todavía estaban dispuestos, en principio, a esperar justicia de ellos. Y los monarcas, a su vez, estaban dispuestos a utilizar a los campesinos contra la clase media si lo creyeran necesario o conveniente: los Borbones de Nápoles lo hicieron sin dudarlo, en 1799, contra los jacobinos napolitanos. ¡Error! No se encuentra el origen de la referencia. -gritarían los campesinos lombardos, en 1848, aclamando al general austríaco que aplastó el alzamiento nacionalista.(15) El problema para los radicales en los países subdesarrollados no era el de buscar la alianza con los campesinos, sino el de saber si lograrían conseguirla.

Por eso, en tales países, los radicales se dividieron en dos grupos: los demócratas y la extrema izquierda. Los primeros (representados en Polonia por la Sociedad Democrática Polaca, en Hungría por los partidarios de Kossuth, en Italia por los mazzinianos), reconocían la necesidad de atraer a los campesinos a la causa revolucionaria, donde fuera necesario con la abolición de la servidumbre y la concesión de derechos de propiedad a los pequeños cultivadores, pero esperaban una especie de coexistencia pacífica entre una nobleza que renunciara voluntariamente a sus derechos feudales -no sin compensación- y un campesinado nacional. Sin embargo, en donde el viento de la rebelión campesina no sopló demasiado fuerte o el miedo de su explotación por los príncipes no era grande (como en gran parte de Italia), los demócratas descuidaron en la práctica el proveerse de un programa social y agrario, prefiriendo predicar las generalidades de la democracia política y la liberación nacional.

La extrema izquierda concebía la lucha revolucionaria como una lucha de las masas simultáneamente contra los gobiernos extranjeros y los explotadores domésticos. Anticipándose a los revolucionarios nacional-sociales de nuestro siglo, dudaban de la capacidad de la nobleza y de la débil clase media, con sus intereses frecuentemente ligados a los del gobierno, para guiar a la nueva nación hacia su independencia y modernización. Su programa estaba fuertemente influido por el naciente socialismo occidental, aunque, a diferencia de la mayor parte de los socialistas premarxistas, eran revolucionarios políticos y críticos sociales. Así la efímera república de Cracovia, en 1846, abolió todas las cargas de los campesinos y prometió a sus pobres urbanos . Los carbonarios más avanzados del Sur de Italia adoptaron el programa babuvista-blanquista. Quizá, excepto en Polonia, esta corriente de pensamiento fue relativamente débil, y su influencia disminuyó mucho por el fracaso de los movimientos compuestos sustancialmente de escolares, estudiantes, intelectuales de origen mesocrático o plebeyo y unos cuantos idealistas en su intento de movilizar a los campesinos que con tanto afán querían reclutar.(16)

Por tanto, los radicales de la Europa subdesarrollada nunca resolvieron efectivamente su problema, en parte por la repugnancia de sus miembros a hacer concesiones adecuadas u oportunas a los campesinos y, en parte, por la falta de madurez política de esos mismos campesinos. En Italia, las revoluciones de 1848 fueron conducidas sustancialmente sobre las cabezas de una población rural inactiva; en Polonia (en donde el alzamiento de 1846 se transformó rápidamente en una rebelión campesina contra la burguesía polaca, estimulada por el gobierno austríaco), ninguna revolución tuvo lugar en 1848, salvo en la Posnania prusiana. Incluso en la más avanzada de las naciones revolucionarias -Hungría- las reformas iniciadas por el gobierno respondían al designio de impedir la movilización de los campesinos para una guerra de liberación nacional. Y sobre una gran parte de la Europa oriental, los campesinos eslavos, vistiendo uniformes de soldados imperiales, fueron los que efectivamente reprimieron a los revolucionarios germanos y magiares.

