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LA REVOLUCIÓN FRANCESA (1° parte)
E. J. HOBSBAWM
En el libro LAS REVOLUCIONES BURGUESAS
Un inglés que no esté lleno de estima y admiración por la sublime manera en que una de las más IMPORTANTES REVOLUCIONES que el mundo ha conocido se está ahora efectuando, debe de estar muerto para todo sentimiento de virtud y libertad; ninguno de mis compatriotas que haya tenido la buena fortuna de presenciar las transacciones de los últimos tres días en esta ciudad, testificará que mi lenguaje es hiperbólico.
Del “Morning Post” (21 de julio de 1789, sobre la toma de la Bastilla).
Pronto las naciones ilustradas procesarán a quienes las han gobernado hasta ahora.
Los reyes serán enviados al desierto a hacer compañía a las bestias feroces a las que se parecen, y la naturaleza recobrará sus derechos.
(SAINT-JUST: Discurso sobre la Constitución de Francia, pronunciado en la Convención el 24 de abril de 1793.)
Si la economía del mundo del siglo XIX se formó principalmente bajo la influencia de la revolución industrial inglesa, su política e ideología se formaron principalmente bajo la influencia de la Revolución francesa. Inglaterra proporcionó el modelo para sus ferrocarriles y fábricas y el explosivo económico que hizo estallar las tradicionales estructuras económicas y sociales del mundo no europeo, pero Francia hizo sus revoluciones y les dio sus ideas, hasta el punto de que cualquier cosa tricolor se convirtió en el emblema de todas las nacionalidades nacientes. Entre 1789 y 1917, las políticas europeas (y las de todo el mundo) lucharon ardorosamente en pro o en contra de los principios de 1789 o los más incendiarios todavía de 1793. Francia proporcionó el vocabulario y los programas de los partidos liberales, radicales y democráticos de la mayor parte del mundo. Francia ofreció el primer gran ejemplo, el concepto y el vocabulario del nacionalismo. Francia proporcionó los códigos legales, el modelo de organización científica y técnica y el sistema métrico decimal a muchísimos países. La ideología del mundo moderno penetró por primera vez en las antiguas civilizaciones, que hasta entonces habían resistido a las ideas europeas, a través de la influencia francesa. Esta fue la obra de la Revolución francesa(1).
Como hemos visto, el siglo XVIII fue una época de crisis para los viejos regímenes europeos y para sus sistemas económicos, y sus últimas décadas estuvieron llenas de agitaciones políticas que a veces alcanzaron categoría de revueltas, de movimientos coloniales autonomistas e incluso secesionistas: no sólo en los Estados Unidos (1776-1783), sino también en Irlanda (1782-1784), en Bélgica y Lieja (1787-1790), en Holanda (1783-1787), en Ginebra, e incluso —se ha discutido— en Inglaterra (1779). Tan notable es este conjunto de desasosiego político que algunos historiadores recientes han hablado de una “era de revoluciones democráticas” de las que la francesa fue solamente una, aunque la más dramática y de mayor alcance.(2)
Desde luego, como la crisis del antiguo régimen no fue un fenómeno puramente francés, dichas observaciones no carecen de fundamento. Incluso se puede decir que la Revolución rusa de 1917 (que ocupa una posición de importancia similar en nuestro siglo) fue simplemente el más dramático de toda una serie de movimientos análogos, como los que —algunos años antes— acabaron derribando a los viejos Imperios chino y turco. Sin embargo, hay aquí un equívoco. La Revolución francesa puede no haber sido un fenómeno aislado, pero fue mucho más fundamental que cualquiera de sus contemporáneas y sus consecuencias fueron mucho más profundas. En primer lugar, sucedió en el más poderoso y populoso Estado europeo (excepto Rusia). En 1789, casi de cada cinco europeos, uno era francés. En segundo lugar de todas las revoluciones que la precedieron y la siguieron fue la única revolución social de masas, e inconmensurablemente más radical que cualquier otro levantamiento. No es casual que los revolucionarios norteamericanos y los “jacobinos” británicos que emigraron a Francia por sus simpatías políticas, se consideraran moderados en Francia. Tom Paine, que era un extremista en Inglaterra y Norteamérica, figuró en París entre los más moderados de los girondinos. Los resultados de las revoluciones americanas fueron, hablando en términos generales, que los países quedaran poco más o menos como antes, aunque liberados del dominio político de los ingleses, los españoles o los portugueses. En cambio, el resultado de la Revolución francesa fue que la época de Balzac sustituyera a la de Madame Dubarry.
