Henry Pirenne: Las ciudades de la Edad Media
Hemos visto cómo las ciudades en formación se nos presentan en una situación singularmente compleja, una situación abundante en contrastes y fértil en problemas de todo tipo. Entre los dos tipos de habitantes que se yuxtaponen en ellas sin llegar a fundirse, se descubre la oposición de dos mundos distintos. La antigua organización señorial con todas las tradiciones, ideas y sentimientos, que indudablemente no surgieron de ella, pero a los que proporcionó su peculiar carácter, se encuentra enfrentada con necesidades y aspiraciones que la sorprenden, la contrarían, a las que no se consigue adaptar y contra las que, desde el primer momento, se opone. Si cede terreno es a pesar suyo y porque la nueva situación se debe a causas demasiado profundas e irresistibles como para que le sea posible evitar sus efectos. Indudablemente las autoridades sociales no pudieron apreciar, en un principio, la trascendencia de las transformaciones que se operaban a su alrededor. Al desconocer su fuerza, comenzaron por intentar resistir. Sólo más tarde, y frecuentemente demasiado tarde, se resignaron ante lo inevitable. Como ocurre casi siempre, el cambio no se operó sino a la larga. Y sería injusto atribuir, como se hace miles de veces, a la «tiranía feudal» o a la «arrogancia sacerdotal» una resistencia que se puede explicar por los motivos más naturales. En la Edad Media ocurrió lo que viene ocurriendo con frecuencia desde entonces: los que se beneficiaban del orden establecido se comprometían a defenderlo no sólo y no tanto quizá porque protegía sus intereses, sino porque les parecía indispensable para la conservación de la sociedad.
Señalemos además que la burguesía acepta esta sociedad. Sus reivindicaciones y aquello que podríamos llamar su programa político no están orientados a subvertirla; admite sin discusión los privilegios y la autoridad de los príncipes, el clero y la nobleza. Sólo quiere obtener, y en tanto que le es indispensable para su existencia, no una revolución del estado de cosas vigente, sino simples concesiones. Y estas concesiones se limitan a sus propias necesidades, desinteresándose por completo de las de la población rural de la que procedía. En resumen, únicamente pide que la sociedad le haga un lugar compatible con el género de vida que lleva. No es una clase revolucionaria y si eventualmente acude a la violencia no es por odio hacia el régimen, sino simplemente para obligarle a ceder.
Basta con echar una ojeada sobre sus principales reivindicaciones para convencerse de que no van más allá de lo estrictamente necesario. Se trata, antes que nada, de la libertad personal, que garantizará al mercader o al artesano la posibilidad de ir y venir, residir donde quiera y poner a punto su persona, así como la de sus hijos, al abrigo del poder señorial. Inmediatamente después reclama la concesión de un tribunal especial, gracias al cual el burgués podrá eludir la multiplicidad de jurisdicciones de las que depende y los inconvenientes que el procedimiento formalista del antiguo derecho impone a su actividad social y económica. Se pretende además el establecimiento en la ciudad de una paz, es decir, una legislación penal que garantice la seguridad; la abolición de las prestaciones que resultan más incompatibles con la práctica del comercio y de la industria, y con la posesión y la adquisición del suelo; finalmente, un grado más o menos extenso de autonomía política y de self-government local.
Todo esto estaba bastante lejos de constituir un conjunto coherente y de justificarse por principios teóricos. No hay nada más ajeno al espíritu de los burgueses primitivos que una concepción de los derechos del hombre y del ciudadano. La propia libertad personal en absoluto es reivindicada como un derecho natural: sólo se la busca por las ventajas que confiere. Lo cual es tan cierto que, en Arras, por ejemplo, los mercaderes intentan hacerse pasar por siervos del monasterio de Saint-Vaast con el fin de disfrutar de la exención del impuesto del que éste disputaba .
Únicamente a partir del siglo xi nos encontramos con las primeras tentativas de lucha dirigidas por la burguesía contra el estado de cosas que está padeciendo. Desde entonces ya jamás se detendrán sus esfuerzos. A través de peripecias de toda índole, el movimiento de reforma tiende irresistiblemente a su meta, se enfrenta, si es preciso, en abierta lucha contra las resistencias que se le oponen y finalmente logra, en el curso del siglo xii, dotar a las ciudades de instituciones municipales esenciales que servirán de base a sus constituciones.
En todas partes se observa cómo los comerciantes toman la iniciativa y conservan la dirección de los acontecimientos. No hay nada más natural. ¿Acaso no eran, dentro de la población urbana, el elemento más activo, rico e influyente? ¿No soportaban con impaciencia una situación que dañaba a la vez sus intereses y la confianza en sí mismos? Legítimamente se podría comparar el papel que representaban entonces, a pesar de la enorme diferencia de época y medio, con el que asumirá la burguesía capitalista, desde finales del siglo xviii, en la revolución política que puso fin al Antiguo Régimen. En ambos casos, el grupo social que estaba más directamente interesado en el cambio se puso a la cabeza de la oposición y fue seguido por las masas. La democracia, en la Edad Media como en la actualidad, comienza por seguir el impulso de una élite que impone su programa a las confusas aspiraciones del pueblo.
Las ciudades episcopales fueron, en un principio, el teatro de la lucha. Sería erróneo atribuir este hecho a la personalidad de los obispos. Por el contrario, la gran mayoría de ellos se distingue por su interés por el bien común. No es raro encontrar excelentes administradores, cuyo recuerdo conserva popularidad a través de los siglos. Por ejemplo, en Lieja, Notger (972-1008) ataca los castillos de los señores dedicados al bandidaje que infestan los alrededores, desvía un afluente del Mosa para sanear la ciudad y aumenta sus fortificaciones . Sería fácil citar hechos análogos en Cambrai, Utrecht, Colonia, Worms, Maguncia y en cantidad de ciudades alemanas en las que los emperadores se esfuerzan, hasta la guerra de las investiduras, por nombrar prelados que destaquen tanto por su inteligencia como por su energía.
Pero cuanta más conciencia tenían los obispos de sus deberes, más pretendían defender su gobierno contra las reivindicaciones de sus subditos y mantenerles bajo un régimen autoritario y patriarcal. La confusión que existía entre poder espiritual y temporal hacía que toda concesión les pareciese peligrosa para la Iglesia. No hay que olvidar que sus funciones les obligaban a residir de manera permanente en las ciudades y razonablemente temían los problemas que les iba a plantear la autonomía de la burguesía, en medio de la cual vivían. Finalmente, ya hemos visto las pocas simpatías que la Iglesia tenía por el comercio, y cómo mostraba una desconfianza que naturalmente la hizo sorda a los deseos de los mercaderes y del pueblo que se agrupaba en torno a ellos, la impidió comprender sus necesidades y la equivocó sobre sus fuerzas. De ahí proceden los malentendidos, las fricciones y bien pronto una hostilidad recíproca que, desde, principios del siglo xi, desembocó en lo inevitable .
