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Prof. Federico Cantó

sábado, 14 de diciembre de 2013

HOBSBAWM. LA REVOLUCIÓN FRANCESA

Ver: LA REVOLUCIÓN FRANCESA (2° Parte)

LA REVOLUCIÓN FRANCESA (1° parte)

E. J. HOBSBAWM
En el libro LAS REVOLUCIONES BURGUESAS




Un inglés que no esté lleno de estima y admiración por la sublime manera en que una de las más IMPORTANTES REVOLUCIONES que el mundo ha conocido se está ahora efectuando, debe de estar muerto para todo sentimiento de virtud y libertad; ninguno de mis compatriotas que haya tenido la buena fortuna de presenciar las transacciones de los últimos tres días en esta ciudad, testificará que mi lenguaje es hiperbólico. 
Del “Morning Post” (21 de julio de 1789, sobre la toma de la Bastilla). 



Pronto las naciones ilustradas procesarán a quienes las han gobernado hasta ahora. 
Los reyes serán enviados al desierto a hacer compañía a las bestias feroces a las que se parecen, y la naturaleza recobrará sus derechos. 
(SAINT-JUST: Discurso sobre la Constitución de Francia, pronunciado en la Convención el 24 de abril de 1793.) 


Si la economía del mundo del siglo XIX se formó principalmente bajo la influencia de la revolución industrial inglesa, su política e ideología se formaron principalmente bajo la influencia de la Revolución francesa. Inglaterra proporcionó el modelo para sus ferrocarriles y fábricas y el explosivo económico que hizo estallar las tradicionales estructuras económicas y sociales del mundo no europeo, pero Francia hizo sus revoluciones y les dio sus ideas, hasta el punto de que cualquier cosa tricolor se convirtió en el emblema de todas las nacionalidades nacientes. Entre 1789 y 1917, las políticas europeas (y las de todo el mundo) lucharon ardorosamente en pro o en contra de los principios de 1789 o los más incendiarios todavía de 1793. Francia proporcionó el vocabulario y los programas de los partidos liberales, radicales y democráticos de la mayor parte del mundo. Francia ofreció el primer gran ejemplo, el concepto y el vocabulario del nacionalismo. Francia proporcionó los códigos legales, el modelo de organización científica y técnica y el sistema métrico decimal a muchísimos países. La ideología del mundo moderno penetró por primera vez en las antiguas civilizaciones, que hasta entonces habían resistido a las ideas europeas, a través de la influencia francesa. Esta fue la obra de la Revolución francesa(1).

Como hemos visto, el siglo XVIII fue una época de crisis para los viejos regímenes europeos y para sus sistemas económicos, y sus últimas décadas estuvieron llenas de agitaciones políticas que a veces alcanzaron categoría de revueltas, de movimientos coloniales autonomistas e incluso secesionistas: no sólo en los Estados Unidos (1776-1783), sino también en Irlanda (1782-1784), en Bélgica y Lieja (1787-1790), en Holanda (1783-1787), en Ginebra, e incluso —se ha discutido— en Inglaterra (1779). Tan notable es este conjunto de desasosiego político que algunos historiadores recientes han hablado de una “era de revoluciones democráticas” de las que la francesa fue solamente una, aunque la más dramática y de mayor alcance.(2)

Desde luego, como la crisis del antiguo régimen no fue un fenómeno puramente francés, dichas observaciones no carecen de fundamento. Incluso se puede decir que la Revolución rusa de 1917 (que ocupa una posición de importancia similar en nuestro siglo) fue simplemente el más dramático de toda una serie de movimientos análogos, como los que —algunos años antes— acabaron derribando a los viejos Imperios chino y turco. Sin embargo, hay aquí un equívoco. La Revolución francesa puede no haber sido un fenómeno aislado, pero fue mucho más fundamental que cualquiera de sus contemporáneas y sus consecuencias fueron mucho más profundas. En primer lugar, sucedió en el más poderoso y populoso Estado europeo (excepto Rusia). En 1789, casi de cada cinco europeos, uno era francés. En segundo lugar de todas las revoluciones que la precedieron y la siguieron fue la única revolución social de masas, e inconmensurablemente más radical que cualquier otro levantamiento. No es casual que los revolucionarios norteamericanos y los “jacobinos” británicos que emigraron a Francia por sus simpatías políticas, se consideraran moderados en Francia. Tom Paine, que era un extremista en Inglaterra y Norteamérica, figuró en París entre los más moderados de los girondinos. Los resultados de las revoluciones americanas fueron, hablando en términos generales, que los países quedaran poco más o menos como antes, aunque liberados del dominio político de los ingleses, los españoles o los portugueses. En cambio, el resultado de la Revolución francesa fue que la época de Balzac sustituyera a la de Madame Dubarry.

En tercer lugar, de todas las revoluciones contemporáneas, la francesa fue la única ecuménica. Sus ejércitos se pusieron en marcha para revolucionar al mundo, y sus ideas lo lograron. La revolución norteamericana sigue siendo un acontecimiento crucial en la historia de los Estados Unidos, pero (salvo en los países directamente envueltos en ella y por ella) no dejó huellas importantes en ninguna parte. La Revolución francesa, en cambio, es un hito en todas partes. Sus repercusiones, mucho más que las de la revolución norteamericana, ocasionaron los levantamientos que llevarían a la liberación de los países iberoamericanos después de 1808. Su influencia directa irradió hasta Bengala, en donde Ram Mohan Roy se inspiró en ella para fundar el primer movimiento reformista hindú, precursor del moderno nacionalismo indio. (Cuando Ram Mohan Roy visitó Inglaterra en 1830, insistió en viajar en un barco francés para demostrar su entusiasmo por los principios de la Revolución francesa.) Fue, como se ha dicho con razón, “el primer gran movimiento de ideas en la cristiandad occidental que produjo algún efecto real sobre el mundo del Islam”(3), y esto casi inmediatamente. A mediados del siglo XIX la palabra turca “vatan”, que antes significaba sólo el lugar de nacimiento o residencia de un hombre, se había transformado bajo la influencia de la Revolución francesa en algo así como “patria”; el vocablo “libertad”, que antes de 1800 no era más que un término legal denotando lo contrario que “esclavitud”, también había empezado a adquirir un nuevo contenido político. La influencia indirecta de la Revolución francesa es universal, pues proporcionó el patrón para todos los movimientos revolucionarios subsiguientes, y sus lecciones (interpretadas conforme al gusto de cada país o cada caudillo) fueron incorporadas en el moderno socialismo y comunismo(4). 


Así, pues, la Revolución francesa está considerada como la revolución de su época, y no sólo una, aunque la más prominente, de su clase. Y sus orígenes deben buscarse por ello no simplemente en las condiciones generales de Europa, sino en la específica situación de Francia. Su peculiaridad se explica mejor en términos internacionales. Durante el siglo XVIII Francia fue el mayor rival económico internacional de Inglaterra. Su comercio exterior, que se cuadruplicó entre 1720 y 1780, causaba preocupación en la Gran Bretaña; su sistema colonial era en ciertas áreas (tales como las Indias Occidentales) más dinámico que el británico. A pesar de lo cual, Francia no era una potencia como Inglaterra, cuya política exterior ya estaba determinada sustancialmente por los intereses de la expansión capitalista. Francia era la más poderosa y en muchos aspectos la más característica de las viejas monarquías absolutas y aristocráticas de Europa. En otros términos: el conflicto entre la armazón oficial y los inconmovibles intereses del antiguo régimen y la subida de las nuevas fuerzas sociales era más agudo en Francia que en cualquier otro sitio.

Las nuevas fuerzas sabían con exactitud lo que querían. Turgot, el economista fisiócrata, preconizaba una eficaz explotación de la tierra, la libertad de empresa y de comercio, una normal y eficiente administración de un territorio nacional único y homogéneo, la abolición de todas las restricciones y desigualdades sociales que entorpecían el desenvolvimiento de los recursos nacionales y una equitativa y racional administración y tributación. Sin embargo, su intento de aplicar tal programa como primer ministro de Luis XVI en 1774-1776 fracasó lamentablemente, y ese fracaso es característico. Reformas de este género, en pequeñas dosis, no eran incompatibles con las monarquías absolutas ni mal recibidas por ellas. Antes al contrario, puesto que fortalecían su poder, estaban, como hemos visto, muy difundidas en aquella época entre los llamados “déspotas ilustrados”. Pero en la mayor parte de los países en que imperaba el “despotismo ilustrado”, tales reformas eran, o inaplicables, y por eso resultaban meros escarceos teóricos, o incapaces de cambiar el carácter general de su estructura política y social, o fracasaban frente a la resistencia de las aristocracias locales y otros intereses intocables, dejando al país recaer en una nueva versión de su primitivo estado. En Francia fracasaban más rápidamente que en otros países, porque la resistencia de los intereses tradicionales era más efectiva. Pero los resultados de ese fracaso fueron más catastróficos para la monarquía; y las fuerzas de cambio burguesas eran demasiado fuertes para caer en la inactividad, por lo que se limitaron a transferir sus esperanzas de una monarquía ilustrada al pueblo o a “la nación”.


Sin embargo, semejante generalización no debe alejarnos del entendimiento de por qué la revolución estalló cuando lo hizo y por qué tomó el rumbo que tomó. Para esto es más conveniente considerar la llamada “reacción feudal”, que realmente proporcionó la mecha que inflamaría el barril de pólvora de Francia.

Las cuatrocientas mil personas que, sobre poco más o menos, formaban entre los veintitrés millones de franceses la nobleza —el indiscutible “primer orden” de la nación, aunque no tan absolutamente salvaguardado contra la intrusión de los órdenes inferiores como en Prusia y otros países— estaban bastante seguras. Gozaban de considerables privilegios, incluida la exención de varios impuestos (aunque no de tantos como estaba exento el bien organizado clero) y el derecho a cobrar tributos feudales. Políticamente, su situación era menos brillante. La monarquía absoluta, aunque completamente aristocrática e incluso feudal en sus “ethos”, había privado a los nobles de toda independencia y responsabilidad política, cercenando todo lo posible sus viejas instituciones representativas —estados y parlamentos—. El hecho continuó al situar entre la alta aristocracia y entre la más reciente “noblesse de robe” creada por los reyes con distintos designios, generalmente financieros y administrativos, a una ennoblecida clase media gubernamental que manifestaba en lo posible el doble descontento de aristócratas y burgueses a través de los tribunales y estados que aún subsistían. Económicamente, las inquietudes de los nobles no eran injustificadas. Guerreros más que trabajadores por nacimiento y tradición —los nobles estaban excluídos oficialmente del ejercicio del comercio o cualquier profesión—, dependían de las rentas de sus propiedades o, si pertenecían a la minoría cortesana, de matrimonios de conveniencia, pensiones regias, donaciones y sinecuras. Pero como los gastos inherentes a la condición nobiliaria —siempre cuantiosos— iban en aumento, los ingresos, mal administrados por lo general, resultaban insuficientes. La inflación tendía a reducir el valor de los ingresos fijos, tales como las rentas.

Por todo ello era natural que los nobles utilizaran su caudal principal, los reconocidos privilegios de clase. Durante el siglo XVIII, tanto en Francia como en otros muchos países, se aferraban tenazmente a los puestos oficiales que la monarquía absoluta hubiera preferido encomendar a los hombres de la clase media, competentes técnicamente y políticamente inocuos. Hacia 1780 se requerían cuatro cuarteles de nobleza para conseguir un puesto en el ejército; todos los obispos eran nobles e incluso la clave de la administración real, las intendencias, estaban acaparadas por la nobleza. Como consecuencia, la nobleza no sólo irritaba los sentimientos de la clase media al competir con éxito en la provisión de puestos oficiales, sino que socavaba los cimientos del Estado con su creciente inclinación a apoderarse de la administración central y provincial. Asimismo —sobre todo los señores más pobres de provincias con pocos recursos— intentaban contrarrestar la merma de sus rentas exprimiendo hasta el límite sus considerables derechos feudales para obtener dinero, o, con menos frecuencia, servicios de los campesinos. Una nueva profesión —la de “feudista”— surgió para hacer revivir anticuados derechos de esta clase o para aumentar hasta el máximo los productos de los existentes. Su más famoso miembro, Gracchus Babeuf, se convertiría en el caudillo de la primera revuelta comunista de la historia moderna en 1796. Con esta actitud, la nobleza no sólo irritaba a la clase media, sino también al campesinado.