En tercer lugar, de todas las revoluciones contemporáneas, la francesa fue la única ecuménica. Sus ejércitos se pusieron en marcha para revolucionar al mundo, y sus ideas lo lograron. La revolución norteamericana sigue siendo un acontecimiento crucial en la historia de los Estados Unidos, pero (salvo en los países directamente envueltos en ella y por ella) no dejó huellas importantes en ninguna parte. La Revolución francesa, en cambio, es un hito en todas partes. Sus repercusiones, mucho más que las de la revolución norteamericana, ocasionaron los levantamientos que llevarían a la liberación de los países iberoamericanos después de 1808. Su influencia directa irradió hasta Bengala, en donde Ram Mohan Roy se inspiró en ella para fundar el primer movimiento reformista hindú, precursor del moderno nacionalismo indio. (Cuando Ram Mohan Roy visitó Inglaterra en 1830, insistió en viajar en un barco francés para demostrar su entusiasmo por los principios de la Revolución francesa.) Fue, como se ha dicho con razón, “el primer gran movimiento de ideas en la cristiandad occidental que produjo algún efecto real sobre el mundo del Islam”(3), y esto casi inmediatamente. A mediados del siglo XIX la palabra turca “vatan”, que antes significaba sólo el lugar de nacimiento o residencia de un hombre, se había transformado bajo la influencia de la Revolución francesa en algo así como “patria”; el vocablo “libertad”, que antes de 1800 no era más que un término legal denotando lo contrario que “esclavitud”, también había empezado a adquirir un nuevo contenido político. La influencia indirecta de la Revolución francesa es universal, pues proporcionó el patrón para todos los movimientos revolucionarios subsiguientes, y sus lecciones (interpretadas conforme al gusto de cada país o cada caudillo) fueron incorporadas en el moderno socialismo y comunismo(4).
Así, pues, la Revolución francesa está considerada como la revolución de su época, y no sólo una, aunque la más prominente, de su clase. Y sus orígenes deben buscarse por ello no simplemente en las condiciones generales de Europa, sino en la específica situación de Francia. Su peculiaridad se explica mejor en términos internacionales. Durante el siglo XVIII Francia fue el mayor rival económico internacional de Inglaterra. Su comercio exterior, que se cuadruplicó entre 1720 y 1780, causaba preocupación en la Gran Bretaña; su sistema colonial era en ciertas áreas (tales como las Indias Occidentales) más dinámico que el británico. A pesar de lo cual, Francia no era una potencia como Inglaterra, cuya política exterior ya estaba determinada sustancialmente por los intereses de la expansión capitalista. Francia era la más poderosa y en muchos aspectos la más característica de las viejas monarquías absolutas y aristocráticas de Europa. En otros términos: el conflicto entre la armazón oficial y los inconmovibles intereses del antiguo régimen y la subida de las nuevas fuerzas sociales era más agudo en Francia que en cualquier otro sitio.