El movimiento comenzó en el norte de Italia. Al ser allí más antigua la vida comercial se produjeron más rápidamente las consecuencias políticas. Por desgracia, se conocen pocos detalles de estos acontecimientos. Es cierto que la agitación con la que entonces se enfrentaba la Iglesia no hizo sino precipitarlos. La población de las ciudades tomó partido apasionadamente en favor de los monjes y los sacerdotes que llevaban a cabo una campaña contra las malas costumbres del clero, atacaban la simonía y el casamiento de curas y condenaban la intervención de la autoridad laica en la administración de la Iglesia. Los obispos nombrados por el emperador, y comprometidos por este hecho, tenían que hacer frente a una oposición en la que intervenían y se reforzaban mutuamente el misticismo, las reivindicaciones de los mercaderes y el descontento suscitado por la miseria entre los trabajadores industriales. Los nobles participaron en esta agitación, que les proporcionaba la ocasión de sacudirse la autoridad episcopal, e hicieron causa común con los burgueses y los patarinos, nombre con el que los conservadores designaban despreciativamente a sus adversarios.
En el 1057, Milán, que era ya la principal ciudad lombarda, estaba en plena efervescencia contra el arzobispo . Las peripecias de la querella de las Investiduras contribuyeron, naturalmente, a propagar los disturbios y fue dando un giro cada vez más favorable a los insurrectos, a medida que la causa del papa ganaba a la del emperador. Con el nombre de «cónsules» se establecieron magistrados encargados de la administración de las ciudades episcopales, bien con consentimiento de los obispos, bien por la violencia .
Los primeros cónsules mencionados, pero indudablemente no los primeros que han existido, aparecen en Lúea en el 1080. Ya en el 1068 una «corte comunal» (curtís commu-nalts) aparece mencionada en esta ciudad, síntoma característico de una autonomía urbana que sin duda debía existir en aquel momento en muchos otros lugares . Los cónsules de Milán son citados solamente en el 1107, pero sin lugar a dudas deben ser mucho más antiguos. Desde su primera aparición presentan nítidamente la fisonomía de magistrados comunales. Se reclutan entre las diversas clases sociales, es decir, entre los capitanei, los valvassores y los cives, y representan la commune clvitatis. Lo más característico de esta magistratura es su carácter anual por el que se opone diametralmente a los cargos vitalicios que son los únicos que conoció el régimen feudal. Esta provisionalidad en los cargos es consecuencia de su carácter electivo.
Al adueñarse del poder, la población urbana se lo confía a delegados nombrados por ella misma. Así se confirma el principio de control al mismo tiempo que el de elección. La comuna municipal, desde sus primeras tentativas de organización, crea los instrumentos indispensables para su funcionamiento y se compromete sin dudar en la vía que desde entonces no ha dejado de seguir.
El consulado se expande rápidamente desde Italia a las ciudades de Provenza, prueba evidente de su adaptación perfecta a las necesidades que se imponían a la burguesía. Marsella posee cónsules desde comienzos del siglo xii y, a más tardar, en 1128 , posteriormente los encontramos en Arles y en Nimes, extendiéndose después por el mediodía francés a medida que el comercio se va difundiendo y, con él, la transformación política que le suele acompañar. Las instituciones urbanas nacen en la región flamenca y el norte de Francia, casi al mismo tiempo que en Italia. ¿Por qué habría de extrañarnos si esta región, como Lombardía, era la sede de un poderoso centro comercial? Felizmente las fuentes son en este sitio mucho más abundantes y precisas, y nos permiten seguir con claridad suficiente la marcha de los acontecimientos. Las ciudades episcopales no atraen exclusivamente la atención. Aparecen, junto a ellas, otros centros de actividad. Pero estas «comunas», cuya naturaleza hay que observar ante todo, se forman en los muros de las cites.
La primera cronológicamente, y también felizmente la mejor conocida, es la de Cambrai.
Durante el siglo xi la prosperidad de esta ciudad había aumentado considerablemente. En la base de la antigua ciudad se había agrupado un suburbio comercial que quedó encerrado, en el 1070, por un recinto amurallado. La población de este suburbio soportaba de mala manera el poder del obispo y de su alcaide. Se preparaba secretamente para la revuelta cuando, en el 1077, el obispo Gerardo II debió ausentarse para ir a recibir en Alemania la investidura de manos del emperador. Apenas se había puesto en camino cuando, bajo la dirección de los comerciantes más potentados de la ciudad, el pueblo se levantó y, apoderándose de las puertas, proclamó la «comuna» (communio).
Los pobres, los artesanos y, sobre todo, los tejedores se lanzaron a la lucha con tanto más apasionamiento cuanto que un cura reformista, llamado Ramihrdus, denunciaba al obispo como simoníaco y excitaba en el fondo de sus corazones aquel misticismo que, en aquel mismo momento, sublevaba a los patarinos lombardos. Como en Italia, el fervor religioso comunicó su fuerza a las reivindicaciones políticas y se declaró la comuna en medio del entusiasmo general .
Esta comuna de Cambrai es la más antigua de todas las que se conocen al norte de los Alpes. Aparece como una organización de lucha y como una medida de salvación pública. Efectivamente, había que esperar el retorno del obispo y prepararse para hacerle frente. Se imponía la necesidad de una acción unánime. Se exigió a todos un juramento que estableciese entre ellos la solidaridad indispensable, y es precisamente esta asociación jurada por los burgueses, ante la eventualidad de una batalla, lo que constituye la aportación esencial de esta primera comuna.
Su éxito fue efímero; el obispo, al enterarse de los acontecimientos, se apresuró a acudir y consiguió restaurar momentáneamente su autoridad, pero la iniciativa de los cambresienses no tardó en suscitar imitadores. Los años siguientes están marcados por la constitución de comunas en la mayoría de las ciudades de Francia septentrional: en San Quintín hacia el 1080, en Beauvais hacia el 1099, en Noyon en el 1108-1109 y en Laon en 1115. Durante los primeros momentos, la burguesía y los obispos vivieron en un estado de hostilidad permanente, en pie de guerra, por decirlo de alguna manera. Sólo la fuerza podía triunfar entre adversarios igualmente convencidos de la verdad de sus posiciones. Ivés de Chartres exhorta a los obispos para que no cedan y considera nulas las promesas que, bajo la presión de la violencia, hicieron a los burgueses . Gilberto de Nogent, por su parte, con un desprecio marcado por el odio, habla de esas «pestilentes comunas» que erigen los siervos contra sus señores para sustraerse a su autoridad y arrebatarles sus más legítimos derechos .
A pesar de todo, las comunas triunfaron. No solamente tenían la fuerza que da el número, sino también el apoyo real que, en Francia, a partir del reinado de Luis VI, comienza a reconquistar el terreno perdido y a interesarse por su causa. Igual que los papas en su lucha contra los emperadores alemanes se apoyaron en los patarinos de Lombardia, los monarcas Capetos del siglo xii favorecieron la causa de los burgueses.