La posición de esta vasta clase, que comprendía aproximadamente el ochenta por ciento de los franceses, distaba mucho de ser brillante, aunque sus componentes eran libres en general y a menudo terratenientes. En realidad, las propiedades de la nobleza ocupaban sólo una quinta parte de la tierra, y las del clero quizá otro seis por ciento, con variaciones en las diferentes regiones(5). Así, en la diócesis de Montpellier, los campesinos poseían del 38 al 40 por 100 de la tierra, la burguesía del 18 al 19, los nobles del 15 al 16, el clero del 3 al 4, mientras una quinta parte era de propiedad comunal(6). Sin embargo, de hecho, la mayor parte eran gentes pobres o con recursos insuficientes, deficiencia ésta aumentada por el atraso técnico reinante. La miseria general se intensificaba por el aumento de la población. Los tributos feudales, los diezmos y gabelas suponían unas cargas pesadas y crecientes para los ingresos de los campesinos. La inflación reducía el valor del remanente. Sólo una minoría de campesinos que disponía de un excedente constante para vender se beneficiaba de los precios cada vez más elevados; los demás, de una manera u otra, los sufrían, de manera especial en las épocas de malas cosechas, en las que el hambre fijaba los precios. No hay duda de que en los veinte años anteriores a la revolución la situación de los campesinos empeoró por estas razones.

Los trastornos financieros de la monarquía iban en aumento. La estructura administrativa y fiscal del reino estaba muy anticuada y, como hemos visto, el intento de remediarlo mediante las reformas de 1774-1776 fracasó, derrotado por la resistencia de los intereses tradicionales encabezados por los parlamentos. Entonces, Francia se vio envuelta en la guerra de la independencia americana. La victoria sobre Inglaterra se obtuvo a costa de una bancarrota final, por lo que la revolución americana puede considerarse la causa directa de la francesa. Varios procedimientos se ensayaron sin éxito, pero sin intentar una reforma fundamental que, movilizando la verdadera y considerable capacidad tributaria del país, contuviera una situación en la que los gastos superaban a los ingresos al menos en un 20 por 100, haciendo imposible cualquier economía efectiva. Aunque muchas veces se ha echado la culpa de la crisis a las extravagancias de Versalles, hay que decir que los gastos de la Corte sólo suponían el 6 por 100 del presupuesto total en 1788. La guerra, la escuadra y la diplomacia consumían un 25 por 100 y la deuda existente un 50 por 100. Guerra y deuda —la guerra americana y su deuda— rompieron el espinazo de la monarquía.

La crisis gubernamental brindó una oportunidad a la aristocracia y a los parlamentos. Pero una y otros se negaron a pagar sin la contrapartida de un aumento de sus privilegios. La primera brecha en el frente del absolutismo fue abierta por una selecta pero rebelde “Asamblea de Notables”, convocada en 1787 para asentir a las peticiones del gobierno. La segunda, y decisiva, fue la desesperada decisión de convocar los Estados Generales —la vieja Asamblea feudal del reino, enterrada desde 1614—. Así, pues, la revolución empezó como un intento aristocrático de recuperar los mandos del Estado. Este intento fracasó por dos razones: por subestimar las intenciones independientes del “tercer estado” —la ficticia entidad concebida para representar a todos los que no eran ni nobles ni clérigos, pero dominada de hecho por la clase media— y por desconocer la profunda crisis económica y social que impelía a sus peticiones políticas.

La Revolución francesa no fue hecha o dirigida por un partido o movimiento en el sentido moderno, ni por unos hombres que trataran de llevar a la práctica un programa sistemático. Incluso sería difícil encontrar en ella líderes de la clase a que nos han acostumbrado las revoluciones del siglo XX, hasta la figura posrevolucionaria de Napoleón. No obstante, un sorprendente consenso de ideas entre un grupo social coherente dio unidad efectiva al movimiento revolucionario. Este grupo era la “burguesía”; sus ideas eran las del liberalismo clásico formulado por los “filósofos” y los “economistas” y propagado por la francmasonería y otras asociaciones. En este sentido, “los filósofos” pueden ser considerados con justicia los responsables de la revolución. Esta también hubiera estallado sin ellos; pero probablemente fueron ellos los que establecieron la diferencia entre una simple quiebra de un viejo régimen y la efectiva y rápida sustitución por otro nuevo.


En su forma más general, la ideología de 1789 era la masónica, expresada con tan inocente sublimidad en La flauta mágica, de Mozart (1791), una de las primeras entre las grandes obras de arte propagandísticas de una época cuyas más altas realizaciones artísticas pertenecen a menudo a la propaganda. De modo más específico, las peticiones del burgués de 1789 están contenidas en la famosa Declaración de derechos del hombre y del ciudadano de aquel año. Este documento es un manifiesto contra la sociedad jerárquica y los privilegios de los nobles, pero no en favor de una sociedad democrática o igualitaria. “Los hombres nacen y viven libres e iguales bajo las leyes”, dice su artículo primero; pero luego se acepta la existencia de distinciones sociales “aunque sólo por razón de la utilidad común”. La propiedad privada era un derecho natural sagrado, inalienable e inviolable. Los hombres eran iguales ante la ley y todas las carreras estaban abiertas por igual al talento, pero si la salida empezaba para todos sin “handicap”, se daba por supuesto que los corredores no terminarían juntos. La declaración establecía (frente a la jerarquía nobiliaria y el absolutismo) que “todos los ciudadanos tienen derecho a cooperar en la formación de la ley”, pero “o personalmente o a través de sus representantes”. Ni la Asamblea representativa, que se preconiza como órgano fundamental de gobierno, tenía que ser necesariamente una Asamblea elegida en forma democrática, ni el régimen que implica había de eliminar por fuerza a los reyes. Una monarquía constitucional basada en una oligarquía de propietarios que se expresaran a través de una Asamblea representativa, era más adecuada para la mayor parte de los burgueses liberales que la república democrática, que pudiera haber parecido una expresión más lógica de sus aspiraciones teóricas; aunque hubo algunos que no vacilaron en preconizar esta última. Pero, en conjunto, el clásico liberal burgués de 1789 (y el liberal de 1789-1848) no era un demócrata, sino un creyente en el constitucionalismo, en un Estado secular con libertades civiles y garantías para la iniciativa privada, gobernado por contribuyentes y propietarios.


Sin embargo, oficialmente, dicho régimen no expresaría sólo sus intereses de clase, sino la voluntad general “del pueblo”, al que se identificaba de manera significativa con “la nación francesa”. En adelante, el rey ya no sería Luis, por la Gracia de Dios, Rey de Francia y de Navarra, sino Luis, por la Gracia de Dios y la Ley Constitucional del Estado, Rey de los Franceses. “La fuente de toda soberanía —dice la Declaración— reside esencialmente en la nación.” Y la nación, según el abate Sieyès, no reconoce en la tierra un interés sobre el suyo y no acepta más ley o autoridad que la suya, ni las de la humanidad en general ni las de otras naciones. Sin duda la nación francesa (y sus subsiguientes imitadoras) no concebían en un principio que sus intereses chocaran con los de los otros pueblos, sino que, al contrario se veían como inaugurando —participando en él— un movimiento de liberación general de los pueblos del poder de las tiranías. Pero, de hecho, la rivalidad nacional (por ejemplo, la de los negociantes franceses con los negociantes ingleses) y la subordinación nacional (por ejemplo, la de las naciones conquistadas o liberadas a los intereses de la grande nation), se hallaban implícitas en el nacionalismo al que el burgués de 1789 dio su primera expresión oficial. “El pueblo”, identificado con “la nación” era un concepto revolucionario; más revolucionario de lo que el programa burgués-liberal se proponía expresar. Por lo cual era un arma de dos filos.

Aunque los pobres campesinos y los obreros eran analfabetos, políticamente modestos e inmaduros y el procedimiento de elección indirecto, 610 hombres, la mayor parte de ellos de aquella clase, fueron elegidos para representar al tercer estado. Muchos eran abogados que desempeñaban un importante papel económico en la Francia provinciana. Cerca de un centenar eran capitalistas y negociantes. La clase media había luchado ásperamente y con éxito para conseguir una representación tan amplia como las de la nobleza y el clero juntas, ambición muy moderada para un grupo que representaba oficialmente al 95 por 100 de la población. Ahora luchaban con igual energía por el derecho a explotar su mayoría potencial de votos para convertir los Estados Generales en una Asamblea de diputados individuales que votaran como tales, en vez del tradicional cuerpo feudal que deliberaba y votaba “por órdenes”, situación en la cual la nobleza y el clero siempre podían superar en votos al tercer estado. Con este motivo se produjo el primer choque directo revolucionario. Unas seis semanas después de la apertura de los Estados Generales, los comunes, impacientes por adelantarse a cualquier acción del rey, de los nobles y el clero, constituyeron (con todos cuantos quisieron unírseles) una Asamblea Nacional con derecho a reformar la Constitución. Una maniobra contrarrevolucionaria los llevó a formular sus reivindicaciones en términos de la Cámara de los Comunes británica. El absolutismo terminó cuando Mirabeau, brillante y desacreditado ex noble, dijo al rey: “Señor, sois un extraño en esta Asamblea y no tenéis derecho a hablar en ella”.(7)

El tercer estado triunfó frente a la resistencia unida del rey y de los órdenes privilegiados, porque representaba no sólo los puntos de vista de una minoría educada y militante, sino los de otras fuerzas mucho más poderosas: los trabajadores pobres de las ciudades, especialmente de París, así como el campesinado revolucionario. Pero lo que transformó una limitada agitación reformista en verdadera revolución fue el hecho de que la convocatoria de los Estados Generales coincidiera con una profunda crisis económica y social. La última década había sido, por una compleja serie de razones, una época de graves dificultades para casi todas las ramas de la economía francesa. Una mala cosecha en 1788 (y en 1789) y un dificilísimo invierno agudizaron aquella crisis. Las malas cosechas afectan a los campesinos, pues significan que los grandes productores podrán vender el grano a precios de hambre, mientras la mayor parte de los cultivadores, sin reservas suficientes, pueden tener que comerse sus simientes o comprar el alimento a aquellos precios de hambre, sobre todo en los meses inmediatamente precedentes a la nueva cosecha (es decir, de mayo a julio). Como es natural, afectan también a las clases pobres urbanas, para quienes el coste de vida, empezando por el pan, se duplica. Y también porque el empobrecimiento del campo reduce el mercado de productos manufacturados y origina una depresión industrial. Los pobres rurales estaban desesperados y desvalidos a causa de los motines y los actos de bandolerismo; los pobres urbanos lo estaban doblemente por el cese del trabajo en el preciso momento en que el coste de la vida se elevaba. En circunstancias normales esta situación no hubiera pasado de provocar algunos tumultos. Pero en 1788 y en 1789, una mayor convulsión en el reino, una campaña de propaganda electoral, daba a la desesperación del pueblo una perspectiva política al introducir en sus mentes la tremenda y sísmica idea de liberarse de la opresión y de la tiranía de los ricos. Un pueblo encrespado respaldaba a los diputados del tercer estado.

