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Prof. Federico Cantó

martes, 4 de marzo de 2014

OCTAVIO AUGUSTO, Cayo Suetonio. 1° Parte

En el libro Los Doce Césares
Cayo Suetonio Tranquilo
Escrito en el siglo II D.C.

OCTAVIO AUGUSTO

I. Muchos monumentos atestiguan que la familia de Octavio era en la antigüedad de las primeras de Vélitres. Una parte importante de la ciudad se llamaba desde mucho tiempo barrio Octavio, y se exhibía en ella un altar consagrado por un Octavio, que designado general en una guerra contra un pueblo vecino, y advertido un día, en medio de un sacrificio al dios Marte, de la repentina irrupción del enemigo, quitó de las llamas las carnes casi crudas de la víctima, las distribuyó según el rito, corrió al combate y regresó victorioso. Existía también un decreto que ordenaba ofrecer de la misma manera en lo sucesivo al dios Marte las víctimas y que se llevaran los restos a los Octavios.

II. Admitida esta familia entre las romanas por el rey Tarquino el Viejo, clasificada después por Serv. Tulio entre las patricias, pasó más adelante por voluntad propia a la condición plebeya. El primero de esta familia que obtuvo por sufragios del pueblo una magistratura fue C. Rufo, que siendo cuestor tuvo dos hijos, Cneo y Cayo, troncos de dos ramas de Octavios, cuyos destinos fueron muy diferentes: Cneo y todos sus descendientes desempeñaron los cargos más importantes del Estado. Pero Cayo y los suyos, bien por fortuna, bien por propia voluntad, permanecieron en el orden ecuestre hasta el padre de Augusto. El bisabuelo de éste sirvió en Sicilia durante la segunda Guerra Púnica, como tribuno militar, bajo el mando de Emilio Papo. Su abuelo no pasó de las magistraturas municipales (41) y envejeció en la abundancia y en la paz. Sin embargo, no convienen todos en esto, y el mismo Augusto escribió que procedía de una antigua y opulenta familia de simples caballeros, y que su padre fue el primer senador de su nombre. M. Antonio le echa en cara que su bisabuelo fue liberto, cordelero en el barrio de Thurium, y su abuelo, corredor. Sólo esto he encontrado con relación a los antepasados paternos de Augusto.

III. Su padre, C. Octavio, gozó desde joven de considerables bienes y de la pública estimación y me admira que algunos escritores le hayan hecho corredor y hasta agente para la compra de votos en las asambleas agrarias. Educado en la opulencia, alcanzó con facilidad las más elevadas magistraturas, desempeñándolas noblemente. Después de su pretura, designóle la suerte la Macedonia; en el camino destruyó los restos fugitivos de los ejércitos de Spartaco y Catilina, que ocupaban el territorio de Thurium, encargo extraordinario que le encomendó el Senado. En el gobierno de su provincia mostró tanta equidad como valor. Derrotó a los besos y a los tracios en una gran batalla, y trató tan noblemente a los aliados, que M. Tulio Cicerón, en muchas cartas que aún existen, exhorta a su hermano Quinto, procónsul entonces en Asia, donde no disfrutaba de muy buena fama, a que imitase a su vecino Octavio y mereciera, como él, gratitud de los aliados.

IV. Al regreso de Macedonia, y, antes de proponer su candidatura al consulado, falleció repentinamente, dejando de Ancaria, Octavia la mayor, y de Acia, su segunda esposa, Octavia la menor y Augusto. Acia era hija de M. Acio Balbo y de Julia, hermana de C. César Balbo, por parte de padre, era originario de Aricia, y contaba muchos senadores en su familia; por otra parte de madre, era pariente cercano de Pompeyo el Grande: honrado con la pretura, fue también uno de los veinte comisarios que, en virtud de la ley Julia, quedaron encargados de repartir al pueblo las tierras de la Campania. Sin embargo, fingiendo Antonio igual desdén hacia los antepasados maternos de Augusto, afirma que su bisabuelo era de raza africana, que tuvo una tienda en Aricia, unas veces de perfumes y otras de pan. Casio de Parma, en una de sus epístolas, no se contenta con llamar a Augusto nieto de panadero, sino también nieto de un corredor de dinero, diciéndole: La harina que vendía tu madre salía del peor molino de Arican, y el cambista de Nerulum la amasaba con sus manos ennegrecidas por el cobre.

V. Nació Augusto bajo el consulado de M. Tulio Cicerón y de Antonio, el IX de las calendas de octubre (42), poco antes de salir el sol, en el barrio Palatino, cerca de las Cabezas de Buey, en el sitio donde ahora existe un templo, que fue construido poco tiempo después de su muerte. En las actas del Senado, se ve, en efecto, que un joven patricio, llamado C. Letorio, convicto de adulterio, para evitar la rigurosa pena impuesta a este delito, alego ante los senadores su edad, su origen y especialmente su calidad de propietario y guardián en cierto modo, del suelo que había tocado Augusto al nacer (43); habiendo, pues, pedido gracia en consideración a este dios, que era como su divinidad particular y doméstica, consagrase por decreto la parte de casa donde había nacido Augusto.

VI. Todavía hoy, en una casa de campo perteneciente a sus antepasados, cerca de Vélitres, se enseña la habitación donde le lactaron, que es muy reducida y parecida a una cocina, siendo creencia en los alrededores de que nació allí. Deber religioso es no entrar en esta cámara sino por necesidad y con sumo respeto, porque, según una antigua creencia, el que tiene la audacia de penetrar en ella, se ve asaltado de repente por una mezcla de horror y de temor secretos; confirma este rumor popular el que, habiéndose acostado en esta estancia un nuevo propietario de la finca, ya sea por casualidad, ya por ver lo que ocurría, se sintió a las pocas horas arrebatado por repentina y misteriosa fuerza, encontrándosele moribundo delante de la puerta, adonde fue lanzado desde el lecho.