Indudablemente no es posible atribuirles una política coherente. Su conducta parece, a primera vista, llena de contradicciones. Pero no es menos cierto que muestran una tendencia general a tomar partido por las ciudades. El interés de la corona les impulsaba de manera tan imperiosa a sostener a los adversarios del feudalismo como para no dejar de otorgar su apoyo, cada vez que lo podían hacer sin comprometerse, a aquellos burgueses que, al rebelarse contra sus señores, combatían en el fondo a favor de las prerrogativas reales. Tomar al rey como arbitro de sus disputas era para las partes en conflicto una manera de reconocer su soberanía. La entrada en la escena política de los burgueses tuvo de esta manera por consecuencia el debilitamiento del principio contractual del estado feudal en beneficio del principio autoritario del estado monárquico. Era imposible que los reyes no se dieran cuenta y no aprovecharan todas las ocasiones para mostrar su tutela a las comunas que, sin quererlo, trabajaban tan útilmente para ellos.
Si se conoce especialmente con el nombre de comunas a las ciudades episcopales del norte de Francia, cuyas instituciones municipales fueron el resultado de la insurrección, importa mucho no exagerar ni su importancia ni su originalidad. No es posible establecer una diferencia esencial entre las ciudades con comunas y las demás ciudades. No se distinguen entre sí, sino por caracteres accesorios. En el fondo, su naturaleza es la misma y todas en realidad son igualmente comunas. En todas, en efecto, los burgueses forman una corporación, una universitas, communitas o communio, en la que todos sus miembros, solidarios entre sí, constituyen las partes inseparables.
Sea cual sea el origen de su liberación, la ciudad medieval no consiste en una simple amalgama de individuos. Ella misma es un individuo, pero un individuo colectivo, una personalidad jurídica. Todo lo que se puede reivindicar en favor de las comunas stricto sensu es la especial claridad de sus instituciones, una separación nítida entre los derechos del obispo y los de los burgueses, y una preocupación evidente por salvaguardar la condición de éstos mediante una poderosa organización corporativa. Pero todo ello deriva de las circunstancias que han presidido el nacimiento de las comunas. Conservaron las huellas del carácter de insurrección de su constitución, sin que por ello se les pueda asignar un lugar privilegiado en el conjunto de las ciudades. Se puede observar incluso cómo algunas de ellas han disfrutado de prerrogativas menos especiales, de una jurisdicción y de una autonomía menos completas que las de localidades en las que la comuna había llegado a través de una evolución pacífica. Es un error evidente reservarles, como se suele hacer a veces, el nombre de «señoríos colectivos». Más adelante veremos cómo todas las ciudades completamente desarrolladas fueron tales señoríos.
Por consiguiente, la violencia no es ni mucho menos indispensable para la formación de instituciones urbanas. En la mayoría de las ciudades sometidas al poder de un príncipe laico, su desarrollo tuvo lugar sin que hubiera necesidad de recurrir a la fuerza, y no hay que atribuir de ninguna manera esta situación a la especial benevolencia que los príncipes laicos pudiesen mostrar en favor de la libertad política. Pero los motivos que impulsaban a los obispos a hacer frente a los burgueses no afectaban a los grandes señores feudales. No tenían la menor hostilidad frente al comercio; por el contrario, percibieron su efecto beneficioso a medida que aumentaba la circulación en sus tierras, aumentando por lo mismo las rentas de sus peajes y la actividad de sus talleres de fabricación monetaria, obligados a responder a la creciente demanda de dinero líquido.
Al no poseer capital y al tener que recorrer continuamente sus dominios, sólo habitaban en sus ciudades de cuando en cuando y no tenían, por tanto, ningún motivo para discutir su administración con los burgueses. Resulta bastante significativo constatar que París, la única ciudad que antes del final del siglo xn puede ser considerada como una auténtica capital de Estado, no consiguió obtener una constitución municipal autónoma. Pero el interés que tenía el rey de Francia en conservar la autoridad sobre su residencia habitual era completamente ajeno a los duques y a los condes, que eran tan errantes como sedentario el rey. En resumen, no podían ver mal cómo la burguesía se hacía con el poder de los alcaides, que habían hecho su cargo hereditario y cuyo poder les inquietaba. Tenían, en suma, los mismos motivos que el rey de Francia para mostrarse favorables a las ciudades, puesto que limitaban los privilegios de sus vasallos. Por otra parte, no se puede afirmar que les hayan apoyado sistemáticamente. Por lo general se conformaban con dejarles hacer y su actitud fue casi siempre la de una neutralidad benevolente.
Ninguna región se presta mejor que Flandes para el estudio de los orígenes municipales' en un medio estrictamente laico. En este gran condado, que se extiende ampliamente desde las costas del mar del Norte y desde las islas de Zelanda hasta las fronteras de Normandía, las ciudades episcopales no muestran un desarrollo más rápido que el de las demás ciudades. Térouanne, cuya diócesis comprendía la cuenca del Yser, fue y siguió siendo siempre una aldea semirrural. Si Arras y Tournai, que extendían su jurisdicción espiritual sobre el resto del territorio, llegaron a ser grandes ciudades, fueron, sin embargo, Gante, Brujas, Ypres, Saint-Omer, Lille y Douai, donde se concentraron, en el curso del siglo x, activas colonias comerciales que son las que nos proporcionan el medio para observar, con especial claridad, el nacimiento de las instituciones urbanas. Y nos sirven tanto más cuanto que, al estar formadas de la misma manera y presentar el mismo modelo, se puede, sin temor a equivocarse, combinar los datos parciales que nos ofrece cada una en una visión de conjunto .
Inicialmente todas estas ciudades nos muestran ese carácter de estar constituidas alrededor de un burgo central, que es, por así decirlo, su centro. Al pie de este burgo se agrupa un portas o un burgo nuevo, poblado de mercaderes a los que se unen artesanos libres o siervos, y donde, a partir del siglo xi, se suele concentrar la industria textil. La autoridad del alcaide se extiende tanto sobre el burgo como sobre el portas. Parcelas más o menos grandes del terreno ocupado por los inmigrantes pertenecen a las abadías y otras tienen por dueño al conde de Flandes o a señores terratenientes. Un tribunal de regidores se asienta en el burgo bajo la presidencia del alcaide. Este tribunal, por lo demás, no tiene una competencia propia en la ciudad. Su jurisdicción se extiende sobre toda la alcaldía, cuyo centro es el burgo, y los regidores que lo componen residen en esta misma alcaldía y sólo van al burgo con ocasión de la celebración de juicios. Para la jurisdicción eclesiástica, de la que dependen gran cantidad de asuntos, hay que presentarse ante la corte episcopal de la diócesis. Sobre las tierras y los hombres del burgo y del portas pesan diversas legislaciones: tributos sobre la propiedad de tierras, donaciones en dinero o en especies destinadas al mantenimiento de los caballeros encargados de la defensa del burgo, percepción del telonio sobre todas las mercancías transportadas por tierra o por agua. Todas estas cosas datan de antiguo, se ordenan en pleno régimen señorial y feudal y no están de ninguna manera adaptadas a las nuevas necesidades de la población comercial. Al no estar concebida pensando en ella, la organización que tiene su sede en el burgo no solamente no le rinde ningún servicio, sino que, al contrario, entorpece su actividad. Las supervivencias del pasado dejan sentir todo su peso sobre las necesidades del presente. De manera manifiesta, por razones que ya expusimos arriba y sobre las que es inútil volver, la burguesía se siente incómoda y exige reformas indispensables para su libre expansión.