La contrarrevolución convirtió a una masa en potencia en una masa efectiva y actuante. Sin duda era natural que el antiguo régimen luchara con energía, si era menester con la fuerza armada, aun que el ejército ya no era digno de confianza. (Sólo algunos soñadores idealistas han podido pensar que Luis XVI pudo haber aceptado la derrota convirtiéndose inmediatamente en un monarca constitucional, aun cuando hubiera sido un hombre menos indolente y necio, casado con una mujer menos frívola e irresponsable, y menos dispuesto siempre a escuchar a los más torpes consejeros.) De hecho, la contrarrevolución movilizó a las masas de París, ya hambrientas, recelosas y militantes. El resultado más sensacional de aquella movilización fue la toma de la Bastilla, prisión del Estado que simbolizaba la autoridad real, en donde los revolucionarios esperaban encontrar armas. En época de revolución nada tiene más fuerza que la caída de los símbolos. La toma de la Bastilla, que convirtió la fecha del 14 de julio en la fiesta nacional de Francia, ratificó la caída del despotismo y fue aclamada en todo el mundo como el comienzo de la liberación. Incluso el austero filósofo Emmanuel Kant, de Koenigsberg, de quien se dice que era tan puntual en todo que los habitantes de la ciudad ponían sus relojes por el suyo, aplazó la hora de su paseo vespertino cuando recibió la noticia, convenciendo así a Koenigsberg de que había ocurrido un acontecimiento que sacudiría al mundo. Y lo que hace más al caso, la caída de la Bastilla extendió la revolución a las ciudades y los campos de Francia.

Las revoluciones campesinas son movimientos amplios, informes, anónimos, pero irresistibles. Lo que en Francia convirtió una epidemia de desasosiego campesino en una irreversible convulsión fue una combinación de insurrecciones en ciudades provincianas y una oleada de pánico masivo que se extendió oscura pero rápidamente a través de casi todo el país: la llamada Grande Peur de finales de julio y principios de agosto de 1789. Al cabo de tres semanas desde el 14 de julio, la estructura social del feudalismo rural francés y la máquina estatal de la monarquía francesa yacían en pedazos. Todo lo que quedaba de la fuerza del Estado eran unos cuantos regimientos dispersos de utilidad dudosa, una Asamblea Nacional sin fuerza coercitiva y una infinidad de administraciones municipales o provinciales de clase media que pronto pondrían en pie a unidades de burgueses armados —“guardias nacionales”— según el modelo de París. La aristocracia y la clase media aceptaron inmediatamente lo inevitable: todos los privilegios feudales se abolieron de manera oficial aunque, una vez estabilizada la situación política, el precio fijado para su redención fue muy alto. El feudalismo no se abolió finalmente hasta 1793. A finales de agosto la revolución obtuvo su manifiesto formal, la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano. Por el contrario, el rey resistía con su habitual insensatez, y algunos sectores de la clase media revolucionaria, asustados por las complicaciones sociales del levantamiento de masas, empezaron a pensar que había llegado el momento del conservadurismo.

En resumen, la forma principal de la política burguesa revolucionaria francesa —y de las subsiguientes de otros países— ya era claramente apreciable. Esta dramática danza dialéctica iba a dominar a las generaciones futuras. Una y otra vez veremos a los reformistas moderados de la clase media movilizar a las masas contra la tenaz resistencia de la contrarrevolución. Veremos a las masas pujando más allá de las intenciones de los moderados por su propia revolución social, y a los moderados escindiéndose a su vez en un grupo conservador que hace causa común con los reaccionarios, y un ala izquierda decidida a proseguir adelante en sus primitivos ideales de moderación con ayuda de las masas, aun a riesgo de perder el control sobre ellas. Y así sucesivamente, a través de repeticiones y variaciones del patrón de resistencia—movilización de masas—giro a la izquierda—ruptura entre los moderados—giro a la derecha—, hasta que el grueso de la clase media se pasa al campo conservador o es derrotado por la revolución social. En muchas revoluciones burguesas subsiguientes, los liberales moderados fueron obligados a retroceder o a pasarse al campo conservador apenas iniciadas. Por ello, en el siglo XIX encontramos que (sobre todo en Alemania) esos liberales se sienten poco inclinados a iniciar revoluciones por miedo a sus incalculables consecuencias, y prefieren llegar a un compromiso con el rey y con la aristocracia. La peculiaridad de la Revolución francesa es que una parte de la clase media liberal estaba preparada para permanecer revolucionaria hasta el final sin alterar su postura: la formaban los “jacobinos”, cuyo nombre se dará en todas partes a los partidarios de la “revolución radical”.

¿Por qué? Desde luego, en parte, porque la burguesía francesa no tenía todavía, como los liberales posteriores, el terrible recuerdo de la Revolución francesa para atemorizarla. A partir de 1794 resultó evidente para los moderados que el régimen jacobino había llevado la revolución demasiado lejos para los propósitos y la comodidad burgueses, lo mismo que estaba clarísimo para los revolucionarios que “el sol de 1793”, si volviera a levantarse, brillaría sobre una sociedad no burguesa. Pero otra vez los jacobinos aportarían radicalismo, porque en su época no existía una clase que pudiera proporcionar una coherente alternativa social a los suyos. Tal clase sólo surgiría en el curso de la revolución industrial, con el “proletariado”, o, mejor dicho, con las ideologías y movimientos basados en él. En la Revolución francesa, la clase trabajadora —e incluso éste es un nombre inadecuado para el conjunto de jornaleros, en su mayor parte no industriales— no representaba todavía una parte independiente significativa. Hambrientos y revoltosos, quizá lo soñaban; pero en la práctica seguían a jefes no proletarios. El campesinado nunca proporciona una alternativa política a nadie; si acaso, de llegar la ocasión, una fuerza casi irresistible o un objetivo casi inmutable. La única alternativa frente al radicalismo burgués (si exceptuamos pequeños grupos de ideólogos o militantes inermes cuando pierden el apoyo de las masas) eran los , un movimiento informe y principalmente urbano de pobres trabajadores, artesanos, tenderos, operarios, pequeños empresarios, etc. Los estaban organizados, sobre todo en las de París y en los clubs políticos locales, y proporcionaban. la principal fuerza de choque de la revolución —los manifestantes más ruidosos, los amotinados, los constructores de barricadas—. A través de periodistas como Marat y Hébert, a través de oradores locales, también formulaban una política, tras la cual existía una idea social apenas definida y contradictoria, en la que se combinaba el respeto a la pequeña propiedad con la más feroz hostilidad a los ricos, el trabajo garantizado por el gobierno, salarios y seguridad social para el pobre, en resumen, una extremada democracia igualitaria y libertaria, localizada y directa. En realidad, los eran una rama de esa importante y universal tendencia política que trata de expresar los intereses de la gran masa de , que existen entre los polos de la y del , quizá a menudo más cerca de éste que de aquélla, por ser en su mayor parte muy pobres. Podemos observar esa misma tendencia en los Estados Unidos (jeffersonianismo y democracia jacksoniana, o populismo), en Inglaterra (radicalismo), en Francia (precursores de los futuros y radicales-socialistas), en Italia (mazzinianos y garibaldinos), y en otros países. En su mayor parte tendían a fijarse, en las horas posrevolucionarias, como el ala izquierda del liberalismo de la clase media, pero negándose a abandonar el principio de que no hay enemigos a la izquierda, y dispuestos, en momentos de crisis, a rebelarse contra , a la economía monárquica» o a la cruz de oro que crucifica a la humanidad». Pero el no presentaba una verdadera alternativa. Su ideal, un áureo pasado de aldeanos y pequeños operarios o un futuro dorado de pequeños granjeros y artesanos no perturbados por banqueros y millonarios, era irrealizable. La historia lo condenaba a muerte. Lo más que pudieron hacer —y lo que hicieron en 1793-1794— fue poner obstáculos en el camino que dificultaron el desarrollo de la economía francesa desde aquellos días hasta la fecha. En realidad, el fue un fenómeno de desesperación cuyo nombre ha caído en el olvido o se recuerda sólo como sinónimo del jacobinismo, que le proporcionó sus jefes en el año II. 

jueves, 12 de diciembre de 2013

INVASIONES INGLESAS: DOCUMENTOS HISTÓRICOS

REGLAMENTO DE LIBRE COMERCIO DEL GENERAL BERESFORD

Ver texto: LAS INVASIONES INGLESAS AL RÍO DE LA PLATA.

REGLAMENTO DE LIBRE COMERCIO DEL GENERAL BERESFORD.

La primera invasión inglesa al Río de la Plata en 1806, fue comandada por el General ingles William Carr Beresford. Los ingleses lograron apoderarse de la ciudad de Buenos Aires durante menos de dos meses en los cuales se estableció el fin del monopolio comercial español mediante el reglamento de libre comercio, a continucación se reproduce un extracto del mismo.

.... Por ahora se contenta el Comandante Británico con manifestar al pueblo, que el sistema de monopolio, restricción y opresión ha llegado ya a su término; que podrá disfrutar de las producciones de otros Países a su precio moderado; que las manufacturas y producciones de su País están libres de la traba y opresión que los agobiaba; y hacía que no fuese lo que es capaz de ser, el más floreciente del mundo, y que el objeto de la Gran Bretaña es la felicidad y prosperidad de estos Países.
Con estas miras se han adoptado los reglamentos siguientes, mandándose por ésta a los Oficiales de la Aduana obren estrictamente a su tenor.
El gobierno Británico no se reserva privilegio exclusivo para la importación, exportación, o venta de artículos de mercadería; Por lo tanto, le es permitido a todo individuo, el que importe, exporte o venda, así tabaco, polvillo, naypes, &, como todo otro renglón de mercadería; declarándose el comercio de esta plaza libre y abierto, según las leyes de la Gran Bretaña formadas y estatuidas por sus otras Colonias, pagando los derechos establecidos por este Reglamento, hasta saberse la voluntad de Su Majestad Británica.

Toda mercadería, fruto, manufactura, o producción de la Gran Bretaña, Irlanda, y sus Colonias pagará a su introducción un diez por ciento de derechos al Rey y dos y medio por ciento al Consulado.
Toda mercadería extranjera, o la que se importe en Buques de igual naturaleza pagará quince por ciento de Derecho Real y dos y medio de Derecho Consular.

11°
Cueros al pelo, pagaran siendo exportados por sujetos Británicos o en sus Buques destinados a la Gran Bretaña e Irlanda, quatro por ciento de Derecho Real y dos y medio de Consulado, sobre el valor de ocho reales cada uno, y un real por cuero de derecho municipal.

12°
...Quando sean exportados por extranjeros o en buques extranjeros pagaran un diez por ciento adicional de Derecho Real.

13°
Se hace saber por ésta, que excepto en los artículos que están en el precedente Reglamento específicamente mencionados todos los derechos que había impuesto antes en las mercaderías vinientes de las Provincias interiores o por los Ríos Paraná y Uruguey a esta Ciudad, quedan abolidos y ningún derecho se ha de exigir por entrar a Buenos Ayres. De igual modo y con excepción del pequeño Derecho en la Yerba toda mercadería será de aquí en adelante libre de pagar Derecho o impuesto a su salida de Buenos Ayres ; pues la excepción de Derechos ha de ser únicamente en la importación o exportación, desembarque de Puertos de ultramar o que no sean éste, y embarque a ellos...

Buenos Ayres, Agosto 4 de 1806,
W. C. Beresford.
Mayor General.

Actividades:

Justificá las siguientes afirmaciones:

a) Los habitantes del Río de la Plata se vieron favorecidos por el Reglamento de libre comercio.
b) El reglamento de libre comercio protegía el comercio británico.


INVASIONES INGLESAS 1806-1807

Ver anterior: LAS REVOLUCIONES EN AMÉRICA DEL SUR
Ver siguiente: LA REVOLUCIÓN DE MAYO.

Las Invasiones Inglesas en el Río de la Plata

En 1804 Napoleón Bonaparte fue coronado emperador de los franceses. Europa se encontraba agitada por las guerras que enfrentaban a Francia e Inglaterra. En ese mismo año fue nombrado Virrey del Río de la Plata el Marqués de Sobremonte.

El Virreinato sufría las consecuencias de las guerras napoleónicas. España, aliada de Francia, en 1805 asistió  a la destrucción de su armada en la batalla de Trafalgar. La derrota naval de las fuerzas franco-españolas causada por la armada real británica delimitó las nuevas fronteras de la guerra. Francia se hizo fuerte en el continente europeo, sin embargo, los mares quedaron bajo el absoluto dominio británico. Por su parte, España, con su flota destruida, se mostró incapaz de sostener el monopolio comercial con sus colonias.