VI

A pesar de estar ahora divididos por las diferencias de condiciones locales, por la nacionalidad y por las clases, los movimientos revolucionarios de 1830-1848, conservaban muchas cosas en común. En primer lugar, como hemos visto, seguían siendo en su mayor parte organizaciones de conspiradores de clase media e intelectuales, con frecuencia exiliados, o limitadas al relativamente pequeño mundo de la cultura. (Cuando las revoluciones estallaban, el pueblo, naturalmente, se sumaba a ellas. De los 350 muertos en la insurrección de Milán de 1848, sólo muy pocos más de una docena fueron estudiantes, empleados o miembros de familias acomodadas. Setenta y cuatro fueron mujeres y niños, y el resto artesanos y obreros).(17) En segundo lugar, conservaban un patrón común de conducta política, ideas estratégicas y tácticas, etc., derivado de la experiencia heredada de la revolución de 1789, y un fuerte sentido de unidad internacional.

El primer factor se explica fácilmente. Una tradición de agitación y organización de masas sólidamente establecida como parte de la normal (y no inmediatamente pre o posrevolucionaria) vida social, apenas existía, a no ser en los Estados Unidos e Inglaterra y quizá Suiza, Holanda y Escandinavia. Las condiciones para ello no se daban fuera de Inglaterra y los Estados Unidos. El que un periódico alcanzara una circulación semanal de más de 60.000 ejemplares y un número mucho mayor de lectores, como el cartista , en abril de 1839(18), era inconcebible en otro país. El número corriente de ejemplares tirados por un periódico era el de 5.000, aunque los oficiosos o -desde los años 1830- de puro entretenimiento probablemente pasaran de 20.000 en un país como Francia.(19) Incluso en países constitucionales como Bélgica y Francia, la agitación legal de la extrema izquierda sólo era permitida intermitentemente, y con frecuencia sus organizadores se consideraban ilegales. En consecuencia, mientras existía un simulacro de política democrática entre las restringidas clases que formaban el país legal, con alguna repercusión entre las no privilegiadas, las actividades fundamentales de una política de masas -campañas públicas para presionar a los gobiernos, organización de masas políticas, peticiones, oratoria ambulante dirigida al pueblo, etc.- apenas eran posibles. Fuera de Inglaterra, nadie habría pensado seriamente en conseguir una ampliación del fuero parlamentario mediante una campaña de recogida de firmas y manifestaciones públicas, o tratar de abolir una ley impopular por medio de una presión de las masas, como respectivamente trataron de hacer el cartismo y la Liga Anti-Corn Law. Los grandes cambios constitucionales significan una ruptura con la legalidad, y lo mismo pasa con los grandes cambios sociales.

Las organizaciones ilegales son naturalmente más reducidas que las legales, y su composición social dista mucho de ser representativa. Desde luego la evolución de las sociedades secretas carbonarias generales en proletario-revolucionarias como las blanquistas, produjo una relativa disminución en sus miembros de la clase media y un aumento en los de la clase trabajadora, por ejemplo, en el número de artesanos y obreros especializados. Las organizaciones blanquistas entre 1830 y 1848 se decía que estaban constituidas casi exclusivamente por hombres de la clase más baja.(20) Así, la Liga alemana de los Proscritos (que más adelante se convertiría en la Liga de los Justos y en la Liga Comunista de Marx y Engels), cuya médula la formaban jornaleros alemanes expatriados. Pero éste era un caso más bien excepcional. El grueso de los conspiradores seguía formado, como antes, por hombres de las clases profesionales o de la pequeña burguesía, estudiantes y escolares, periodistas, etc., aunque quizá con una proporción menor (fuera de los países ibéricos) de jóvenes oficiales que en los momentos culminantes del carbonarismo.