Es necesario que la propia burguesía se encargue de estas reformas, porque no puede contar con que las lleven a cabo los alcaides, los monasterios o los señores cuyas tierras ocupan. Pero además hace falta que, en el seno de la población tan heterogénea de los portas, un grupo de hombres se imponga a la masa y tenga la fuerza y el prestigio suficientes para tomar el mando. Los mercaderes, desde la primera mitad del siglo xi, asumen resueltamente este papel.
No solamente constituyen en cada ciudad el elemento más rico, activo y ávido de cambios, sino que además poseen la fuerza que da la unión. Ya vimos cómo las necesidades comerciales les han impulsado, desde tiempo inmemorial, a agruparse en cofradías llamadas gildas o hansas, corporaciones autónomas, independientes de todo poder y cuya única ley era su voluntad. Los jefes libremente elegidos, deanes o condes de la hansa (dekenen, hansgraven) eran los guardianes de una disciplina aceptada por todos. Los cofrades, en épocas determinadas, se reunían para beber y discutir sus intereses. Una caja, que se llenaba con sus contribuciones, servía a las necesidades de la sociedad y un hogar social, una gildhalle, se utilizaba como local para sus reuniones. Así se nos muestra, hacia el 1050, la gilda de Saint-Omer y se puede sospechar con la mayor verosimilitud que existía, por aquella época, una asociación análoga en todas las zonas comerciales de Flandes .
La prosperidad del comercio estaba demasiado directamente vinculada a la buena organización de las ciudades como para que los cofrades de las gildas no se encargaran espontáneamente de atender sus necesidades más indispensables. Los alcaides no tenían ningún motivo para impedirles que solucionaran, por sus propios medios, las necesidades cuya urgencia parecía evidente. Les permitieron crear, si es que se puede hablar de esta manera, administraciones comunales oficiosas. En Saint-Omer un acuerdo firmado por el alcaide Wulfric Rabel (1072-1083) y la guilda permitió a ésta ocuparse de los asuntos de la burguesía. De esta manera, sin poseer para ello ningún título legal, la asociación de mercaderes se consagra por propia iniciativa a la instalación y cuidado de la naciente ciudad. Su iniciativa suple la inercia de los poderes públicos. Vemos cómo consagra una parte de sus rentas a la construcción de obras de defensa y al cuidado de las calles. Y no se puede dudar de que no hicieran lo mismo sus vecinos de las demás ciudades flamencas. El nombre de «condes de la hansa», que conservaron los tesoreros de la ciudad de Lille durante toda la Edad Media, prueba claramente, a falta de fuentes antiguas, que allí también los jefes de la corporación comercial utilizaban la caja de la gilda en beneficio de sus conciudadanos. En Audenarde, el título de hansgraaf es usado hasta el siglo xiv por un magistrado de la comuna. En Tournai, aún en el siglo xiii, las finanzas urbanas están bajo el control de la Caridad de San Cristóbal, es decir, de la gilda comercial. En Brujas, los fondos de los cofrades de la hansa alimentaron, hasta su desaparición debida a la revolución democrática del siglo xiv, la caja municipal. De lo que se concluye hasta la evidencia que las gildas fueron, en la región flamenca, las iniciadoras de la autonomía urbana. Se encargaron por propia iniciativa de una tarea de la que nadie se podía haber encargado. Oficialmente no tenían ningún derecho para actuar como lo hicieron. Su intervención sólo se explica por la cohesión que existía entre sus miembros, por la influencia que gozaba su agrupación, por los recursos de los que disponía y, finalmente, por la clarividencia que tenían de las necesidades colectivas de la población burguesa. Se puede afirmar sin temor a exagerar que, en el curso del siglo xi, los jefes de la gilda cumplieron de hecho, en cada ciudad, las funciones de magistrados comunales.
Indudablemente, fueron además ellos los que intervinieron cerca de los condes de Flandes para interesarles en el desarrollo y la prosperidad de las ciudades. Ya en el 1043, Balduino V consigue que los monjes de Saint-Omer le concedan el terreno necesario para que los burgueses construyan su iglesia. A partir del reinado de Roberto el Frisón (1071-1093), se otorgó a un gran número de ciudades en formación la exención del telonio, las concesiones de tierra y los privilegios que limitaban la jurisdicción episcopal o que disminuían el servicio militar. Roberto de Jerusalén premió a la ciudad de Aire con «libertades» y eximió en 1111 a los burgueses de Ypres del duelo judicial.
El resultado de todo esto es que la burguesía aparece paulatinamente como una clase distinta y privilegiada en medio de la población del condado. De un simple grupo social dedicado a la práctica del comercio y la industria se transforma en un grupo jurídico, reconocido como tal por el poder central. Y de esta condición jurídica propia
va a concluirse necesariamente el otorgamiento de una organización jurídica independiente.
La nueva legislación necesitaba, como órgano, un nuevo tribunal. Las antiguas organizaciones de regidores, que tenían su sede en los burgos y que juzgaban según una costumbre arcaica, incapaces de adaptar su rígido formalismo a las necesidades de un medio para el cual no estaban concebidas, es decir, de la regiduría, propia de una ciudad, iban a ceder su puesto a otras regidurías cuyos miembros, reclutados entre los burgueses, podrían administrar justicia de forma adecuada a sus deseos, conforme a sus aspiraciones, una justicia, en una palabra, que fuera su justicia. Es imposible decir exactamente cuándo se produjo este hecho decisivo. La primera alusión que poseemos en Flandes de una regiduría urbana, se remonta al año 1111 y se refiere a Arras. Pero es lícito creer que las regidurías de esta especie ya debían existir en aquella época en las localidades más importantes, como Gante, Brujas o Ypres. En todo caso, en los comienzos del siglo xii, vemos cómo se constituye en todas las ciudades flamencas esta novedad esencial. Las luchas que siguieron al asesinato del conde Carlos el Bueno, en 1127, permitieron a los burgueses realizar completamente su programa político. Los pretendientes al condado, Guillermo de Normandía, primero, y luego Thierry de Alsacia, cedieron a las peticiones que les dirigieron para atraerlos a su causa.
La constitución otorgada a Saint-Omer, en 1127, puede ser considerada como el punto culminante del programa político de los burgueses flamencos . En ella se reconoce a la ciudad como un territorio jurídico distinto, provisto de un derecho especial común a todos los habitantes, una regiduría particular y una plena autonomía comunal. Otras constituciones ratifican, en el curso del siglo xii, concesiones parecidas en todas las ciudades principales del condado. Su situación fue, además, garantizada y sancionada por documentos escritos.