Frente al bloqueo comercial continental impuesto en 1806 por Napoleón a los productos británicos, éstos se vieron forzados a buscar nuevos mercados donde volcar su producción industrial. Las desabastecidas colonias españolas en Sudamérica, y en especial las del Río de la Plata, fueron vistas por los británicos como un destino alternativo  para expandir su comercio.
Mapa de las operaciones en las invasiones inglesas de 1806-1807


El 24 de junio de 1806, una fuerza de 1500 hombres al mando del general Beresford atacó el fuerte de la ensenada de Barragán, a 60 km. de la ciudad y desembarcó en las costas de Quilmes iniciando la marcha hacia Buenos Aires donde ocupó el fuerte. El Virrey abandonó la ciudad, se dirigió a Córdoba y luego a Montevideo. Los ingleses esperaban ser recibidos amistosamente por los vecinos de la ciudad que se vieron favorecidos por la libertad de comercio y la reducción de los derechos de aduana que decretaron los ingleses. (Reglamento del general Beresford).Sin embargo, la mayoría de la población no ocultó su hostilidad y organizó la resistencia.

Juan Martín de Pueyrredón con un grupo de paisanos armados desafió al invasor pero fue derrotado. El jefe del fuerte de la ensenada de Barragán, Santiago de Liniers, se trasladó a Montevideo donde organizó un cuerpo de tropas con el que atacó el fuerte de Buenos Aires. El 12 de agosto Beresford presentó su rendición.

Ante la ausencia del Virrey un cabildo abierto reunido el 14 de agosto encomendó el mando militar a Liniers desoyendo las protestas de Sobremonte desde Montevideo. Ante la amenaza de un nuevo ataque británico, Liniers, organizó a la población civil en milicias para la defensa de la ciudad. Los nativos de Buenos Aires formaron el cuerpo de Patricios, con los del interior se formó el cuerpo de Arribeños, así fueron formándose los de Húsares, Pardos y Morenos, Catalanes, Gallegos, Andaluces, Cántabros y Montañeses. Todos los vecinos se movilizaron para la defensa, también participaron los esclavos.
Uniformes de las milicias en las invasiones inglesas.

Liniers, impuesto por la voluntad popular, dispuso el principio democrático de que los integrantes de cada cuerpo eligieran a sus jefes y oficiales. A comienzos de febrero de 1807 llegaron noticias de que una nueva expedición había tomado Montevideo. El 10 de ese mes, Liniers convocó a una junta de guerra que, en una medida sin precedentes, decidió deponer al Virrey Sobremonte en vista de su fracaso también en Montevideo. El gobierno recayó en la Audiencia de Buenos Aires.

El 28 de junio de 1807 el general británico Whitelocke desembarcó en la Ensenada de Barragán con una fuerza de 10.000 hombres. La ciudad, bajo la dirección del Alcalde Martín de Álzaga, se fortificó. Liniers, organizó las milicias y Buenos Aires resistió la invasión. La lucha fue dura y el 6 de julio Whitelockle pidió la capitulación. Los ingleses debieron abandonar sus posiciones en el Río de la Plata.

Sin embargo, Buenos Aires, había quedado convulsionada. La situación internacional era confusa, por otra parte la intervención de los hijos del país en la defensa de la ciudad puso en tensión el enfrentamiento entre criollos y peninsulares a causa de los privilegios que la administración colonial otorgaba a estos últimos. Esta tensión también se manifestaba en la oposición entre los partidarios del monopolio y los defensores del libre comercio, españoles los primeros y hacendados criollos estos últimos. 

Un vasto cuadro de intrigas comenzó entonces. Alrededor de Liniers se agruparon los criollos, muchos de ellos aspiraban a separar la colonia del gobierno español. Sin embargo, Santiago de Liniers, sostenido por el jefe de Patricios Cornelio Saavedra, se mantuvo fiel a la Corona hasta que fue reemplazado en 1809 por el nuevo Virrey, Baltasar Hidalgo de Cisneros, designado por la Junta Central de Sevilla. El enfrentamiento con los criollos era inevitable.

Ver fuentes para trabajar en el aula

ACTIVIDADES:  A continuación se presentan fragmentos de distintos documentos sobre las lnvasiones Inglesas de 1806-1807. 


-CAPITULACIÓN DE WHITELOCKE.DEL 7 DE JULIO DE 1807.
- GAZETA LA ESTRELLA DEL SUR, Montevideo, 29 de Mayo de 1807.
-PROCLAMA DE LINIERS.
-REGLAMENTO DE LIBRE COMERCIO DEL GENERAL BERESFORD.


  • Lee con atención los fragmentos que se presentan y responde las consignas.  
1)  Asignarle a cada uno el título del documento que corresponde.
2) Organizarlos cronológicamente.
3) Confeccionár un breve texto contextualizando cada uno de ellos.


1°- Habrá desde este tiempo cesación de hostilidades en ambas bandas del Río de la Plata.
2° - Las tropas de S.M.B. conservarán durante el tiempo de dos meses, contados desde el día de la fecha, la fortaleza y Plaza de Montevideo, y como país neutral se considerará una línea desde San Carlos al oeste, hasta Pando al este....
3° - Habrá de ambas partes una restitución recíproca de prisioneros...
4°- Que para el más pronto despacho de los buques y tropas de S.M.B. no se pondrá impedimento en los abastos de víveres que se pidan para Montevideo.
5° - Se dará el termino de diez días contados desde la fecha para el reembarco de las tropas de S.M.B. a fin de pasar a la banda del norte del Río de la Plata llevando sus armas los que en la actualidad las tengan.
6° - Que llegado el caso de la entrega de la Plaza y Fuerte de Montevideo... se hará en los términos que se encontró y con la artillería que tenía al tiempo de su toma.
7° - Se entregarán mutuamente tres oficiales de graduación, hasta el cumplimiento de estos artículos por ambas partes.


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Los beneficios de la libertad de imprenta han sido en este país desconocidos hasta ahora; están aún por ser descubiertos. Nuestra aspiración al traerla será promover esa cordialidad armónica y amistad que deben existir entre súbditos de un mismo gobierno.

La base de la Constitución inglesa es la libertad. Las leyes están basadas en la justicia y la equidad.Ningún déspota puede sacrificar por su capricho las vidas de sus súbditos. El pobre campesino que gana dificultosamente su sustento está, en cuanto a la libertad, al mismo nivel que el príncipe.
Cuando descubran la diferencia entre la legislación y la libertad de Inglaterra y la venalidad y despotismo de España; los habitantes de estas provincias bendecirán el día en que pudieron contarse entre los súbditos ingleses.

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"El justo temor de que veamos nuevamente cubiertas nuestras costas de aquellos mismos enemigos que poco hace hemos visto desaparecer huyendo de la energía y vigor de nuestro invencible esfuerzo…me hacen esperar que correréis ansiosos de prestar vuestro nombre para defensa de la misma patria que acaba de deberos su restauración y libertad... A este propósito espero que vengáis a dar el constante testimonio de vuestra lealtad y patriotismo, reuniéndose en cuerpos separados, y por provincias, y alistando vuestro nombre para la defensa sucesiva del suelo que poco hace habéis reconquistado.

Vengan pues los invencibles cántabros, los intrépidos catalanes, los valientes asturianos y gallegos, los temibles castellanos, andaluces y aragoneses; en una palabra, todos los que llamándose españoles se han hecho dignos de tan glorioso nombre.
Vengan y unidos al esforzado, fiel e inmortal americano, y de los demás habitadores de este suelo, desafiaremos a esas aguerridas huestes enemigas …"


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.... Por ahora se contenta el Comandante Británico con manifestar al pueblo, que el sistema de monopolio, restricción y opresión ha llegado ya a su término; que podrá disfrutar de las producciones de otros Países a su precio moderado; que las manufacturas y producciones de su País están libres de la traba y opresión que los agobiaba; y hacía que no fuese lo que es capaz de ser, el más floreciente del mundo, y que el objeto de la Gran Bretaña es la felicidad y prosperidad de estos Países.

Con estas miras se han adoptado los reglamentos siguientes, mandándose por ésta a los Oficiales de la Aduana obren estrictamente a su tenor.


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jueves, 5 de diciembre de 2013

BIOGRAFÍA DE JULIO CESAR, CAYO SUETONIO



Los Doce Césares

Cayo Suetonio

Segunda parte Biografía de Julio César. 

LIV. Ni en sus mandos ni en sus magistraturas mostró desinterés. Está probado en escritos de su época, que siendo procónsul en España recibió cantidades de sus aliados, pedidas por él mismo, como ayuda para pagar sus deudas, y que entregó al pillaje muchas ciudades de Lusitania, a pesar de no haberle ofrecido resistencia y haberle abierto las puertas a su llegada. En la Galia saqueó los altares particulares y los templos de los dioses, colmados de ricas ofrendas, y aniquiló algunas ciudades, antes por afán de rapiña que en castigo de delitos que hubiesen cometido. Esta conducta le proporcionó mucho oro, que hizo vender en Italia y en las provincias al precio de tres mil sestercios la libra. Durante su primer consulado robó en el Capitolio tres mil libras de peso de oro y lo substituyó con igual cantidad de cobre dorado. Vendió alianzas y reinos, consiguiendo así solamente de Ptolomeo, en su nombre y en el de Pompeyo, cerca de seis mil talentos. Más adelante, sólo a costa de sacrilegios y evidentísimas rapiñas, pudo subvenir a los enormes gastos de la guerra civil, de sus triunfos y de los espectáculos.

LV. En elocuencia y talento militares igualó César a los más famosos y hasta los superó. Su acusación contra Dolabella hizo que se le considerase unánimente entre los primeros oradores. Cicerón, en su epístola a Bruto, cuando enumera los oradores, dice que no ve a quién deba ceder César, y agrega, que tiene en su dicción elegancia y brillantez, magnificencia y grandeza; y a Cornelio Nepote, hablando de lo mismo, dice: ¿Qué orador te atreverías a enteponerle entre los que han cultivado sólo este arte? ¿Quién le supera en la abundancia y vigor de pensamiento? ¿Quién más elegante y distinguido en la expresión?. Parece que desde muy joven adoptó César el género de elocuencia de Estrabón, y en su Divinación reprodujo literalmente muchos párrafos del discurso Pro Sardis de este orador. Dícese también que hablaba con voz sonora, siendo bella, enérgica y entusiasta su acción. Pronunció algunas oraciones, pero se le atribuyen otras falsamente, y no sin razón consideraba Augusto la oración Pro Q. Metello más bien copia infiel de los amanuenses, que no podían seguir la rapidez de su dicción, que como obra publicada por él mismo. En muchos ejemplares veo escrito no Pro Metello, sino que escribió Metello, aunque es César quien habla para vindicarse, al propio tiempo que Metello, de las acusaciones de sus comunes enemigos. Duda también Augusto en atribuirle la arenga a los soldados de España, aunque existen dos con este título, una como pronunciada antes del primer combate y la otra antes del último; según Asinio Polión, en la última batalla, el imprevisto ataque de los enemigos no le dio tiempo para la arenga.