Las nuevas fuerzas sabían con exactitud lo que querían. Turgot, el economista fisiócrata, preconizaba una eficaz explotación de la tierra, la libertad de empresa y de comercio, una normal y eficiente administración de un territorio nacional único y homogéneo, la abolición de todas las restricciones y desigualdades sociales que entorpecían el desenvolvimiento de los recursos nacionales y una equitativa y racional administración y tributación. Sin embargo, su intento de aplicar tal programa como primer ministro de Luis XVI en 1774-1776 fracasó lamentablemente, y ese fracaso es característico. Reformas de este género, en pequeñas dosis, no eran incompatibles con las monarquías absolutas ni mal recibidas por ellas. Antes al contrario, puesto que fortalecían su poder, estaban, como hemos visto, muy difundidas en aquella época entre los llamados “déspotas ilustrados”. Pero en la mayor parte de los países en que imperaba el “despotismo ilustrado”, tales reformas eran, o inaplicables, y por eso resultaban meros escarceos teóricos, o incapaces de cambiar el carácter general de su estructura política y social, o fracasaban frente a la resistencia de las aristocracias locales y otros intereses intocables, dejando al país recaer en una nueva versión de su primitivo estado. En Francia fracasaban más rápidamente que en otros países, porque la resistencia de los intereses tradicionales era más efectiva. Pero los resultados de ese fracaso fueron más catastróficos para la monarquía; y las fuerzas de cambio burguesas eran demasiado fuertes para caer en la inactividad, por lo que se limitaron a transferir sus esperanzas de una monarquía ilustrada al pueblo o a “la nación”.
Sin embargo, semejante generalización no debe alejarnos del entendimiento de por qué la revolución estalló cuando lo hizo y por qué tomó el rumbo que tomó. Para esto es más conveniente considerar la llamada “reacción feudal”, que realmente proporcionó la mecha que inflamaría el barril de pólvora de Francia.
Las cuatrocientas mil personas que, sobre poco más o menos, formaban entre los veintitrés millones de franceses la nobleza —el indiscutible “primer orden” de la nación, aunque no tan absolutamente salvaguardado contra la intrusión de los órdenes inferiores como en Prusia y otros países— estaban bastante seguras. Gozaban de considerables privilegios, incluida la exención de varios impuestos (aunque no de tantos como estaba exento el bien organizado clero) y el derecho a cobrar tributos feudales. Políticamente, su situación era menos brillante. La monarquía absoluta, aunque completamente aristocrática e incluso feudal en sus “ethos”, había privado a los nobles de toda independencia y responsabilidad política, cercenando todo lo posible sus viejas instituciones representativas —estados y parlamentos—. El hecho continuó al situar entre la alta aristocracia y entre la más reciente “noblesse de robe” creada por los reyes con distintos designios, generalmente financieros y administrativos, a una ennoblecida clase media gubernamental que manifestaba en lo posible el doble descontento de aristócratas y burgueses a través de los tribunales y estados que aún subsistían. Económicamente, las inquietudes de los nobles no eran injustificadas. Guerreros más que trabajadores por nacimiento y tradición —los nobles estaban excluídos oficialmente del ejercicio del comercio o cualquier profesión—, dependían de las rentas de sus propiedades o, si pertenecían a la minoría cortesana, de matrimonios de conveniencia, pensiones regias, donaciones y sinecuras. Pero como los gastos inherentes a la condición nobiliaria —siempre cuantiosos— iban en aumento, los ingresos, mal administrados por lo general, resultaban insuficientes. La inflación tendía a reducir el valor de los ingresos fijos, tales como las rentas.
Por todo ello era natural que los nobles utilizaran su caudal principal, los reconocidos privilegios de clase. Durante el siglo XVIII, tanto en Francia como en otros muchos países, se aferraban tenazmente a los puestos oficiales que la monarquía absoluta hubiera preferido encomendar a los hombres de la clase media, competentes técnicamente y políticamente inocuos. Hacia 1780 se requerían cuatro cuarteles de nobleza para conseguir un puesto en el ejército; todos los obispos eran nobles e incluso la clave de la administración real, las intendencias, estaban acaparadas por la nobleza. Como consecuencia, la nobleza no sólo irritaba los sentimientos de la clase media al competir con éxito en la provisión de puestos oficiales, sino que socavaba los cimientos del Estado con su creciente inclinación a apoderarse de la administración central y provincial. Asimismo —sobre todo los señores más pobres de provincias con pocos recursos— intentaban contrarrestar la merma de sus rentas exprimiendo hasta el límite sus considerables derechos feudales para obtener dinero, o, con menos frecuencia, servicios de los campesinos. Una nueva profesión —la de “feudista”— surgió para hacer revivir anticuados derechos de esta clase o para aumentar hasta el máximo los productos de los existentes. Su más famoso miembro, Gracchus Babeuf, se convertiría en el caudillo de la primera revuelta comunista de la historia moderna en 1796. Con esta actitud, la nobleza no sólo irritaba a la clase media, sino también al campesinado.