Sin embargo, hay que evitar atribuir a las constituciones urbanas una importancia exagerada, ya que no incluyen, ni en Flandes ni en ninguna otra región europea, todo el conjunto de la legislación urbana . Se limitan a determinar las líneas principales, a formular algunos principios esenciales y resolver algunos conflictos especialmente importantes. Por lo general, son el producto de circunstancias específicas y sólo tuvieron en cuenta las cuestiones que se debatían en el momento de su redacción. No se las puede considerar como el resultado de un trabajo sistemático y de una reflexión legal parecidos a aquellos en los que surgen, por ejemplo, las constituciones modernas. Si los burgueses las han sometido a vigilancia a través de los siglos con una solicitud extraordinaria, si las conservan bajo una triple cerradura en cofres de hierro y las envuelven de un respeto casi supersticioso, es porque representan la garantía de su libertad, porque les permiten, en caso de violación, justificar sus revueltas, pero no porque abarquen la totalidad de su derecho. Sólo eran, por decirlo de alguna manera, la armadura de este derecho. Alrededor de sus estipulaciones existía e iba desarrollándose sin cesar una espesa fronda de costumbres, usos y privilegios no escritos, pero no por ello menos indispensables.
Todo esto es tan cierto que un considerable número de constituciones prevén y reconocen por sí mismas la evolución del derecho urbano. Galberto nos cuenta cómo el conde de Flandes concedió en 1127 a los burgueses de Brujas : «ut de die in diem consuetudinarias leges suas corrige-rent» , es decir, la facultad de completar de día en día sus costumbres municipales. Por consiguiente, hay en el derecho urbano muchas más cosas que las que puedan contener las constituciones urbanas, que son sólo un extracto. Están llenas de lagunas y no les preocupa el orden ni el sistema. No podemos esperar encontrar en ellas los principios fundamentales a partir de los cuales surge la evolución posterior, como, por ejemplo, el derecho romano surgió de la ley de las XII Tablas.
Es posible, sin embargo, criticando sus aportaciones y completando unas con otras, caracterizar en sus rasgos esenciales el derecho urbano medieval tal y como se desarrolló en el curso del siglo xii en las diferentes regiones de la Europa occidental. No es necesario tener en cuenta, desde el momento en el que se pretende trazar sólo las líneas generales, las diferencias entre los Estados, ni siquiera las que existen entre las naciones. El derecho urbano es un fenómeno de la misma naturaleza que, por ejemplo, el derecho feudal. Es la consecuencia de una situación social y económica común a todos los pueblos. Según qué países, encontramos naturalmente numerosas diferencias de detalle. El progreso ha sido bastante más rápido en algunos lugares que en otros. Pero en el fondo, la evolución es en todas partes la misma y precisamente este fondo común será el que se tratará en las líneas siguientes.
Consideremos, en primer lugar, la condición de las personas tal y como aparece el día en el que el derecho urbano ha adquirido definitivamente su autonomía. Esta condición es la libertad, que es un atributo necesario y universal de la burguesía. Según esto cada ciudad constituye una «franquicia». Todos los vestigios de servidumbre rural han desaparecido en sus muros. Sean cuales sean las diferencias, e incluso los contrastes que la riqueza establece entre los hombres, todos son iguales en lo que afecta al estado civil. «El aire de la ciudad hace libre», reza el proverbio alemán (Die Stadtluft macht frei) y esta verdad se aprecia en todos los climas. La libertad era antiguamente el monopolio de la nobleza; el hombre del pueblo sólo la disfrutaba excepcionalmente. Gracias a las ciudades la libertad vuelve a ocupar su lugar en la sociedad como un atributo natural del ciudadano. En lo sucesivo, basta con residir permanentemente en la ciudad para adquirir esta condición. Todo siervo que durante un año y un día haya vivido en el recinto urbano la posee a título definitivo. La prescripción abolió todos los derechos que su señor ejercía sobre su persona y sobre sus bienes. El lugar de nacimiento importa poco; sea cual sea el estigma que el niño haya llevado en su cuna, se borra en la atmósfera de la ciudad. La libertad que, inicialmente, los mercaderes habían sido los únicos en disfrutar de hecho, es ahora por derecho el bien común de todos los burgueses.
Si aún existen entre ellos algunos siervos, es que no pertenecen a la comuna urbana. Son los servidores hereditarios de las abadías o de los señoríos que han conservado en las ciudades algunas tierras que escapan al derecho municipal y en las que se perpetúa el antiguo estado de cosas. Pero las excepciones confirman la regla general. Burgués y hombre libre se han convertido en términos sinónimos. La libertad es en la Edad Media un atributo tan inseparable de la condición de habitante de una ciudad como lo es, en nuestros días, de la de ciudadano de un Estado.
Con la libertad personal va unida, en la ciudad, la libertad territorial. Efectivamente, el suelo, en un área comercial, no puede permanecer inmóvil, mantenido fuera del comercio por una legislación pesada y compleja que se opone a su libre enajenación, que le impide servir de instrumento de crédito y adquirir un valor capitalista. Lo cual es tanto más inevitable cuanto que la tierra, en la ciudad, cambia de naturaleza: se ha convertido en solar edificable. Se cubre rápidamente de casas apiñadas unas con otras y que aumentan su valor a medida que se multiplican. Pero es natural que el propietario de una casa adquiera a la larga la propiedad, o al menos la posesión del terreno sobre el que está construida. En todas partes la antigua zona señorial se transforma en propiedad libre, en algo rentable. La posesión urbana se convierte de esta manera en una posesión libre. El que la ocupa sólo está obligado a pagar al propietario del suelo el precio fijado, en el caso de que no sea él mismo el propietario. Puede traspasarla libremente, alquilarla, cargarla de renta y utilizarla de garantía del capital que le prestan. Al vender una renta sobre su casa, el burgués se procura el capital líquido que necesita; al comprar una renta sobre la casa de otro, se asegura un beneficio proporcional a la suma invertida: tal y como diríamos hoy en día, coloca dinero con intereses. Comparada a las formas antiguas de propiedad, feudales o señoriales, la propiedad, según el derecho municipal, propiedad Weich-bild, Burgrecht, como se dice en Alemania, bourgage, como se dice en Francia, presenta una originalidad muy característica. Situado en condiciones económicas nuevas, el suelo urbano acabó por conseguir una nueva legislación apropiada a su naturaleza. Indudablemente, las viejas cortes territoriales no desaparecieron bruscamente. La liberalización del suelo no tuvo como consecuencia la expoliación de los antiguos propietarios. A menos que no les fueran compradas, conservaron las parcelas de las que eran los señores. Pero el dominio que aún ejercían sobre ellas no implicaba la dependencia personal de sus arrendatarios.