LVI. Nos dejó también comentarios sobre sus campañas en las Galias y sobre la guerra civil contra Pompeyo. En cuanto a la historia de las guerras de Alejandría, Africa y España, se ignora quién sea el autor. Cicerón, en su epístola a Bruto, habla así de los Comentarios: Sus “Comentarios” son un libro excelente, su estilo es sobrio, puro, elegante, despojado de toda pompa de lenguaje, de una belleza sin ornamentos y al querer suministrar materiales preparados a los futuros historiadores, tal vez ha hecho cosa agradable a los necios que no dejaron de sobrecargar con frívolas galas estas gracias naturales, pero ha anulado en los discretos el deseo de tratar este asunto. Hirtio dice también, hablando de los mismos Comentarios: Es su superioridad tan reconocida, que parece ha quitado, más bien que dado, a los historiadores la facultad de escribir después que él. Tenemos más motivos que nadie para admirar este libro; todos saben con cuánto más talento y fuerza está escrito; nosotros sabemos, además, con cuánta facilidad y rapidez lo escribió. Asinio Polión pretende que estos Comentarios no son siempre exactos y fieles, por haber concedido César demasiada fe a los relatos de sus legados, y por haber alterado conscientemente o por falta de memoria la verdad de sus propios hechos, opinando que deberían examinarse y corregirse. Dejó también un tratado en dos libros sobre la Analogía; otro, en igual número de libros, llamado Anticatón, y un poema intitulado El Camino. El primero lo compuso al pasar los Alpes para reunirse a su Ejército, después de presidir los comicios de la Galia Citerior; el segundo, en tiempos de la batalla de Munda, y el último en los veinticuatro días que empleó para trasladarse desde Roma a la España Ulterior. Existen también sus cartas al Senado, y fue al parecer el primero en escribir sus comunicaciones en hojas dobladas en forma de oficio, pues hasta entonces las había escrito los cónsules y generales en toda la extensión de la hoja. Se conservan, por último, sus cartas a Cicerón, así como las que escribió a sus amigos acerca de sus asuntos domésticos. Para los negocios secretos utilizaba una manera de cifra que hacía el sentido ininteligible, estando ordenadas las letras de manera que no podía formarse ninguna palabra; para descifrarlas tiene que cambiarse el orden de las letras, tomando la cuarta por la primera, esto es d por a, y así las demás. Cítanse también algunos escritos del tiempo de su niñez y de su juventud: las Alabanzas de Hércules, una tragedia con el título de Edipo y una Colección de frases selectas. Augusto prohibió la publicación de estos escritos en una carta, corta y muy sencilla, dirigida a Pompeyo Macer, a quien tenía encargado el cuidado de sus bibliotecas.

LVII. Era César muy diestro en el manejo de las armas y caballos y soportaba la fatiga hasta lo increíble; en las marchas precedía al ejército, algunas veces a caballo, y con más frecuencia a pie, con la cabeza descubierta a pesar del sol y de la lluvia. Salvaba largas distancias con increíble rapidez, sin equipaje, en un carro de alquiler, recorriendo de esta forma hasta cien millas por día. Si le detentan los ríos, los pasaba a nado o sobre odres henchidos, y con frecuencia se anticipaba a sus correos.

LVIII. Dudóse de si fue más cauto que audaz en sus expediciones. Nunca llevó su ejército a terreno propicio a emboscadas sin explorar previamente los caminos; no le hizo cruzar a Bretaña antes de asegurarse por sí mismo del estado de los puertos, del modo de navegación, y de los parajes que permitían el desembarco. Este honore tan precavido, enterado un día de que habían asediado su campamento en Germania, se viste un traje galo y, atravesando el ejército de los sitiadores, se reúne a su campamento. De la misma manera pasó en invierno, desde Brindis a Dirrachio, por entre las flotas enemigas; como, pese a sus frecuentes mensajes, no llegaban las tropas que tenían orden de seguirle, terminó por montar una noche en una barquilla, cubierta la cabeza, sin darse a conocer, ni permitir al piloto ceder a la tempestad, hasta que estuvo en peligro de hundirse en las olas.

LIX. Los escrúpulos religiosos jamás le hicieron abandonar ni diferir sus empresas. Aunque la victima del sacrificio escapase al cuchillo del sacrificador, no por eso dejó de marchar contra Scipión y Juba. En otra ocasión, habiendo caído al saltar del barco, tornó en favor suyo el presagio, exclamando: Ya eres mía, Africa. Para eludir los vaticinios que en aquella tierra unían fatalmente las victorias al nombre de los Scipiones, tuvo constantemente en sus campamentos a un obscuro descendiente de la familia Cornelia, hombre abyecto y a quien por sus desarregladas costumbres se había dado el apodo de Salucio.

LX. Por lo que toca a las batallas, no se orientaba únicamente por planes meditados con detención, sino también aprovechando oportunidades; ocurría muchas veces que atacaba inmediatamente después de una marcha, o con tan pésimo tiempo que nadie podía suponer se hubiese puesto en movimiento, y sólo en los últimos años de su vida se mostró más cauto en presentar batalla, convencido de que, habiendo conseguido tantas victorias, no debía tentar a la fortuna, y de que con una victoria ganaría siempre menos que perdería con una derrota. No derrotó nunca a un enemigo sin apoderarse inmediatamente de su campamento; tampoco dejaba reponerse del terror a los vencidos. Cuando la victoria era dudosa, hacía alejar a todos los caballos, comenzando por el suyo, para imponer a los soldados la necesidad de vencer quitándoles todos los medios de huida.

LXI. Montaba un caballo singular, cuyos cascos parecían pies humanos, pues estaban hendidos a manera de dedos. Este caballo había nacido en su casa y los augures habían prometido a su dueño el imperio del mundo; por esta razón le crió con cuidadoso esmero, encargándose él mismo de domarlo, erigiéndole más tarde una estatua delante del templo de Venus Madre.
LXII. Viósele frecuentemente restablecer él solo su linea de batalla; cuando vacilaba ésta, lanzarse delante de los fugitivos, detenerlos bruscamente y obligarlos, con la espada a la garganta, a volver al enemigo. Hizo esto a pesar de que algunas veces llegó a dominarlos el terror en tales términos, que un portaestandarte, detenido de esta manera, le amenazó con su espada, y otro, cuya águila había cogido, se la dejó en las manos.

LXIII. En otras ocasiones dio muestras de mayor valor todavía. Después de la batalla de Farsalia, habiendo mandado sus tropas al Asia y pasando él en una barquichuelo el Helesponto, halló a C. Casio, uno de sus enemigos, con diez galeras de guerra, lejos de huir, marchó hacia él, le intimó la rendición y le recibió, suplicante, en su nave.

LXIV. En Alejandría atacó un puente, pero una inesperada salida del enemigo le obligó a saltar a una barca, perseguido por gran número de enemigos; se lanzó al mar, y recorrió a nado el espacio de doscientos pasos hasta otra nave, sacando la mano derecha fuera del agua para que no se mojasen los escritos que llevaba, y llevando cogido con los dientes su manto de general para no abandonar aquella prenda al enemigo.

LXV. Apreciaba al soldado sólo por su valor, no por sus costumbres ni por su fortuna, y le trataba unas veces con suma severidad y otras con grande indulgencia. No siempre ni en todas partes era rígido, pero siempre se mostraba severo frente al enemigo, manteniendo en tales casos rigurosamente la disciplina. No anunciaba a su ejército los días de marcha ni los de combate, teniéndole así en continua espera de sus órdenes y siempre dispuesto a partir a la primera señal a donde le llevase. Muchas veces le ponía en movimiento sin necesidad, sobre todo los días festivos y lluviosos. En ocasiones daba orden de que no le perdiesen de vista, y se alejaba de pronto, de día o de noche, y forzaba el paso para fatigar a los que le seguían sin alcanzarlo.

LXVI. Cuando el ejército que tenía ante sí venía precedido de temible fama, no tranquilizaba al suyo negando ni despreciando las fuerzas contrarias, antes bien las exageraba hasta la mentira. Así, pues, cuando la proximidad de Juba había infundido miedo en el corazón de todos los soldados, los reunió y les dijo: Sabed que dentro de pocos días el rey estará delante de vosotros con diez legiones, treinta mil caballos, cien mil hombres de tropas ligeras y trescientos elefantes. Absteneos todos de preguntas y conjeturas y descansad en mí, que conozco lo que ha de hacerse; embarcaré en un barco viejo a los que difundan rumores e irán a parar a donde los lleve el Viento.

LXVII. No siempre castigaba las faltas ni cuidaba de que hubiese relación entre el castigo y el delito; era severísimo con los desertores y sediciosos, y suave con los demás. Algunas veces, tras una gran batalla y una gran victoria, dispensaba a los soldados los deberes ordinarios y les permitía entregarse a todos los excesos de desenfrenada licencia, pues solía decir que sus soldados, aun perfumados, podían combatir bien. En las arengas no los llamaba soldados, empleaba la palabra más lisonjera de compañeros; le gustaba verlos bien uniformados, y les daba armas con adornos de plata y oro, tanto para gala como para enardecerlos en el día del combate por el temor de perderlas. Era tal su amor hacia ellos que cuando supo la derrota de Tituria se dejo crecer la barba y el cabello y no se los cortó hasta después de vengarla. Así les inspiró inquebrantable adhesión a su persona y valor invencible.

LXVIII. Al principiar la guerra civil, los centuriones de cada legión comprometiéronse a suministrarle cada uno un jinete pagado de su peculio particular, y todos los soldados a servirle gratuitamente, sin ración ni paga, debiendo los más ricos atender a las necesidades de los más pobres. Durante aquella guerra tan larga ninguno le abandonó, y hasta algunos que cayeron prisioneros rehusaron la vida que se les ofrecía a condición de volver las armas contra él. Sitiados y sitiadores soportaban con tanta paciencia el hambre y las demás privaciones, que en el sitio de Dirrachio, visto por Pompeyo la especie de pan de hierbas con que se alimentaban, dijo que tenía que habérselas con fieras, haciéndolo desaparecer en seguida por temor de que aquel testimonio de la paciencia y pertinacia de sus enemigos sembrase el desconcierto en su ejército. Una prueba de su indomable valor la tenemos en el hecho de que después del único revés que sufrieron cerca de Dirrachio, pidieron castigo ellos mismos, y el general antes tuvo que consolarlos que castigarlos. En las demás batallas deshicieron fácilmente, a pesar de su inferioridad numérica, las innumerables tropas que se les oponían. Una sola cohorte de la legión decimosexta, encargada de la defensa de un fuertecillo, sostuvo durante varias horas el ataque de cuatro legiones de Pompeyo, sucumbiendo al fin, casi entera, bajo una nube de flechas, de las que se encontraron dentro del fuerte ciento treinta mil. Tanta bravura no causaría asombro si se consideran aisladamente los hechos de algunos de sus soldados. Citaré sólo al centurión Casio Sceva y al soldado C. Acilius. Sceva, a pesar de tener vaciado un ojo, y atravesado un muslo y un hombro, y roto el escudo con ciento veinte golpes, permaneció firme en la puerta de un fuerte cuya custodia le había sido confiada. Acilius, en un combate naval cerca de Marsella, imitando el memorable ejemplo que dio Cinegiro entre los griegos, con la mano derecha cogió un barco enemigo; se la cortaron, pero no por eso dejó de saltar al barco, rechazando con el escudo a cuantos se le oponían.

LXIX. Ninguna sedición se produjo en el ejército durante los diez años de guerra en las Galias; estallaron algunas durante las civiles, pero las dominó en seguida con autoridad más bien que con indulgencia. Nunca cedió ante los amotinados, sino que marchó constantemente a su encuentro. En Plasencia licenció toda la legión novena, a pesar de que Pompeyo permanecía aún en armas, y no sin gran trabajo, después de numerosas y apremiantes súplicas y de haber castigado a los culpables, consintió en rehabilitarla.

LXX. Como los soldados de la legión décima pidieran un día en Roma su licencia y sus recompensas, profiriendo terribles amenazas que exponían la ciudad a graves peligros, a pesar de que entonces estaba encendida la guerra en Africa y aunque sus amigos trataron en vano de retenerle, César no vaciló en presentarse a los amotinados y licenciarlos. Pero en una sola palabra llamándoles ciudadanos en vez de soldados, cambió por completo sus disposiciones. ¡Somos soldados!, exclamaron en seguida; y le siguieron a Africa, a pesar suyo, lo cual no impidió que castigase a los instigadores con la pérdida de la tercera parte del botín y de los terrenos que les estaban destinados.

LXXI. Desde su juventud brilló César por su celo y fidelidad hacia sus clientes. Defendió a Masinta, joven de familia distinguida, contra el rey Hiempsal, y lo hizo con tanta energía, que en el calor de la discusión cogió por la barba a Juba, hijo de este rey. Fue declarado cliente tributario del rey, y él, entonces, arracóle de manos de los que lo llevaban y le tuvo oculto durante mucho tiempo en su casa, y aun después, cuando partió para España, al cesar en la pretura, le llevó en su litera, bajo la protección de sus lictores y de numerosos amigos.