La posición de esta vasta clase, que comprendía aproximadamente el ochenta por ciento de los franceses, distaba mucho de ser brillante, aunque sus componentes eran libres en general y a menudo terratenientes. En realidad, las propiedades de la nobleza ocupaban sólo una quinta parte de la tierra, y las del clero quizá otro seis por ciento, con variaciones en las diferentes regiones(5). Así, en la diócesis de Montpellier, los campesinos poseían del 38 al 40 por 100 de la tierra, la burguesía del 18 al 19, los nobles del 15 al 16, el clero del 3 al 4, mientras una quinta parte era de propiedad comunal(6). Sin embargo, de hecho, la mayor parte eran gentes pobres o con recursos insuficientes, deficiencia ésta aumentada por el atraso técnico reinante. La miseria general se intensificaba por el aumento de la población. Los tributos feudales, los diezmos y gabelas suponían unas cargas pesadas y crecientes para los ingresos de los campesinos. La inflación reducía el valor del remanente. Sólo una minoría de campesinos que disponía de un excedente constante para vender se beneficiaba de los precios cada vez más elevados; los demás, de una manera u otra, los sufrían, de manera especial en las épocas de malas cosechas, en las que el hambre fijaba los precios. No hay duda de que en los veinte años anteriores a la revolución la situación de los campesinos empeoró por estas razones.
Los trastornos financieros de la monarquía iban en aumento. La estructura administrativa y fiscal del reino estaba muy anticuada y, como hemos visto, el intento de remediarlo mediante las reformas de 1774-1776 fracasó, derrotado por la resistencia de los intereses tradicionales encabezados por los parlamentos. Entonces, Francia se vio envuelta en la guerra de la independencia americana. La victoria sobre Inglaterra se obtuvo a costa de una bancarrota final, por lo que la revolución americana puede considerarse la causa directa de la francesa. Varios procedimientos se ensayaron sin éxito, pero sin intentar una reforma fundamental que, movilizando la verdadera y considerable capacidad tributaria del país, contuviera una situación en la que los gastos superaban a los ingresos al menos en un 20 por 100, haciendo imposible cualquier economía efectiva. Aunque muchas veces se ha echado la culpa de la crisis a las extravagancias de Versalles, hay que decir que los gastos de la Corte sólo suponían el 6 por 100 del presupuesto total en 1788. La guerra, la escuadra y la diplomacia consumían un 25 por 100 y la deuda existente un 50 por 100. Guerra y deuda —la guerra americana y su deuda— rompieron el espinazo de la monarquía.
La crisis gubernamental brindó una oportunidad a la aristocracia y a los parlamentos. Pero una y otros se negaron a pagar sin la contrapartida de un aumento de sus privilegios. La primera brecha en el frente del absolutismo fue abierta por una selecta pero rebelde “Asamblea de Notables”, convocada en 1787 para asentir a las peticiones del gobierno. La segunda, y decisiva, fue la desesperada decisión de convocar los Estados Generales —la vieja Asamblea feudal del reino, enterrada desde 1614—. Así, pues, la revolución empezó como un intento aristocrático de recuperar los mandos del Estado. Este intento fracasó por dos razones: por subestimar las intenciones independientes del “tercer estado” —la ficticia entidad concebida para representar a todos los que no eran ni nobles ni clérigos, pero dominada de hecho por la clase media— y por desconocer la profunda crisis económica y social que impelía a sus peticiones políticas.