El derecho urbano no sólo suprimió la servidumbre personal y la territorial, además hizo desaparecer los privilegios señoriales y las rentas fiscales que dificultaban el ejercicio del comercio y la industria. El telonio (Teloneum), que gravaba tan pesadamente la circulación de bienes, resultaba particularmente odioso para los burgueses y, desde muy antiguo, intentaron suprimirlo. El diario de Galberto nos muestra cómo era en el Flandes de 1127 una de sus principales preocupaciones. Y puesto que el pretendiente Guillermo de Normandía no cumplió la promesa de hacerlo desaparecer, se levantaron contra él tomando el partido de Thierry de Alsacia. En el curso del siglo xii, el telonio se modifica en todas partes, por las buenas o por las malas. En un lugar es sustituido por una renta anual, en otros se modifican sus formas de percepción. Casi siempre se coloca, más o menos totalmente, bajo la vigilancia y la jurisdicción de la ciudad. Ahora son sus magistrados los que ejercen la vigilancia del comercio y los que sustituyen a los alcaides y a los antiguos funcionarios señoriales en la reglamentación de los pesos y medidas, tanto en los mercados como en el control industrial.
Si se transformó el telonio al pasar al control ciudadano, igualmente ocurrió con otras leyes señoriales que, incompatibles con el libre funcionamiento de la vida urbana, estaban irremisiblemente condenadas a desaparecer. Quiero hablar aquí de las huellas que la época agrícola imprimió en la fisionomía urbana: hornos y molinos comunes en los que el señor obligaba a los habitantes a moler su trigo y a cocer su pan; monopolios de todo tipo en virtud de los cuales gozaba, del privilegio de vender, sin competencia y durante ciertas épocas el vino de sus viñas o la carne de sus rebaños; derecho de hospedaje que imponía a los burgueses el deber de proporcionarle el alojamiento y la comida durante sus estancias en la ciudad; derecho de requisa por el que utilizaba para su servicio los barcos y los caballos de los habitantes; derecho de leva, imponiéndoles el deber de ir a la guerra; costumbres de todo tipo y origen consideradas opresivas y vejatorias, puesto que ya resultaban inútiles; como aquella que prohibía la construcción de puertos sobre el curso de los ríos o aquella que obligaba a los habitantes a cuidar del mantenimiento de los caballeros que componían la guarnición del viejo burgo. De todo esto, a finales del siglo xii, no queda apenas el recuerdo. Los señores, tras haber intentado la resistencia, acabaron por ceder. Comprendieron que a la larga era mejor para sus intereses. No dificultar el desarrollo de las ciudades para conservar unas rentas escasas, sino por el contrario, favorecerlo suprimiendo los obstáculos que se levantaran ante él. Llegaron a darse cuenta de la antinomia de aquellas antiguas prestaciones con el nuevo estado de cosas y acabaron por calificarlas, incluso ellos mismos, como «rapiñas» y «exacciones».
Se transforma la misma base del derecho, como lo hicieron la condición de las personas, el régimen de la tierra y el sistema fiscal. El procedimiento complicado y formalista, los conjuradores, los ordalías, el duelo judicial, todos aquellos medios de prueba primitivos que dejaban frecuentemente al azar o a la mala fe decidir la suerte de un proceso no tardan en adaptarse a las nuevas condiciones del medio urbano. Los antiguos contratos formales, introducidos por la costumbre, desaparecen a medida que la vida económica se hace más complicada y activa. El duelo judicial evidentemente no puede mantenerse durante mucho tiempo en medio de una población de comerciantes y artesanos. Paralelamente hay que destacar que, desde muy antiguo, la prueba por testimonios ante la magistratura urbana sustituye a la de los conjuradores. El wergeld, el antiguo precio del hombre, cede su puesto a un sistema de multas y castigos corporales. Finalmente, los plazos judiciales, tan largos en un principio, son considerablemente reducidos. Y no se modifica sólo el procedimiento, sino que el propio contenido del derecho evoluciona de manera paralela. En asuntos de matrimonio, sucesión, préstamos, deudas, hipotecas y sobre todo en materias de derecho comercial, toda una nueva legislación se halla en las ciudades en vías de formación y la jurisprudencia de sus tribunales crea, de manera cada vez más abundante y precisa, una tradición civil.
El derecho urbano, desde el punto de vista criminal, no es menos característico que desde el civil. En aquellas aglomeraciones de hombres de todas las procedencias que son las ciudades, en aquel medio donde abundan los desarraigados, los vagabundos y los aventureros, se hace indispensable una disciplina rigurosa para mantener la seguridad y, al mismo tiempo, para aterrorizar a los ladrones y bandidos que, en cualquier civilización, son atraídos hacia los centros comerciales. Ya en época carolingia las ciudades, en cuyo recinto buscaban protección las gentes más potentadas, gozaban una paz especial . Esta misma palabra paz es la que encontramos en el siglo xii designando el derecho penal de la ciudad.
Esta paz urbana es un derecho de excepción, más severo y más duro que el del campo. Es pródigo en castigos corporales : horca, decapitación, castración, amputación de miembros. Aplica en todo su rigor la ley del talión: ojo por ojo, diente por diente. Evidentemente se propone reprimir los delitos por el terror. Todos aquellos que franqueen las puertas de la ciudad, ya sean nobles, libres o burgueses, están igualmente sometidos a él. Por él la ciudad se halla, por decirlo de alguna manera, en estado de sitio permanente. Pero también tiene, en virtud de este derecho, un poderoso instrumento de unificación, porque se superpone a las jurisdicciones y a los señoríos que se reparten su suelo, impone a todos una reglamentación inexorable. Contribuyó a igualar la condición de todos los habitantes situados en el interior de las murallas de la ciudad más que la comunidad de intereses y de residencia. La burguesía es esencialmente el conjunto de los homines pacis, los hombres de la paz. La paz de la ciudad (pax villa) es al tiempo la ley de la ciudad (lex ville). Los emblemas que simbolizan la jurisdicción y la autonomía de la ciudad son ante todo emblemas de paz. Tales son, por ejemplo, las cruces o las escalinatas que se levantaron en los mercados, las atalayas (bergfríed) cuya torre se yergue en el seno de las ciudades de los Países Bajos y el norte de Francia y los Rolands tan numerosos en la Alemania septentrional.
Gracias a la paz con la que está dotada, la ciudad forma un territorio jurídico distinto. El principio de territorialidad del derecho se impone al de la personalidad. Los burgueses, al estar sometidos por igual al mismo derecho penal, acabarán participando tarde o temprano del mismo derecho civil. La costumbre urbana se circunscribe a los límites de la paz y la ciudad constituye, en el recinto de sus murallas, una comunidad de derecho.