LXXII. Trató siempre César a sus amigos con tantas consideraciones y bondad, que habiendo caído repentinamente enfermo C. Oppio, que le acompañaba por un camino agreste y difícil, le cedió la única cabaña que encontraron y se acostó él en el suelo a la intemperie. Cuando alcanzó el poder soberano, elevó a los primeros honores a algunos hombres de baja estofa, y siendo censurado por ello, contestó: Si bandidos y asesinos me hubiesen ayudado a defender mis derechos y dignidad, les mostraría igualmente mi agradecimiento.

LXXIII. Por otra parte, nunca concibió enemistades tan hondas que no las desechase así que se le ofrecía ocasión. C. Memmio le había atacado en sus discursos con extraordinaria vehemencia, y con gran violencia le había contestado César por escrito; y, sin embargo, poco después le ayudó con toda su influencia a conseguir el consulado. Cuando C. Calvo, que le había dirigido epigramas difamatorios, pretendió reconciliarse con él por la mediación de algunos amigos, él mismo se anticipó a escribirle. Confesaba que Valerio Catulio en sus versos sobre Mamurra le había señalado con eterno estigma, y en el mismo día que le dio satisfacción, le admitió a su mesa, sin haber roto nunca sus relaciones de hospitalidad con el padre del poeta.

LXXIV. Era dulce por naturaleza hasta en las venganzas. Cuando se apoderó de los piratas, de los que fue prisionero, y a quienes en aquella situación juró crucificar, no los hizo clavar en este instrumento de suplicio sino después de estrangularlos. Cornelio Fagita le había dispuesto todo género de asechanzas en la época en que, para librarse de Sila, velase él obligado, aunque enfermo, a cambiar todas las noches de asilo, y no había cesado de inquietarle sino mediante espléndida recompensa: sin embargo, nunca quiso tomar venganza de él. A Filemón, esclavo y secretario suyo, que había prometido a sus enemigos envenenarle, no le impuso otro castigo que la muerte, cuando podía someterlo a espantosos tormentos. Llamado como testigo contra P. Clodio, acusado de sacrilegio y convicto de adulterio con su esposa Pompeya, aseguró no haber visto nada, a pesar de que su madre Aurelia y su hermana Julia habían declarado a los jueces toda la verdad: y como se le preguntaba por qué, pues, había repudiado a Pompeya, contestó: Es necesario que los míos estén tan exentos de sospecha como de crimen,

LXXV. Deben, sin embargo, ser admiradas principalmente su moderación y clemencia durante la guerra civil y después de sus triunfos. Había dicho Pompeyo que consideraría enemigos a los que no defendiesen la República, y Cesar declaro que tendría por amigos a los que permaneciesen neutrales entre los dos partidos; y a aquellos a quienes concediese grados por recomendación de Pompeyo, autorizólos a pasar al ejército rival. En el sitio de Lerda (Lérida) se trabaron relaciones amistosas entre los dos ejércitos, a favor de las negociaciones entabladas por los jefes para la rendición de la plaza; pero, abandonando repentinamente el proyecto Afranio y Petreyo, hicieron pasar a cuchillo a los soldados de César que se encontraban en su campamento: ni siquiera este acto de perfidia pudo conducirle a las represalias. En la batalla de Farsalia mandó que no se hiciese daño a los ciudadanos y no hubo soldado del partido contrario a quien no permitiera conservar lo que quisiera; tampoco se sabe que ningún enemigo suyo pereciera más que en el campo de batalla, exceptuando Afranio, Fausto y el joven L. César, y aun se dice que éstos no murieron por orden suya, a pesar de que los dos primeros se habían sublevado contra él después de haber obtenido el perdón, y el tercero había hecho perecer cruelmente por el hierro y el fuego a los esclavos y libertos de su bienhechor, mandando degollar hasta las fieras que César había comprado para los espectáculos. Finalmente, en los últimos tiempos permitió a todos los que no habían conseguido gracia regresar todavía a Italia y aspirar a mandos y magistraturas. Levantó de nuevo las estatuas de Sila y de Pompeyo que el pueblo había derribado. Cuando sabía que se tramaba contra él algún proyecto siniestro o que hablaban mal, prefería refrenar a los culpables a castigarlos. Así, habiendo descubierto conspiraciones y reuniones nocturnas, limito su venganza a declarar, por medio de un edicto, que las conocía. A los que le ultrajaban en discursos, se contentaba con aconsejarles públicamente que no persistiesen en ello, llegando a sufrir, sin quejarse, que Aulo Cecino manchase su reputación en un libelo injurioso y Pitolao en un difamatorio poema.

LXXVI. Impútanse, sin embargo, a César acciones y palabras que demuestran el abuso del poder y que parecen justificar su muerte. No se contentó con aceptar los honores más altos, como el consulado vitalicio, la dictadura perpetua, la censura de las costumbres, el título de Emperador, el dictado de Padre de la Patria, una estatua entre las de los reyes, una especie de trono en la orquesta, sino que admitió, además, que le decretasen otros superiores a la medida de las grandezas humanas; tuvo, en efecto, silla de oro en el Senado y en su tribunal; en las pompas del circo un carro en el que era llevarlo religiosamente su retrato (35); templos y altares y estatuas junto a las de los dioses; tuvo como éstos, lecho sagrado; un flamen, sacerdotes lupercos, y el privilegio, en fin, de dar su nombre a un mes al año. No existen distinciones que no recibiese según su capricho y que no concediese de la misma manera. Cónsul por tercera y cuarta vez, se limitó a ostentar el título, y se contentó con ejercer la dictadura que le habían concedido con los consulados; se substituyó a dos cónsules para los tres últimos meses de estos dos años, durante los cuales reunió sólo los comicios para la elección de tribunos y ediles del pueblo. Estableció prefectos en lugar de pretores, para que administrasen bajo sus órdenes los intereses de la ciudad. Habiendo muerto de repente un cónsul la víspera de las calendas de enero revistió con la dignidad vacante, por las pocas horas que quedaban, al primero que la solicitó. Con igual desprecio de las leyes y costumbres patrias estableció magistraturas para muchos años, concedió insignias consulares a dos pretores antiguos, elevó a la categoría de ciudadanos y hasta de senadores a algunos galos semibárbaros; concedió la intendencia de la moneda y de las rentas públicas a esclavos de su casa, y abandonó el cuidado y mando de tres legiones que dejó en Alejandría a Rufión, hijo de un liberto suyo y compañero de orgías.

LXXVII. Públicamente solía Cesar pronunciar palabras que, como dice T. Ampio, no muestran menos orgullo que sus actos: La República es nombre sin realidad ni valor. Sila ignoraba la ciencia del gobierno, porque depuso la dictadura. Los hombres debían hablarle en adelante con más respeto y considerar como leyes lo que dijese. Alcanzó tal punto de arrogancia, que a un augur que le anunciaba tristes presagios después de un sacrificio porque no se había encontrado corazón en la víctima, le respondió él que haría los vaticinios más dichosos cuando quisiese y que no era prodigio mostrar un animal sin corazón (36).

LXXVIII. Lo que le atrajo, sin embargo, odio violentísimo e implacable fue lo siguiente: Habían marchado los senadores en corporación a presentarle decretos muy halagüeños para él, y los recibió sentado frente al templo de Venus Madre. Algunos escritores dicen que Cornelio Balbo le retuvo cuando iba a levantarse; otros, que ni siquiera se movió, y que habiéndole dicho C. Trebacio que se pusiese en pie, le dirigió una severa mirada. Este desaire pareció tanto más intolerable, cuanto que él mismo, en uno de sus triunfos, cuando, al pasar su carro por delante de las sillas de los tribunos, uno de ellos, Poncio Aquila, no se levantó, mostró tan profunda indignación, que llegó a exclamar: Tribuno Aquilas, pídeme la República, y durante muchos días no prometió nada a nadie sin añadir esta condición irónica: Desde luego, si lo permite Poncio Aquila.

LXXIX. A este grave ultraje inferido al Senado añadió César un rasgo de orgullo más hiriente aún. Regresaba a Roma después del sacrificio acostumbrado de las ferias latinas, cuando, en medio de las extraordinarias y locas aclamaciones del pueblo, un hombre, destacándose de la multitud, colocó sobre su estatua una corona de laurel, atada con una cinta blanca. Los tribunos Epidio Maruco y Cesetio Flavo ordenaron quitar la corona y redujeron a prisión al que la había puesto; pero César viendo que aquella tentativa de realeza había tenido tan mal éxito, o como pretendía que le habían privado de la gloria de rehusarla, apostrofó duramente a los tribunos y los despojó de su autoridad; no pudo librarse de la censura deshonrosa de haber ambicionado la dignidad real, a pesar de que respondió un día al pueblo que le saludaba con el nombre de rey: Soy César y no rey, y a pesar también de que en las fiestas lupercales rechazara e hiciese llevar al Capitolio, a la estatua de Júpiter, la diadema que el cónsul Antonio había querido insistentemente colocarle en la cabeza en la tribuna de las arengas. Sobre este asunto se difundió un rumor que adquirió bastante consistencia, asegurándose que proyectaba trasladar a Alejandría o a Troya la capital y fuerzas del Imperio, después de dejar exhausta a Italia con levas extraordinarias, y encargado a sus amigos el gobierno de Roma; añadíase que en la primera reunión del Senado el quindecenviro L. Cotta debía proponer que se diese a César el título de rey puesto que estaba escrito en los libros del destino que únicamente un rey podía vencer a los partos.

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LXXX. Temiendo los conjurados verse obligados a dar su asentimiento a esta proposición, consideraron necesario apresurar la ejecución de su empresa. Reuniéronse, por tanto, y tomaron en común decisiones que antes acordaban aisladamente entre dos o tres personas; en el pueblo reinaba el descontento por el estado de los negocios, manifestando en toda oportunidad su repugnancia a la tiranía, y solicitando abiertamente vengadores. Cuando se concedió a extranjeros el título de senadores, se fijaron estos pasquines por todas partes: Salud a todos: prohíbese mostrar a los nuevos senadores el camino del Senado, y se cantó también por las calles:

Gallos Caesar in triumphum ducit, idem in curiam.
Galli bracas deposuerunt latum clavum sesmserunt (37)

Habiendo el censor anunciado en el teatro, según es costumbre, la entrada del cónsul Q. Máximo, a quien César había substituido por tres meses, gritáronle por todas partes que no era cónsul. Tras la destitución de los tribunos Cesecio y Marullo, en la primera reunión de los comicios aparecieron muchos boletines nombrándoles cónsules﷓ Al pie de la estatua de L. Bruto escribieron: ¡Ojalá viviese!, y bajo la de César:

Brutuss quia regis ejecit, consul primus factus est:
Hic, quia consules ejecit, rex postremo factus est (38)

El número de conjurados se elevaba a más de sesenta, siendo C. Casio y Marco y Décimo Bruto jefes de la conspiración. Estos deliberaron en primer lugar si, dividiéndose, le precipitarían unos desde el puente, durante los comicios del campo de Marte (39), en el momento en que convocase las tribus para las elecciones, mientras los otros le esperarían abajo para asesinarle, o bien si le atacarían en la Vía Sacra o a la entrada del teatro; pero habiéndose dispuesto para los idus de marzo una reunión del Senado en la sala de Pompeyo, convinieron por unanimidad no buscar momento ni paraje más oportunos.