La Revolución francesa no fue hecha o dirigida por un partido o movimiento en el sentido moderno, ni por unos hombres que trataran de llevar a la práctica un programa sistemático. Incluso sería difícil encontrar en ella líderes de la clase a que nos han acostumbrado las revoluciones del siglo XX, hasta la figura posrevolucionaria de Napoleón. No obstante, un sorprendente consenso de ideas entre un grupo social coherente dio unidad efectiva al movimiento revolucionario. Este grupo era la “burguesía”; sus ideas eran las del liberalismo clásico formulado por los “filósofos” y los “economistas” y propagado por la francmasonería y otras asociaciones. En este sentido, “los filósofos” pueden ser considerados con justicia los responsables de la revolución. Esta también hubiera estallado sin ellos; pero probablemente fueron ellos los que establecieron la diferencia entre una simple quiebra de un viejo régimen y la efectiva y rápida sustitución por otro nuevo.
En su forma más general, la ideología de 1789 era la masónica, expresada con tan inocente sublimidad en La flauta mágica, de Mozart (1791), una de las primeras entre las grandes obras de arte propagandísticas de una época cuyas más altas realizaciones artísticas pertenecen a menudo a la propaganda. De modo más específico, las peticiones del burgués de 1789 están contenidas en la famosa Declaración de derechos del hombre y del ciudadano de aquel año. Este documento es un manifiesto contra la sociedad jerárquica y los privilegios de los nobles, pero no en favor de una sociedad democrática o igualitaria. “Los hombres nacen y viven libres e iguales bajo las leyes”, dice su artículo primero; pero luego se acepta la existencia de distinciones sociales “aunque sólo por razón de la utilidad común”. La propiedad privada era un derecho natural sagrado, inalienable e inviolable. Los hombres eran iguales ante la ley y todas las carreras estaban abiertas por igual al talento, pero si la salida empezaba para todos sin “handicap”, se daba por supuesto que los corredores no terminarían juntos. La declaración establecía (frente a la jerarquía nobiliaria y el absolutismo) que “todos los ciudadanos tienen derecho a cooperar en la formación de la ley”, pero “o personalmente o a través de sus representantes”. Ni la Asamblea representativa, que se preconiza como órgano fundamental de gobierno, tenía que ser necesariamente una Asamblea elegida en forma democrática, ni el régimen que implica había de eliminar por fuerza a los reyes. Una monarquía constitucional basada en una oligarquía de propietarios que se expresaran a través de una Asamblea representativa, era más adecuada para la mayor parte de los burgueses liberales que la república democrática, que pudiera haber parecido una expresión más lógica de sus aspiraciones teóricas; aunque hubo algunos que no vacilaron en preconizar esta última. Pero, en conjunto, el clásico liberal burgués de 1789 (y el liberal de 1789-1848) no era un demócrata, sino un creyente en el constitucionalismo, en un Estado secular con libertades civiles y garantías para la iniciativa privada, gobernado por contribuyentes y propietarios.
Sin embargo, oficialmente, dicho régimen no expresaría sólo sus intereses de clase, sino la voluntad general “del pueblo”, al que se identificaba de manera significativa con “la nación francesa”. En adelante, el rey ya no sería Luis, por la Gracia de Dios, Rey de Francia y de Navarra, sino Luis, por la Gracia de Dios y la Ley Constitucional del Estado, Rey de los Franceses. “La fuente de toda soberanía —dice la Declaración— reside esencialmente en la nación.” Y la nación, según el abate Sieyès, no reconoce en la tierra un interés sobre el suyo y no acepta más ley o autoridad que la suya, ni las de la humanidad en general ni las de otras naciones. Sin duda la nación francesa (y sus subsiguientes imitadoras) no concebían en un principio que sus intereses chocaran con los de los otros pueblos, sino que, al contrario se veían como inaugurando —participando en él— un movimiento de liberación general de los pueblos del poder de las tiranías. Pero, de hecho, la rivalidad nacional (por ejemplo, la de los negociantes franceses con los negociantes ingleses) y la subordinación nacional (por ejemplo, la de las naciones conquistadas o liberadas a los intereses de la grande nation), se hallaban implícitas en el nacionalismo al que el burgués de 1789 dio su primera expresión oficial. “El pueblo”, identificado con “la nación” era un concepto revolucionario; más revolucionario de lo que el programa burgués-liberal se proponía expresar. Por lo cual era un arma de dos filos.