Además, hasta cierto punto toda la izquierda europea y americana continuaba combatiendo a los mismos enemigos y compartiendo las mismas aspiraciones y el mismo programa. .(21) ¿Qué radical o revolucionario habría discrepado de ellos? Si era burgués, favorecería un Estado en el cual la propiedad como tal (como en las Constituciones de 1830-1832, que hacían depender el voto de una determinada cantidad de riqueza), tendría cierta holgura económica; si era socialista o comunista, pretendería que la propiedad fuera socializada. Sin duda, el punto crítico se alcanzaría -en Inglaterra ya se había alcanzado en el tiempo del cartismo- cuando los antiguos aliados contra reyes, aristócratas y privilegiados se volvieran unos contra otros y el conflicto fundamental quedara reducido a la lucha entre burgueses y trabajadores. Pero antes de 1848, en ninguna otra parte se había llegado a ello. Sólo la gran burguesía de unos pocos países figuraba hasta ahora de manera oficial en el campo gubernamental. E incluso los proletarios comunistas más conscientes se consideraban y actuaban como la más extrema izquierda del movimiento radical y democrático general, y miraban el establecimiento de la república demoburguesa como un preliminar indispensable para el ulterior avance del socialismo. El Manifiesto Comunista de Engels y Marx es una declaración de futura guerra contra la burguesía, pero -en Alemania al menos- de alianza con ella en el presente. La clase media alemana más avanzada, los industriales de Renania, no sólo pidieron a Marx que editara su órgano radical, la , en 1848; Marx aceptó y lo editó no simplemente como un órgano comunista, sino también como portavoz y conductor del radicalismo alemán.

Más que una perspectiva común, las izquierdas europeas compartían un cuadro de lo que sería la revolución, derivado de la de 1789, con pinceladas de la de 1830. Habría una crisis en los asuntos políticos del Estado, que conduciría a una insurrección. (La idea carbonaria de un golpe de una minoría selecta o un alzamiento organizado, sin referencias al clima general político o económico estaba cada vez más desacreditada, salvo en los países ibéricos, sobre todo, por el ruidoso fracaso de varios intentos de esa clase en Italia -por ejemplo, en 1833-1834 y 1841-1845- y de como los preparados en 1836 por Luis Bonaparte, sobrino del emperador). Se alzarían barricadas en la capital; los revolucionarios se apoderarían del palacio real, el Parlamento o (como querían los extremistas, que se acordaban de 1792) el Ayuntamiento, izarían en ellos la bandera tricolor y proclamarían la República y un gobierno provisional. El país, entonces, aceptaría el nuevo régimen. La importancia decisiva de las capitales era reconocida universalmente, pero sólo después de 1848, los gobiernos empezaron a modificarlas para facilitar los movimientos de las tropas contra los revolucionarios.

Se organizaría una guardia nacional, constituida por ciudadanos armados, se convocarían elecciones democráticas para una Asamblea Constituyente, el gobierno provisional se convertiría en definitivo cuando la nueva Constitución entrara en vigor. El nuevo régimen prestaría una ayuda fraternal a las demás revoluciones que, casi seguramente, se producirían. Lo que ocurriera después, pertenecía a la era posrevolucionaria, para la cual, también los acontecimientos de Francia, en 1792-1799, proporcionaban abundantes y concretos modelos de lo que había que hacer y lo que había que evitar. Las inteligencias de los más jacobinos entre los revolucionarios se inclinaban, naturalmente, hacia los problemas de la salvaguardia de la revolución contra los intentos de los contrarrevolucionarios nativos o extranjeros para aniquilarla. En resumen, puede decirse que la extrema izquierda política estaba decididamente a favor del principio (jacobino) de centralización y de un fuerte poder ejecutivo, frente a los principios (girondinos) de federalismo, descentralización y división de poderes.