LXXXI. Prodigios evidentes anunciaron a César su próximo fin. Escasos meses antes, los colonos a quienes la ley Julia había otorgado terrenos en la Campania, para construir casas de campo, destruyeron antiquísimos sepulcros, y con tanto más afán cuanto que en las excavaciones que hacían solían encontrar vasos de labores antiguas. En un sepulcro que guardaba, según decían, los restos de Capys, fundador de Capua, encontraron una plancha de bronce que conservaba en caracteres y palabras griegas la siguiente inscripción: Cuando se descubran las cenizas de Capys, un descendiente de Iulo perecerá a manos de sus deudos, pero no tardará en ser vengado por las desgracias de Italia y para que no se crea que esto es fábula inventada a capricho, citaré en mi apoyo a Cornelio Balbo, intimo amigo de César. Pocas fechas antes de su muerte supo que los caballos consagrados por él a los dioses antes de pasar el Rubicón, y que habían dejado vagar sin amo, se negaban a comer y lloraban; por su parte, el arúspice Spurinna le advirtió, durante un sacrificio, que se guardase del peligro que le amenazaba para los idus de marzo. La víspera de estos mismos idus, habiendo penetrado en la sala del Senado, llamada de Pompeyo, un reyezuelo con una rama de laurel en el pico, aves de diferentes clases, salidas de un bosque vecino, se lanzaron sobre él y lo despedazaron. Por último, la noche que precedió al día de su muerte, creyó en sueños que se remontaba sobre las nubes y ponía su mano en la de Júpiter; y a su vez su esposa Calpurnia soñó que se desplomaba el techo de su casa y que mataban a su esposo en sus brazos, mientras las puertas de su habitación se abrían violentamente por sí mismas. Todos estos presagios y el mal estado de su salud le hicieron vacilar por largo tiempo acerca de si permanecería en su casa aplazando para el día siguiente lo que había propuesto al Senado; pero exhortado por Décimo Bruto a no hacer aguardar inútilmente a los senadores que estaban reunidos desde temprano salió de casa hacia la hora quinta. En el camino un desconocido le presentó un escrito en el que le revelaba la conjuración; César le cogió y lo unió a los demás que llevaba en la mano izquierda con la intención de leerlos luego. Las víctimas que se inmolaron en seguida dieron presagios desfavorables; pero, dominando sus escrúpulos religiosos, entró en el Senado y dijo burlándose a Spurinna que eran falsas sus predicciones porque habían llegado los idus de marzo sin traer ninguna desgracia, a lo que éste le contestó que hablan llegado, pero no habían aún pasado.

LXXXII. En cuanto se sentó, le rodearon los conspiradores con pretexto de saludarle; en el acto Cimber Telio, que se había encargado de comenzar, acercósele como para dirigirle un ruego; mas negándose a escucharle e indicando con el gesto que dejara su petición para otro momento, le cogió de la toga por ambos hombros, y mientras exclamaba César: Esto es violencia, uno de los Casca, que se encontraba a su espalda, lo hirió algo más abajo de la garganta. Cogióle César el brazo, se lo atravesó con el punzón y quiso levantarse, pero un nuevo golpe le detuvo. Viendo entonces puñales levantados por todas partes, envolviese la cabeza en la toga y bajóse con la mano izquierda los paños sobre las piernas, a fin de caer más noblemente, manteniendo oculta la parte inferior del cuerpo. Recibió veintitrés heridas, y sólo a la primera lanzó un gemido, sin pronunciar ni una palabra. Sin embargo, algunos escritores refieren que viendo avanzar contra él a M. Bruto, le dijo en lengua griega: ¡Tú también, hijo mío!. Cuando le vieron muerto, huyeron todos, quedando por algún tiempo tendido en el suelo, hasta que al fin tres esclavos le llevaron a su casa en una litera, de la que pendía uno de sus brazos. Según testimonio del médico Antiscio, entre todas sus heridas sólo era mortal la segunda que había recibido en el pecho. Los conjurados querían arrastrar su cadáver al Tíber, adjudicar sus bienes al Estado y anular sus disposiciones; pero el temor que les infundieron el cónsul M. Antonio y Lépido, jefe de la caballería, les hizo renunciar a su designio.

LXXXIII. A petición de su suegro L. Pisón fue abierto su testamento, dándose lectura de él en casa de Antonio. César lo había hecho en los últimos días de septiembre, en su posesión de Lavícum, encargando después su custodia a la superiora de las vestales. Dice Q. Tuberón que en todos los que hizo desde su primer consulado hasta el comienzo de la guerra civil instituía heredero de todos sus bienes a Cn. Pompeyo, y que así lo había dicho en sus arengas al ejército. Mas en el último instituía tres herederos, que eran los nietos de sus hermanas, a saber: C. Octavio en las tres cuartas partes, y L. Pinario con Q. Pedio, en la restante; en la última cláusula adoptaba a C. Octavio y le daba su nombre; nombraba tutores de su hijo, para el caso en qué naciese alguno, a la mayor parte de los que le hirieron, figurando Décimo Bruto inscrito en la segunda clase de sus herederos. Legaba, por último, al pueblo romano sus jardines próximos al Tíber y trescientos sestercios por ciudadano.

LXXXIV. Fijado el día de sus funerales, fue levantada la pira en el campo de Marte, cerca de la tumba de Julia, y construyese frente a la tribuna de las arengas una capilla dorada, por el modelo del templo de Venus Madre; colocaron en ella un lecho de marfil cubierto de púrpura y oro, y a la cabecera de este lecho un trofeo, con el traje que llevaba al darle muerte. No juzgándose suficiente el día para el solemne desfile de los que deseaban llevar presentes fúnebres, se decidió que cada cual iría a depositar sus dones en el campo de Marte. En los juegos se cantaron versos propios para excitar compasión hacia el muerto e indignación contra los asesinos; estaban tomados de Pacuvio en su Juicio sobre las Armas de Aquiles:

Men servasse, ut essent, qui me perderent? (40)

y pasajes de la Electra de Attilio, que podían ofrecer iguales alusiones. El cónsul Antonio hizo que, en vez del elogio fúnebre, fuesen leídos por un heraldo los senado-consultos que otorgaban a César todos los honores divinos y humanos, y el juramento, además, que obligaba a todos por la salud de uno; por su parte añadió muy pocas palabras a esta lectura. Magistrados activos o que acababan de cesar en sus cargos, llevaron el lecho al Foro, frente a la tribuna de las arengas. Querían unos que se quemase el cadáver en el templo de Júpiter Capitolino; otros en la sala de Pompeyo; pero de improviso, dos hombres, que llevaban espada al cinto y dos dardos en la mano, le prendieron fuego con antorchas, y en seguida comenzaron todos a arrojar en él leña seca, las sillas de las tribunas de los magistrados y cuanto se encontraba al alcance de la mano. Los flautistas y cómicos, que habían revestido para aquella solemnidad los trajes dedicados a las pompas triunfales, se despojaron de ellos, los destrozaron y arrojaron a las llamas; los legionarios veteranos arrojaron de igual manera las armas con que se habían adornado para los funerales y la mayor parte de las mujeres lanzaron a su vez joyas, y hasta las bulas y pretextas de sus hijos. Gran número de extranjeros tomaron parte en aquel duelo publico aproximándose sucesivamente a la hoguera y manifestando su dolor cada uno a la manera de su tierra; se notaba principalmente a los judíos, los cuales velaron durante muchas noches junto a las cenizas.

LXXXV. Una vez terminados los funerales, corrió el pueblo con antorchas a las casas de Bruto y Casio, costando gran esfuerzo rechazarle. En su camino encontró a Helvio Cinna, y tomólo por Cornelio, que había pronunciado el día anterior un discurso vehemente contra César, y le dio muerte y paseó después su cabeza clavada en la punta de una pica. Más adelante se alzó en el Foro una columna de mármol de Numidia, de una sola pieza y de más de veinte pies de altura, con esta inscripción: AL PADRE DE LA PATRIA; fue costumbre por largo tiempo ofrecer sacrificios al pie de ella, hacer votos y terminar algunas querellas jurando por el nombre de César.

LXXXVI. César había infundido en algunos parientes suyos sospechas de que no quería vivir más y que aquella indiferencia, que procedía de su precaria salud, le había hecho despreciar las advertencias de la religión y los consejos de sus amigos. Afirman otros que tranquilizado por el último senado-consulto y por el juramento prestado a su persona, había despedido a la guardia española que le seguía espada en mano. Otros le atribuyen, por el contrario, la idea de que prefería sucumbir en una asechanza de sus enemigos a tener que temerlos continuamente... Según algunos, acostumbraba a decir que su conservación interesaba más a la República que a él mismo; que había adquirido para ella desde muy antiguo gloria y poderío; pero que la República, si él pereciera, no gozaría de tranquilidad y caería en los males espantosos de la guerra civil.

LXXXVII. En general convienen todos, sin embargo, en que su muerte fue, sobre poco más a menos como él la había deseado. Leyendo un día, en efecto, en Jenofonte, que Ciro, durante su última enfermedad, había dado algunas órdenes relativas a los funerales, mostró su aversión por una muerte tan lenta, y manifestó deseos de que la suya fuese rápida. La misma víspera del día en que murió estuvo cenando en casa de M Lépido, y habiéndose en ella preguntado cuál es la muerte más apetecible, contestó: La repentina e inesperada.

LXXXVIII. Sucumbió a los cincuenta y seis años de edad, y fue colocado en el número de los dioses, no solamente por decreto, sino también por unánime sentir del pueblo, persuadido de su divinidad. Durante los juegos que había prometido celebrar, y que dio por él su heredero Augusto, apareció una estrella con cabellera, que se alzaba hacia la hora undécima y que brilló durante siete días consecutivos; creyese que era el alma de César recibida en el cielo, y ésta fue la razón de que se le representara con una estrella sobre la cabeza. Ordenase tapiar la puerta de la sala donde se le dio muerte; llamase parricidio a los idus de marzo y se prohibió que se congregasen los senadores en tal día.

LXXXIX. Casi ninguno de sus asesinos murió de muerte natural ni le sobrevivió más de tres años. Fueron todos condenados, pereciendo cada cual de diferente manera; unos en naufragios, otros en combate y algunos clavándose el mismo puñal con que hirieron a César.