Aunque los pobres campesinos y los obreros eran analfabetos, políticamente modestos e inmaduros y el procedimiento de elección indirecto, 610 hombres, la mayor parte de ellos de aquella clase, fueron elegidos para representar al tercer estado. Muchos eran abogados que desempeñaban un importante papel económico en la Francia provinciana. Cerca de un centenar eran capitalistas y negociantes. La clase media había luchado ásperamente y con éxito para conseguir una representación tan amplia como las de la nobleza y el clero juntas, ambición muy moderada para un grupo que representaba oficialmente al 95 por 100 de la población. Ahora luchaban con igual energía por el derecho a explotar su mayoría potencial de votos para convertir los Estados Generales en una Asamblea de diputados individuales que votaran como tales, en vez del tradicional cuerpo feudal que deliberaba y votaba “por órdenes”, situación en la cual la nobleza y el clero siempre podían superar en votos al tercer estado. Con este motivo se produjo el primer choque directo revolucionario. Unas seis semanas después de la apertura de los Estados Generales, los comunes, impacientes por adelantarse a cualquier acción del rey, de los nobles y el clero, constituyeron (con todos cuantos quisieron unírseles) una Asamblea Nacional con derecho a reformar la Constitución. Una maniobra contrarrevolucionaria los llevó a formular sus reivindicaciones en términos de la Cámara de los Comunes británica. El absolutismo terminó cuando Mirabeau, brillante y desacreditado ex noble, dijo al rey: “Señor, sois un extraño en esta Asamblea y no tenéis derecho a hablar en ella”.(7)
El tercer estado triunfó frente a la resistencia unida del rey y de los órdenes privilegiados, porque representaba no sólo los puntos de vista de una minoría educada y militante, sino los de otras fuerzas mucho más poderosas: los trabajadores pobres de las ciudades, especialmente de París, así como el campesinado revolucionario. Pero lo que transformó una limitada agitación reformista en verdadera revolución fue el hecho de que la convocatoria de los Estados Generales coincidiera con una profunda crisis económica y social. La última década había sido, por una compleja serie de razones, una época de graves dificultades para casi todas las ramas de la economía francesa. Una mala cosecha en 1788 (y en 1789) y un dificilísimo invierno agudizaron aquella crisis. Las malas cosechas afectan a los campesinos, pues significan que los grandes productores podrán vender el grano a precios de hambre, mientras la mayor parte de los cultivadores, sin reservas suficientes, pueden tener que comerse sus simientes o comprar el alimento a aquellos precios de hambre, sobre todo en los meses inmediatamente precedentes a la nueva cosecha (es decir, de mayo a julio). Como es natural, afectan también a las clases pobres urbanas, para quienes el coste de vida, empezando por el pan, se duplica. Y también porque el empobrecimiento del campo reduce el mercado de productos manufacturados y origina una depresión industrial. Los pobres rurales estaban desesperados y desvalidos a causa de los motines y los actos de bandolerismo; los pobres urbanos lo estaban doblemente por el cese del trabajo en el preciso momento en que el coste de la vida se elevaba. En circunstancias normales esta situación no hubiera pasado de provocar algunos tumultos. Pero en 1788 y en 1789, una mayor convulsión en el reino, una campaña de propaganda electoral, daba a la desesperación del pueblo una perspectiva política al introducir en sus mentes la tremenda y sísmica idea de liberarse de la opresión y de la tiranía de los ricos. Un pueblo encrespado respaldaba a los diputados del tercer estado.