La paz, por otra parte, contribuyó ampliamente a hacer de la ciudad una comuna. Efectivamente, está sancionada por un juramento, lo cual supone una conjuratio de toda la población urbana. Y el juramento prestado por los burgueses no se reduce a una simple promesa de obediencia a la autoridad municipal, entraña precisas obligaciones e impone el estricto deber de mantener y hacer respetar la paz. Todo juratus, es decir, todo burgués juramentado está obligado a socorrer al burgués que pide ayuda. De esta manera, la paz establece entre todos sus miembros una solidaridad permanente. De ahí procede el término hermanos por el que a veces son designados o el de amieitia que se emplea, por ejemplo, en Lille como sinónimo de pax. Y puesto que la paz afecta a toda la población urbana, ésta constituye de hecho una comuna. Los mismos títulos que llevan los magistrados municipales en muchos lugares, «wardours de la paix» en Verdún, «reward de Pamitié» en Lille y «jures de la paix» en Valenciennes, en Cambrai y en muchas otras ciudades, nos permiten comprobar en qué íntimas relaciones se encuentran la paz y la comuna.
Evidentemente, también contribuyeron otras causas al nacimiento de las comunas urbanas. La más poderosa es la necesidad que sentían los burgueses, desde tiempo inmemorial, de poseer un sistema de impuestos. ¿Cómo conseguir las sumas necesarias para los trabajos públicos más indispensables y ante todo para la construcción del muro de la ciudad? En todas partes la necesidad de edificar esta muralla protectora fue el punto de partida de las finanzas urbanas. En las ciudades de la región de Lieja el impuesto comunal llevó, hasta el fin del Antiguo Régimen, el peculiar nombre de «firmeza» (firmitas). En Angers, las cuentas municipales más antiguas son las de «clouaison, fortifica-tion et emparement» de la ciudad. En otros lugares, una parte de las multas está destinada ad opus castri, es decir, en provecho de la fortificación. Pero el impuesto, naturalmente, constituyó la parte esencial de los recursos públicos. Para obligar a pagarlo a los contribuyentes fue necesario recurrir a la violencia. Cada uno' está obligado a participar según sus medios en los gastos realizados en interés de la comunidad. El que se niegue a contribuir en tales gastos es expulsado de la ciudad. Esta es, por consiguiente, una asociación obligatoria, una persona moral. Según la expresión de Beaumanoir, forma una «compaignie, laquelle ne pot partir ne desseurer, angois convient qu'elle tiégne, voillent les parties ou non qui en le compaignie sont» , es decir, una compañía que no puede disolverse, pero que debe subsistir independientemente de la voluntad de sus miembros. Y esto significa que, al igual que constituye un territorio jurídico, forma una comuna.
Aún falta por examinar los órganos que ha previsto para satisfacer las necesidades que le imponía su naturaleza. En primer lugar, en tanto que territorio jurídico independiente, debe necesariamente tener su jurisdicción propia. El derecho urbano circunscrito a sus murallas, al oponerse al derecho regional, al derecho de fuera, necesita que un tribunal especial se encargue de su aplicación y que la comuna posea, gracias a él, la garantía de su situación privilegiada. Que la burguesía sólo puede ser juzgada por sus magistrados es una cláusula que no falta en casi ninguna constitución municipal. Estos magistrados necesariamente se recluían en su seno. Es indispensable que sean miembros de la comuna y que, en mayor o menor medida, ésta intervenga en su nombramiento. En unos sitios tiene el privilegio de proponerlos al señor, en otros se aplica un sistema de elección más liberal; en otros también se recurre a procedimientos más complicados: elecciones a diversos niveles, echar a suertes, etc., que tenían como objetivo evidentemente evitar la intriga y la corrupción. Por lo general, el presidente del tribunal (oidor, alcalde, baile, etc.) es un oficial del señor. Sin embargo, es la ciudad la que decide su elección. En cualquier caso posee una garantía en el juramento que debe prestar en el sentido de respetar y defender sus privilegios.
Desde comienzos del siglo xii, a veces incluso hacia finales del xi, muchas ciudades aparecen ya en posesión de su tribunal privilegiado. En Italia, en el sur de Francia y en numerosas partes de Alemania, sus miembros usan el título de cónsules. En los Países Bajos y en la Francia septentrional, se les conoce con el nombre de regidores; en otros lugares se les llama jurados. La jurisdicción que ejercen varía bastante considerablemente según el sitio. En todas partes la ejercen con restricciones; y puede ocurrir que el señor se reserve ciertos casos especiales. Pero estas diferencias locales importan poco. Lo esencial es que cada ciudad, precisamente por ser reconocida como un territorio jurídico, posee sus jueces particulares. Su competencia está fijada por el derecho urbano y circunscrita al territorio en el cual rige. A veces se observa que, en vez de un solo cuerpo de magistrados, existen varios dotados de atribuciones especiales. En muchas ciudades y especialmente en las episcopales, cuyas instituciones urbanas fueron el resultado de una insurrección, hay junto a los regidores, sobre los que conserva el señor una influencia más o menos grande, un cuerpo de jueces interesados en asuntos de paz y especialmente competentes para los problemas ajenos al estatuto comunal. Pero aquí es imposible entrar en detalles: basta con haber indicado la evolución general independientemente de sus innumerables modalidades.
La ciudad, en tanto que comuna, se administra por un consejo (Consilium, curia, etc.). Este consejo coincide frecuentemente con el tribunal y las mismas personas son a la vez jueces y administradores de la burguesía. También en otras muchas ocasiones posee su individualidad propia. Sus miembros reciben de la comuna la autoridad que detentan; son sus delegados, lo que no quiere decir que la comuna abdique en sus manos. Nombrados por un período muy corto, no pueden usurpar el poder que les ha sido confiado. Sólo mucho después, cuando se ha desarrollado la constitución urbana, cuando se ha complicado la administración, forman un verdadero colegio en el que la influencia del pueblo apenas cuenta. Al principio ocurrió de manera muy distinta; los jurados primitivos encargados de la vigilancia del bien público sólo eran mandatarios, semejantes a los select men de las ciudades americanas de nuestros días, simples ejecutores de la voluntad colectiva. La prueba de ello es que, en sus orígenes, le falta uno de los caracteres esenciales de todo cuerpo constituido, (me refiero a una autoridad central), un presidente. Los burgomaestres y los alcaldes comunales son, en efecto, de creación relativamente reciente; no podemos encontrarlos antes del siglo xiii. Pertenecen a una época en la que el espíritu de las instituciones tiende a modificarse y en la que se siente la necesidad de una mayor centralización y de un poder más independiente.
El consejo se encarga de la administración corriente en todos los dominios. Cuida de las finanzas, el comercio y la industria, decide y supervisa los trabajos públicos, organiza el aprovisionamiento de la ciudad, reglamenta el equipo y la buena conservación del ejército comunal, funda escuelas para los niños y paga el sostenimiento de los hospicios para pobres y viejos. Los estatutos que dicta constituyen una auténtica legislación municipal. No podemos encontrar, al norte de los Alpes, ninguno que sea anterior al siglo xiii. Pero basta estudiarlos atentamente para convencerse de que lo único que hacen es desarrollar y precisar un ordenamiento más antiguo.