Notas

(1) Opinan los eruditos que existe aquí una laguna, Suetonio debía según ellos, dar detalles de la infancia de César.
2) Asegura Waseling que Cesar fue nombrado sacerdote de Júpiter en el año 667, o sea, a la edad de trece años; Veleyo Patérculo asegura, por su parte, que Cesar, apenas acababa de salir de la infancia, paene puer a Mario Cinnaque flamen diales creatus. Tal vez Suetonio quiera significar que lo era ya cuando repudió a Cossutia. Los distintivos del flamen dialis o sacerdote de Júpiter eran un líctor, la silla curul y la toga pretexta. Por su cargo podía entrar en el Senado, y nadie podía trabajar en su presencia. A la salida le precedía un ujier (proclamator) encargado de advertir a los obreros para que suspendiesen sus trabajos. Eran elegidos siempre de entre los patricios, de igual modo que los sacerdotes de Marte y de Rómulo. El cargo de sacerdote de Júpiter era una de las altas dignidades del Imperio, no obstante las obligaciones y enojosas restricciones que comportaban. En ningún caso podía, por ejemplo, servirse de caballo; tampoco pasar la noche fuera de la ciudad. Su esposa (flamínica) estaba asimismo sometida a especiales obligaciones, pero su esposa no podía repudiarla, y si moría, el flamin tenía que renunciar a su cargo, pues no podía sin ella realizar ciertas ceremonias religiosas. Cesar no había tomado posesión del cargo y pudo así repudiar a su esposa, como Sila despojarle del sacerdocio.
(3) Sabido es el gran respeto que inspiraba la intervención de las vírgenes vestales las cuales tenían incluso el derecho de indultar al criminal de la pena que se le había impuesto, si por casualidad le encontraban a su paso.
(4) Ya desde mucho antes había adivinado Sila a César, pues viendole como por verdadera o fingida dejadez, apenas se ceñía la lacticlavia en el cinturón, no cesaba de decir a los nobles:
“Guardaos de ese joven del cinturón flojo”.
Más de veinte años después, cuando los proyectos de Cesar no eran ya un secreto para nadie, todavía sus afeminados modales engañaban a Cicerón, que decía: “Veo claramente miras tiránicas en todos sus actos y proyectos, pero cuando contemplo sus cabellos tan artísticamente peinados, cuando le veo rascarse la cabeza con la punta del dedo —costumbre muy a menudo censurada a los elegantes de Roma— no puedo creer que medita el terrible designó de derribar a la República”. Y cuando al fin se hizo dueño de todo, el gran orador contestaba sonriendo a los que le reconvenían por su escasa perspicacia: “¿Qué queréis? Me engañó su cinturón”.
(5) Durante toda su vida se le reprobó por todos este vergonzoso comercio en versos, en edictos en el Senado, en la tribuna de las arengas y hasta en las canciones de los soldados.
(6) La recompensa militar más preciada, y se concedía por haber salvado a un ciudadano. El que la había obtenido la llevaba en el teatro, donde se sentaba entre los senadores; a su entrada les espectadores se levantaban respetuosamente.
(7) Plutarco relata el hecho más extensamente. Véase la Vida de Cesar en las Vidas Paralelas de aquel célebre escritor publicadas en nuestra Colección.
(8) En cada legión figuraban seis tribunos militares que mandaban bajo las ordenes de los cónsules uno después de otro, ordinariamente durante tres meses. En el campo de batalla el tribuno mandaba centurias o sea mil hombres.
(9) En el año 360 de Roma establecióse la costumbre de ensalzar en publico a la mujer que moría en avanzada edad en recompensa de haber dado en otro tiempo cuanto oro tenía, a fin de completar la cantidad que había de pagarse a los galos por el rescate de Roma. Hasta entonces se reservó este honor a los hombres. “Pero —dice Plutarco— tal costumbre no alcanzaba a las mujeres jóvenes, siendo César el primero que pronunció la oración fúnebre de su esposa muerta muy joven. Esta novedad le hizo honor, le granjeó el favor del público y le hizo querido al pueblo, que vio en aquella sensibilidad una prueba de sus suaves y honradas costumbres.”
(10) Los cuestores (cuyo número elevo Sila de 8 a 20 y Cesar a 40) eran los recaudadores generales, los tesoreros de la República. Marchaban anualmente a las provincias, acompañado cada uno de un cónsul, un procónsul o un pretor, después del cual poseían la autoridad principal. Cuando dejaba éste la provincia, generalmente desempeñaba sus funciones el cuestor; este cobraba, en efecto, las contribuciones y tributos, hacia vender el botín y cuidaba de las provisiones. Iba precedido de lictores con fasces, cuando menos en su provincia y su oficio, considerado como el primer paso en la carrera de los honores, daba entrada en el Senado.
(11) Según Plutarco, no fue la vista de una estatua de Alejandro sino la lectura de la vida de este príncipe, la que hizo derramar lágrimas a Cesar Plutarco refiere, por otra parte, este hecho al tiempo de la pretura de Cesar en España, y no a su cuestura, como Suetonio. Las palabras de Cesar dan, sin embargo, 
la razón a Suetonio, ya que en el tiempo de su pretura tenía treinta y siete arios, y en el de la cuestura treinta y tres, que fueron los que vivió Alejandro.
(12) Según Plutarco, Cesar tuvo este sueño en la noche que precedió al paso del Rubicón, o sea, dieciocho años más tarde.
(13) El pontífice máximo era elegido por el pueblo. Habitaba en un edificio publico; su cargo era inamovible y su autoridad. puede decirse que ilimitada. Según el testimonio de Dionisio de Halicarnaso. no daba cuenta, en efecto, de su conducta ni al Senado ni al pueblo, y estaba encargado de juzgar todas las causas relativas a las cosas sagradas. Su presencia era indispensable en las solemnidades públicas, en los juegos o espectáculos dados por los magistrados, cuando dirigían plegarias a los dioses, cuando dedicaban sus templos etc. También en ocasiones, el pontífice máximo y su colega tenían derecho de vida y muerte, pero el pueblo podía revisar la sentencia.
(14) Los pretores se elegían en los comicios y por centurias, con las mismas solemnidades que los cónsules y no tenían más superiores que estos magistrados cuyas funciones desempeñaban algunas veces. Presidian las asambleas del pueblo, y en caso de necesidad, podían convocar el Senado, en el que emitían su voto después de los varones consulares. Daban también juegos públicos. Para la administración de justicia, eran ellos los encargados de nombrar los jueces o un jurado, y pronunciaban la sentencia. Generalmente tenían su tribunal en el Foro, honor de que no gozaban los magistrados inferiores, y delante de ellos se alzaba una lanza y una espada. En Roma los precedían dos lictores con fasces y seis fuera de la ciudad. Los acompañaban asimismo ministro o alguaciles (ministri apparitores), secretarios (escribas) que transcribían sus sentencias, ujires (accensi) encargados de las citaciones. No hubo primero más que dos pretores: uno (urbanus) para los ciudadanos, y otro (peregrinus) para los extranjeros. Cuando la Sicilia y la Cerdeña fueron reducidas a provincias, se crearon otros dos para que mandasen en ellas. La conquista de las Espafias (Citerior y Ulterior) dio ocasión, asimismo, al nombramiento de otros dos. Dos de estos seis magistrados permanecieron en Itoma y los otros cuatro en las provincias, que la suerte y el Senado repartía entre ellos. Cesar fue enviado a la España Ulterior.
(14 bis). Plutarco cita un hecho que prueba, por el contrario que, no obstante el peligro que había corrido, César volvió al Senado para justificarse de las sospechas que contra el se habían concebido, recibiendo violentas reconvenciones. Como la sesión se prolongase mas de lo ordinario, el pueblo acudió en masa, rodeó al Senado vociferando y pidió entre amenazas que dejasen salir a Cesar. Temió Catón que el populacho de Roma, que había puesto en Cesar todas sus esperanzas, pasase a mayores y aconsejo al Senado se le hiciese mensualmente una distribución de trigo, que sólo había de aumentar los gastos ordinarios del año en 5.500.000 sestercios. Esta prudente política desvaneció por el momento el terror del Senado, debilito y hasta anuló gran parte de la influencia de Cesar, en un tiempo en que la autoridad de la pretura iba a hacerla mucho más peligrosa. (Véase en Plutarco. La Vida de Cesar.)
(15) El Capitolio, incendiado en tiempo de Sila, en 671, fue reconstruido y dedicado por Lutacio Catulo.
(16) Estaba éste en el número de los conjurados. Comunico primero la trama a su amante Fulvia que habló de ella enterandose asimismo de su proyecto de asesinato contra él.
(17) Vease en Plutarco la narración de los hechos acaecidos a César durante su gobierno en España.
(18) Autor de la historia de la guerra itálica y de las civiles de Mario —que estaba componiendo entonces—; cinco años después le dirigió Cicerón la bella y famosa carta en la que le ruega que escriba la historia de su consulado.
(19) Este tráfico de votos, prohibido por las leyes era, sin embargo, tolerado, y los ciudadanos no vendían solo su voto, sino que incluso sostenían a pedradas y cuchilladas al que les había pagado.
(20) Dentro de la ciudad precedían sólo a uno de los consules doce lictores con las hachas y fasces, disfrutando alternativamente de este cortejo cada mes. Un oficial público llamado accensus marchaba delante del otro consul seguido de lictores sin fasces. Esta costumbre había caído en desuso cuando César la restableció.
(21) Nada es de Bibulo todo es de César, pues nadie recuerda lo que hizo aquel.
(22) Se concedían en Roma muchos honores y prerrogativas a los padres que tenían tres hijos varones, en la petición de empleos eran preferidos a sus rivales; se los eximia de ciertos tributos y en los espectáculos tenían asignados puestos preferentes; de aquí en fin, los privilegios llamados Justium liberorum.
(23) Maestros de esgrima.
(24) Los decretos del Senado después de su transcripción eran depositados en el Tesoro; de la misma manera se conservaban las leyes y demás actas de la República. El lugar en que estaban depositados los archivos públicos llamábase tabugarium. Los decretos en que el Senado otorgó honores extraordinarios a Cesar fueron escritos con letras de oro en columnas de plata. Muchos decretos del Senado fueron escritos en planchas de bronce que se conservan todavía. Los decretos del Senado antes de quedar deportados en el Tesoro carecían en absoluto de autoridad. Esta fue la causa de que bajo Tiberio se ordenase que los decretos del Senado y especialmente los que imponían penas capitales no fueran llevados al Tesoro hasta pasados diez días, a fin de que el emperador si estaba ausente tuviese tiempo para examinarlos y moderar su rigor.
(25) Si hay derecho para violar, violadlo todo por reinar, pero respetad lo demás.
(26) Asegura Plinio que este accidente hizo a César supersticioso, y que, después de él, no volvió a subir a un carro sin antes recitar tres veces un verso misterioso, como preservativo contra los accidentes de viaje.
(27) Según Plinio, el Euripo era un gran foso que ceñía el Circo, con el fin de impedir que las fieras pudieran escapar y lanzarse sobre los espectadores, cosa que había sucedido ya repetidas veces. Se le dio el nombre de Euripo, si hemos de creer a un intérprete de Suetonio, porque el movimiento de las aguas, que fluían de golpe y se retiraban de la misma manera recordaba las del estrecho de este nombre, entre la Beocia y la Eubea, donde se hacían sentir el flujo y el reflujo hasta siete veces al día. Cesar embelleció de tal manera el Circo, construido por Tarquino el Viejo, que dice Plinio que aquel fue el fundador.
(28) Esta reforma fue hecha por César en 708, durante su tercer consulado con M. Emilio Lepido. Se llamó aquel año annus confusionis, y al siguiente primus Julianus.
(29) Hubo hasta Sila 300 senadores elevando César su número a 900 y más adelante a 1.000, pero Augusto lo redujo.
(30) Se nombraban ocho pretores; Cesar creó diez; hubo también dos ediles plebeyos más que antes, llamados cereales; y elevo finalmente a cuarenta el numero de los cuestores.
(31) Barrio populoso de Roma. situado entre el Esquilino y el Celio.
(31 bis) Todo cuanto Bitinia y el amante de Cesar poseyeron jamas.
(32) Cesar sometió las Galias; Nicomedes a Cesar. He aquí a César que triunfa porque sometió las Galias, mientras Nicomedes que sometió a Cesar no triunfa.
(33) Ex auctionibus hastae. De aquí tomó su origen la palabra española subasta (bajo la lanza). Entre los romanos cuyas instituciones eran todas militares, la lanza representaba gran papel. Hasta censoria era la lanza que los censores clavaban en la plaza publica para anunciar la subasta de las rentas del Estado. Hasta centunvirales era la señal de la jurisdicción de los centunviros, y por esto el juicio de estos magistrados se llamaban juicio de la lanza, judicium hastae. Hasta fiscalis era la que se clavaba para anunciar la venta de algo perteneciente al Fisco, con lo que se autoriza su venta a los ojos de los particulares. Hasta proctoria o venditionis, era, en fin, aquella a que se alude en este pasaje de Suetonio; clavábase en señal de que iba a venderse a la puja, en virtud del decreto del pretor, los bienes de los ciudadanos proscritos o condenados.
(34) Ciudadanos, esconded vuestras esposas, que traemos aquí al adultero calvo; en la Galia se dedica a fornicar eón el oro robado a los romanos.
(35) La tensa servia, en las fiestas del Circo, para pasear las imágenes de los dioses; el ferculum era el lugar del carro donde descansaban las imágenes, siendo el conjunto arrastrado por caballos. Calígula se hizo llevar en esta forma por senadores.
(36) ...si pecudi cor defuisset. La palabra cor significa asimismo ingenio; Cesar juega, pues, aquí con su doble sentido.
(37) Encadenados en su triunfo. trajo a los galos, llevándolos luego el Senado; los galos depusieron sus harapos y tomaron las lacticlavias.
(38) A Bruto, por arrojar a los reyes, se le nombro primer cónsul; a este, por arrojar a los cónsules, se le ha hecho último rey.
(39) Los comicios por centurias eran celebrados en el campo de Marte. Los puentes (pons o ponticulus) eran los sitios por donde se pasaba para ir a votar al recinto (septum uovile); se llamaba depontani a los ancianos que no llevaban sus votos con los otros ciudadanos. Era obligatorio que el Tribunal del magistrado que presidía los comicios en la silla curul, estuviese inmediato a este paso.
(40) ¿Los perdone para que me perdiesen?