La contrarrevolución convirtió a una masa en potencia en una masa efectiva y actuante. Sin duda era natural que el antiguo régimen luchara con energía, si era menester con la fuerza armada, aun que el ejército ya no era digno de confianza. (Sólo algunos soñadores idealistas han podido pensar que Luis XVI pudo haber aceptado la derrota convirtiéndose inmediatamente en un monarca constitucional, aun cuando hubiera sido un hombre menos indolente y necio, casado con una mujer menos frívola e irresponsable, y menos dispuesto siempre a escuchar a los más torpes consejeros.) De hecho, la contrarrevolución movilizó a las masas de París, ya hambrientas, recelosas y militantes. El resultado más sensacional de aquella movilización fue la toma de la Bastilla, prisión del Estado que simbolizaba la autoridad real, en donde los revolucionarios esperaban encontrar armas. En época de revolución nada tiene más fuerza que la caída de los símbolos. La toma de la Bastilla, que convirtió la fecha del 14 de julio en la fiesta nacional de Francia, ratificó la caída del despotismo y fue aclamada en todo el mundo como el comienzo de la liberación. Incluso el austero filósofo Emmanuel Kant, de Koenigsberg, de quien se dice que era tan puntual en todo que los habitantes de la ciudad ponían sus relojes por el suyo, aplazó la hora de su paseo vespertino cuando recibió la noticia, convenciendo así a Koenigsberg de que había ocurrido un acontecimiento que sacudiría al mundo. Y lo que hace más al caso, la caída de la Bastilla extendió la revolución a las ciudades y los campos de Francia.
Las revoluciones campesinas son movimientos amplios, informes, anónimos, pero irresistibles. Lo que en Francia convirtió una epidemia de desasosiego campesino en una irreversible convulsión fue una combinación de insurrecciones en ciudades provincianas y una oleada de pánico masivo que se extendió oscura pero rápidamente a través de casi todo el país: la llamada Grande Peur de finales de julio y principios de agosto de 1789. Al cabo de tres semanas desde el 14 de julio, la estructura social del feudalismo rural francés y la máquina estatal de la monarquía francesa yacían en pedazos. Todo lo que quedaba de la fuerza del Estado eran unos cuantos regimientos dispersos de utilidad dudosa, una Asamblea Nacional sin fuerza coercitiva y una infinidad de administraciones municipales o provinciales de clase media que pronto pondrían en pie a unidades de burgueses armados —“guardias nacionales”— según el modelo de París. La aristocracia y la clase media aceptaron inmediatamente lo inevitable: todos los privilegios feudales se abolieron de manera oficial aunque, una vez estabilizada la situación política, el precio fijado para su redención fue muy alto. El feudalismo no se abolió finalmente hasta 1793. A finales de agosto la revolución obtuvo su manifiesto formal, la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano. Por el contrario, el rey resistía con su habitual insensatez, y algunos sectores de la clase media revolucionaria, asustados por las complicaciones sociales del levantamiento de masas, empezaron a pensar que había llegado el momento del conservadurismo.
En resumen, la forma principal de la política burguesa revolucionaria francesa —y de las subsiguientes de otros países— ya era claramente apreciable. Esta dramática danza dialéctica iba a dominar a las generaciones futuras. Una y otra vez veremos a los reformistas moderados de la clase media movilizar a las masas contra la tenaz resistencia de la contrarrevolución. Veremos a las masas pujando más allá de las intenciones de los moderados por su propia revolución social, y a los moderados escindiéndose a su vez en un grupo conservador que hace causa común con los reaccionarios, y un ala izquierda decidida a proseguir adelante en sus primitivos ideales de moderación con ayuda de las masas, aun a riesgo de perder el control sobre ellas. Y así sucesivamente, a través de repeticiones y variaciones del patrón de resistencia—movilización de masas—giro a la izquierda—ruptura entre los moderados—giro a la derecha—, hasta que el grueso de la clase media se pasa al campo conservador o es derrotado por la revolución social. En muchas revoluciones burguesas subsiguientes, los liberales moderados fueron obligados a retroceder o a pasarse al campo conservador apenas iniciadas. Por ello, en el siglo XIX encontramos que (sobre todo en Alemania) esos liberales se sienten poco inclinados a iniciar revoluciones por miedo a sus incalculables consecuencias, y prefieren llegar a un compromiso con el rey y con la aristocracia. La peculiaridad de la Revolución francesa es que una parte de la clase media liberal estaba preparada para permanecer revolucionaria hasta el final sin alterar su postura: la formaban los “jacobinos”, cuyo nombre se dará en todas partes a los partidarios de la “revolución radical”.