Quizá no se manifieste en ningún campo mejor que en el administrativo el espíritu innovador y el sentido práctico de los burgueses. La obra que realizaron parece tanto más admirable cuanto que constituye una creación original. En el anterior estado de cosas no existía nada que les pudiera servir de modelo, puesto que todas las necesidades que hacía falta proveer eran necesidades nuevas. Compárese, por ejemplo, el sistema financiero de la época feudal con el que instituyeron las comunas urbanas. En el primero, el impuesto no es sino una prestación fiscal, un derecho fijo y perpetuo que ignora las posibilidades del contribuyente y que afecta únicamente al pueblo y cuyo producto se confunde con los recursos señoriales del príncipe o del señor que los percibe, sin que afecte directamente al interés público. El segundo, por el contrario, no conocía excepciones ni privilegios. Todos los burgueses que disfrutan igualmente las ventajas de la comuna están por lo mismo obligados a cubrir sus gastos. La cuota de cada uno está en proporción a su fortuna. En un principio generalmente se deduce de la renta. Numerosas ciudades permanecieron fieles a esta práctica hasta el fin de la Edad Media. Otras la reemplazaron por la sisa, es decir, por un impuesto indirecto que gravaba los objetos de consumo y especialmente los productos alimenticios, de manera que el rico y el pobre pagaban impuestos según sus gastos. Pero esta sisa urbana no tiene nada que ver con el antiguo telonio; ésta era tan flexible como rígido el otro, tan variable según las circunstancias y las necesidades públicas como el otro inmutable. Por lo demás, sea cual sea la forma que adquiera, el producto del impuesto es dedicado enteramente a cubrir las necesidades de la comuna. Desde fines del siglo xii, se instituye el control financiero y, desde esta época, se observan las primeras huellas de una contabilidad municipal.
El abastecimiento de la ciudad y la reglamentación del comercio y de la industria dan fe de manera más manifiesta todavía de la aptitud para resolver los problemas sociales y económicos que planteaban a la burguesía sus condiciones de vida. Tenían que atender a la subsistencia de una población considerable obligada a conseguir sus víveres en el exterior, proteger a los artesanos contra la competencia extranjera, organizar su aprovisionamiento de materias primas y asegurar la exportación de sus manufacturas. Lo consiguieron mediante una reglamentación tan maravillosamente adaptada a su objetivo que se la puede considerar como una obra maestra en su género. La economía urbana es digna de la arquitectura gótica, de la que es contemporánea. Creó todas las piezas y diría gustosamente que creó ex nihilo una legislación social más completa que la de cualquier otra época de la historia incluida la nuestra. Al suprimir los intermediarios entre el comprador y el vendedor, garantizó a los burgueses el beneficio de una vida barata, persiguió incansablemente el fraude, protegió al trabajador contra la competencia y la explotación, reglamentó su trabajo y su salario, cuidó de su higiene, se ocupó de su aprendizaje, impidió el trabajo de las mujeres y de los niños, al mismo tiempo que consiguió reservar para la ciudad el monopolio de alimentar con sus productos los campos de los alrededores y encontrar en zonas alejadas, salidas para su comercio .
Todo esto hubiera sido imposible si el espíritu cívico de la burguesía no hubiese estado a la altura de las tareas que se le habían encomendado. Efectivamente, es necesario remontarse hasta la Antigüedad para encontrar una devoción parecida por la cosa pública como de la que los burgueses hicieron gala. Unus subveniet alteri tamquam fratri suo, que uno ayude al otro como a un hermano, reza una carta municipal flamenca del siglo xii , y estas palabras fueron verdaderamente una realidad. A partir del siglo xii, los mercaderes destinan una parte considerable de sus beneficios en provecho de sus conciudadanos, fundan hospitales y compran los telonios. El afán de lucro se alía en ellos con el patriotismo local. Cada uno está orgulloso de su ciudad y se dedica espontáneamente a trabajar por su prosperidad. Porque en realidad cada existencia particular depende estrechamente de la existencia colectiva de la asociación municipal. La comuna de la Edad Media posee efectivamente las atribuciones que el Estado ejerce en la actualidad. Garantiza a cada uno de sus miembros la seguridad de su persona y de sus bienes que, fuera de ella, se encuentran en un mundo hostil, lleno de peligros y expuesto a todo tipo de azares. Solamente en ella encuentra abrigo y, consiguientemente, siente por ella una gratitud que bordea el amor. Está dispuesto a dedicarse a su defensa al igual que siempre está preparado a ornamentarla y hacerla más bella que la de sus vecinos. Las admirables catedrales que el siglo xiii vio levantarse no serían concebibles sin el alegre entusiasmo con el que los burgueses contribuyeron a su construcción. No son solamente las casas de Dios, también glorifican la ciudad de la que constituyen el más bello adorno y a la que sus majestuosas torres anuncian desde lejos. Fueron para las ciudades medievales lo mismo que los templos para las de la Antigüedad.
Al ardor del patriotismo local responde su exclusivismo. Por el mismo motivo que cada ciudad que llega al término de su desarrollo constituye una república o, si se prefiere, un señorío colectivo, no ve en las demás ciudades sino rivales o enemigos. No puede remontarse por encima de la esfera de sus intereses propios. Se concentra sobre sí misma y el sentimiento que transmite a sus vecinos recuerda bastante, en un círculo más estrecho, el nacionalismo de nuestros días. El espíritu cívico que le anima es singularmente egoísta. Se reserva celosamente las libertades que goza en el interior de sus muros. Los campesinos que la rodean no son considerados como compatriotas, únicamente sueña en explotarlos para su provecho. Vigila con todos los medios a su alcance para impedirles que se entreguen a la práctica de la industria cuyo monopolio se reservan; les impone el deber de abastecerla y les habría sometido a un protectorado tiránico si hubiese sido capaz. Por lo demás, lo hizo en todas las partes en que le fue posible, por ejemplo, en Toscana, donde Florencia sometió bajo su yugo a los campos vecinos.
Además, nos estamos refiriendo aquí a hechos que no se manifestarán en todas sus consecuencias sino a partir del comienzo del siglo xiii. Basta haber indicado rápidamente una tendencia que no hacía todavía sino manifestarse en el momento de sus orígenes. Lo único que pretendía nuestro esbozo era caracterizar la ciudad medieval después de haber descrito su formación. Una vez más, no hicimos más que trazar las líneas principales, y la fisonomía que esbozamos recuerda a esos perfiles obtenidos al fotografiar dos retratos superpuestos. Los contornos resultantes muestran un rostro común a los dos sin pertenecer exactamente a ninguno de ellos.
Si se quisiese, al terminar este largo capítulo, resumir en una definición sus puntos esenciales, quizá fuera posible afirmar que la ciudad medieval, tal y como aparece a partir del siglo xii, es una comuna que, al abrigo de un recinto fortificado, vive del comercio y de la industria y disfruta de un derecho, de una administración y de una jurisprudencia excepcionales que la convierten en una personalidad colectiva privilegiada.