Esta perspectiva común estaba muy reforzada por la fuerte tradición del internacionalismo, que sobrevivía incluso entre los separatistas nacionalistas que se negaban a aceptar la jefatura automática de cualquier país, por ejemplo, Francia, o mejor dicho, París. La causa de todas las naciones era la misma, aun sin considerar el hecho evidente de que la liberación de la mayor parte de los europeos parecía implicar la derrota del zarismo. Los prejuicios nacionales (que, como decían los , ) desaparecerían en el mundo de la fraternidad. Las tentativas de crear organismos revolucionarios internacionales nunca cesaron, desde la de Mazzini -concebida como lo contrario de las antiguas internacionales masónico-carbonarias- hasta la Asociación Democrática para la Unificación de Todos los Países, de 1847. Entre los movimientos nacionalistas, tal internacionalismo tendía a perder importancia, pues los países que ganaban su independencia y entablaban relaciones con los demás pueblos veían que éstas eran mucho menos fraternales de lo que habían supuesto. En cambio, entre los social-revolucionarios que cada vez aceptaban más la orientación proletaria, ese internacionalismo ganaba fuerza. La Internacional, como organización y como canto, iba a ser parte integrante de los posteriores movimientos socialistas del siglo.

Un factor accidental que reforzaría el internacionalismo de 1830-1848, fue el exilio. La mayor parte de los militantes de las izquierdas continentales estuvieron expatriados durante algún tiempo, muchos durante décadas, reunidos en las relativamente escasas zonas de refugio o asilo: Francia, Suiza y bastante menos Inglaterra y Bélgica. (Las Américas estaban demasiado lejos para una emigración política temporal, aunque atrajeran a algunos). El mayor contingente de exiliados lo proporcionó la gran emigración polaca -entre cinco y seis mil personas(22) fugitivas de su país a causa de la derrota de 1831-, seguido del de la italiana y alemana (ambas reforzadas por importantes grupos de emigrados no políticos o comunidades de sus nacionalidades instaladas en otros países). Por los años 1840, una pequeña colonia de acaudalados intelectuales rusos habían asimilado las ideas revolucionarias occidentales en viajes de estudio por el extranjero o buscaban una atmósfera más cordial que la de las mazmorras o los trabajos forzados de Nicolás I. También se encontraban estudiantes y residentes acomodados de países pequeños o atrasados en las dos ciudades que formaban los soles culturales de la Europa oriental, Hispanoamérica y Levante: París primero y más tarde Viena.

En los centros de refugio los emigrados se organizaban, discutían, disputaban, se trataban y se denunciaban unos a otros, y planeaban la liberación de sus países o, entre tanto sonaba esa hora, la de otros pueblos. Los polacos y algo menos los italianos (el desterrado Garibaldi luchó por la libertad de diferentes países hispanoamericanos) llegaron a formar unidades internacionales de revolucionarios militantes. Ningún alzamiento o guerra de liberación en cualquier lugar de Europa, entre 1831 y 1871, estaría completo sin la presencia de su correspondiente contingente de técnicos o combatientes polacos; ni siquiera (se ha sostenido) el único alzamiento en armas durante el período cartista, en 1839. Pero no fueron los únicos. Un expatriado liberador de pueblos verdaderamente típico, Harro Harring -danés, según decía- combatió sucesivamente por Grecia, en 1821, por Polonia, en 1830-1831, como miembro de la , la , de Mazzini, y la más borrosa ; al otro lado del Océano, en la lucha por unos proyectados Estados Unidos de Hispanoamérica, y en Nueva York, antes de regresar a Europa para participar en la revolución de 1848; a pesar de lo cual, le quedó tiempo para escribir y publicar libros titulados Los pueblos, Gotas de sangre, Palabras de un hombre y Poesía de un escandinavo.(23)

Un destino común y un común ideal ligaba a aquellos expatriados y viajeros. La mayor parte de ellos se enfrentaban con los mismos problemas de pobreza y vigilancia policíaca, de correspondencia clandestina, espionaje y asechanzas de agentes provocadores. Como el fascismo en la década de 1930, el absolutismo en las de 1830 y 1840 confinaba a sus enemigos. Entonces, como un siglo después, el comunismo que trataba de explicar y hallar soluciones a la crisis social del mundo, atraía a los militantes y a los intelectuales meramente curiosos a su capital -París- añadiendo una nueva y grave fascinación a los encantos más ligeros de la ciudad ().(24) En aquellos centros de refugio los emigrados formaban esa provisional -pero con frecuencia permanente- comunidad del exilio, mientras planeaban la liberación de la humanidad. No siempre les gustaba o aprobaban lo que hacían los demás, pero los conocían y sabían que su destino era el mismo. Juntos preparaban la revolución europea, que se produciría -y fracasaría- en 1848.