¿Por qué? Desde luego, en parte, porque la burguesía francesa no tenía todavía, como los liberales posteriores, el terrible recuerdo de la Revolución francesa para atemorizarla. A partir de 1794 resultó evidente para los moderados que el régimen jacobino había llevado la revolución demasiado lejos para los propósitos y la comodidad burgueses, lo mismo que estaba clarísimo para los revolucionarios que “el sol de 1793”, si volviera a levantarse, brillaría sobre una sociedad no burguesa. Pero otra vez los jacobinos aportarían radicalismo, porque en su época no existía una clase que pudiera proporcionar una coherente alternativa social a los suyos. Tal clase sólo surgiría en el curso de la revolución industrial, con el “proletariado”, o, mejor dicho, con las ideologías y movimientos basados en él. En la Revolución francesa, la clase trabajadora —e incluso éste es un nombre inadecuado para el conjunto de jornaleros, en su mayor parte no industriales— no representaba todavía una parte independiente significativa. Hambrientos y revoltosos, quizá lo soñaban; pero en la práctica seguían a jefes no proletarios. El campesinado nunca proporciona una alternativa política a nadie; si acaso, de llegar la ocasión, una fuerza casi irresistible o un objetivo casi inmutable. La única alternativa frente al radicalismo burgués (si exceptuamos pequeños grupos de ideólogos o militantes inermes cuando pierden el apoyo de las masas) eran los , un movimiento informe y principalmente urbano de pobres trabajadores, artesanos, tenderos, operarios, pequeños empresarios, etc. Los estaban organizados, sobre todo en las de París y en los clubs políticos locales, y proporcionaban. la principal fuerza de choque de la revolución —los manifestantes más ruidosos, los amotinados, los constructores de barricadas—. A través de periodistas como Marat y Hébert, a través de oradores locales, también formulaban una política, tras la cual existía una idea social apenas definida y contradictoria, en la que se combinaba el respeto a la pequeña propiedad con la más feroz hostilidad a los ricos, el trabajo garantizado por el gobierno, salarios y seguridad social para el pobre, en resumen, una extremada democracia igualitaria y libertaria, localizada y directa. En realidad, los eran una rama de esa importante y universal tendencia política que trata de expresar los intereses de la gran masa de , que existen entre los polos de la y del , quizá a menudo más cerca de éste que de aquélla, por ser en su mayor parte muy pobres. Podemos observar esa misma tendencia en los Estados Unidos (jeffersonianismo y democracia jacksoniana, o populismo), en Inglaterra (radicalismo), en Francia (precursores de los futuros y radicales-socialistas), en Italia (mazzinianos y garibaldinos), y en otros países. En su mayor parte tendían a fijarse, en las horas posrevolucionarias, como el ala izquierda del liberalismo de la clase media, pero negándose a abandonar el principio de que no hay enemigos a la izquierda, y dispuestos, en momentos de crisis, a rebelarse contra , a la economía monárquica» o a la cruz de oro que crucifica a la humanidad». Pero el no presentaba una verdadera alternativa. Su ideal, un áureo pasado de aldeanos y pequeños operarios o un futuro dorado de pequeños granjeros y artesanos no perturbados por banqueros y millonarios, era irrealizable. La historia lo condenaba a muerte. Lo más que pudieron hacer —y lo que hicieron en 1793-1794— fue poner obstáculos en el camino que dificultaron el desarrollo de la economía francesa desde aquellos días hasta la fecha. En realidad, el fue un fenómeno de desesperación cuyo nombre ha caído en el olvido o se recuerda sólo como sinónimo del jacobinismo, que le proporcionó sus jefes en el año II.