NOTAS CAPÍTULO VI

(1) Ludwig Boerne, GesammelteSchriften, III, páginas 130-131.
(2) Memoirs of Prince Metternich, III, pág. 468.
(3) Sólo en la práctica, con muchos más privilegios restringidos que en 1791.
* Traducción española, Guadarrama, 1969.
(4) Viena Verwaltungsarchiv, Polizeilhofstelle H 136/1834, passim.
(5) Estos eran: 1. Sufragio universal. 2. Voto por papeleta. 3. Igualdad de distritos electorales. 4. Pago a los miembros del parlamento. 5. Parlamentos anuales. 6. Abolición de la condición de propietarios para los candidatos.
(6) Para Grecia, véase también el cap. VII.
(7) Los ingleses se habían interesado por España gracias a los refugiados liberales españoles, con quienes mantuvieron contacto desde los años 1820. También el anticatolicismo británico influyó bastante en dar a la afición a las cosas de España -inmortalizada en La Biblia en España, de George Borrow, y el famoso Handbook of Spain, de Murray- un carácter anticarlista.
(8) Guizot: Of Democracy in Modern Societies, Londres, 1838, pág. 32.
(9) El más lúcido estudio de esta estrategia revolucionaria general está contenido en los artículos de Marx en la , durante la revolución de 1848.
(10) Exceptuando, claro está, a los esclavos del sur.
(11) M. L. Hansen: The Atlantic Migration, 1945, pág. 147.
(12) F. C. Mather: The Government and the Chartists, en A. Briggs, ed., Chartists Studies, 1959.
(13) Cf. Parliamentary Papers, XXXIV de 1834; respuestas a la pregunta 53, (), por ejemplo, Lambourn, Speen (Berks), Steeple Claydon (Bucks), Bonington (Glos), Evenley (Northants).
(14) R. Dautry: 1848 et la Deuxième République, 1848, página 80.
(15) St. Kieniewicz: La Pologne et l’Italie à l’époque du printemps des peuples, en La Pologne au Xe Congrès International Historique, 1955, pág. 245.
(16) Sin embargo, en algunas zonas de pequeña propiedad campesina, arrendamientos o aparcerías, como La Romaña o partes del Sudoeste de Alemania, el radicalismo de tipo mazziniano consiguió obtener bastante apoyo de las masas en 1848 y más tarde.
(17) D. Cantimori, en F. Fejtö, ed., The Opening of an Era: 1848, 1948, pág. 119.
(18) D.Read: Press and People, 1961, pág. 216.
(19) Irene Collins: Government and Newspaper Press in France, 1814-1881, 1959.
(20) Cf. E. J. Hobsbawm: Primitive Rebels, 1959, páginas 171-172; V. Volguine: Les ideés socialistes et communistes dans les sociétés secrètes, , II, 1954, págs. 10-37; A. B. Spitzer: The Revolutionary Theories of Auguste Blanqui, 1957, págs. 165-166.
(21) G. D. H. Cole y A. W. Filson: British Working Class Movements, , 1951, pág. 402.
(22) J. Zubrzycki: Emigration from Poland, , IV, 1952-1953, pág. 248.
(23) Harro Harring tuvo la mala suerte de suscitar la hostilidad de Marx, quien empleó algunas de sus formidables dotes para la inventiva satírica en ridiculizarle ante la posteridad en su Die Grossen Maenner des Exils (Marx-Engels: Werke, Berlín, 1960, vól. 8, págs. 292-298).
(24) Engels a Marx, 9 de marzo de 1847.