VII. En su infancia, y en memoria del origen de sus mayores, se le dio el nombre de Turino, aunque se dice también que la causa estuvo en que poco después de su nacimiento, su padre Octavio venció en territorio de Turino a los esclavos fugitivos. Puedo afirmar con certeza que se llamó Turino, porque tuve en mi poder una antigua medalla de bronce que le representa niño y cuya inscripción, en letras de hierro y casi borradas, expresa aquel nombre. Entregué esta medalla a nuestro príncipe, quien la colocó con piadoso respeto entre sus dioses domésticos. Otra prueba más: M. Antonio, creyendo ultrajarla, le llamó en sus cartas muchas veces Turino, contentándose Augusto con responderle, que extrañaba se quisiese injuriarle con su primer nombre. Tomó más adelante el de CESAR y al fin el de AUGUSTO: uno en virtud del testamento de su tío paterno, y el otro a propuesta de Munacio Planco, aunque algunos senadores deseaban que se le llamase Rómulo, por haber sido, en cierto modo, el segundo fundador de Roma. Prevaleció, sin embargo, el nombre de Augusto, porque era nuevo, y sobre todo porque era más respetable; en efecto, los parajes consagrados por la religión o por el ministerio de los augures se llamaban augustos, ya sea que esta palabra deriva de auctus (acrecentamiento), ya que proceda de gestus o de gustus, empleadas las dos en los presagios de las aves, según dice Ennio en este verso:

Augusto augurio postquam inclita condita Roma est (44).


VIII. Tenía cuatro años cuando perdió a su padre; a los doce pronunció, delante del pueblo reunido, el elogio fúnebre de su abuela Julia; a los dieciséis vistió la toga civil, y aunque por su edad estaba exceptuado aún del servicio, el día del triunfo de César por la guerra de Africa, recibió recompensas militares. Habiendo partido su tío, pocos días después, para España, contra los hijos de Cn. Pompeyo, Augusto, apenas restablecido de una enfermedad grave, siguióle con algunos compañeros por caminos infestados de enemigos, le alcanzó a pesar de un naufragio, le prestó grandes servicios, e hizo admirar, además de su conducta durante el viaje, la índole de su carácter. César, que después de sujetadas las Españas, meditaba una expedición contra los dacios, y otra contra los partos, le envió de antemano a Apolonia, donde se entregó al estudio. Allí supo que César había sido asesinado y que le había instituido heredero; y estuvo dudando durante algún tiempo si imploraría el socorro de las legiones inmediatas, pero rechazó al fin este paso como imprudente y precipitado. Regresó a Roma, donde entró en posesión de la herencia, a pesar de las vacilaciones de su madre y de las obstinadas observaciones de su suegro, Marcio Filipo, varón consular. Levantó en seguida ejércitos, gobernando la República, primero con Antonio y Lépido; hízolo después con Antonio solo, durante cerca de doce años, y por último, solo durante cuarenta y cuatro.

IX. Tal es el resumen de su vida. Ahora expondré separadamente los diferentes actos llevados a cabo por él, no por orden de tiempos sino según su naturaleza, para que se comprendan más clara y distintamente. Tuvo que hacer frente a cinco guerras civiles, las Mulciense, Filipense, Perusiana, Siciliana y la de Actium; la primera y la última contra Marco Antonio; la segunda contra Bruto y Casio; la tercera contra Luc. Antonio, hermano del triunviro; la cuarta contra Sex. Pompeyo, hijo de Cneo.

X. Fue la causa e inicio de todas estas guerras la obligación que se impuso de vengar la muerte de su tío y mantener la validez de sus actos. Así, pues, desde que regresó de Apolonia, decidió atacar a Bruto y Casio inesperada y abiertamente; vio que escapaban a aquel peligro, que supieron prevenir, y se armó entonces contra ellos de la autoridad de las leyes, y acusándolos, aunque ausentes, como asesinos. No atreviéndose los encargados de dar los juegos establecidos por las victorias de César a cumplir con este deber, los celebró él mismo. Para afianzar mejor la ejecución de sus designios, quiso reemplazar un tribuno del pueblo, que acababa de morir, y, a pesar de no ser todavía senador y sí sólo patricio, se presentó candidato. Fracasaron, sin embargo, todos sus esfuerzos ante la oposición del cónsul M. Antonio, del que contaba hacer su principal apoyo, y que pretendía no dejarle gozar de nada, ni siquiera del derecho ordinario y común, sino poniendo a su connivencia un precio exorbitante; volviese entonces al partido de los grandes, de quienes era detestado Antonio, porque tenía sitiado en Mutina a Décimo Bruto, esforzándose en arrojarle por las armas de una provincia que le había dado César y confirmado el Senado. Por consejo de algunos partidarios suyos, Octavio trató de hacerle asesinar; pero descubierta la maquinación y temiendo a su vez, levantó para su defensa y la de la República un ejército de veteranos, al que colmó de prodigalidades. Recibió entonces, con el título de propretor, el mando de este ejército y la orden de reunirse con los nuevos cónsules Hircio y Pansa, para llevar auxilios a Décimo Bruto. En tres meses y dos batallas terminó esta guerra. Escribe Antonio que en la primera huyó, presentándose pasados dos días sin caballo y sin el manto de general; pero no hay duda alguna que en la segunda llenó a la vez los deberes de jefe y de soldado, pues que en lo más recio de la pelea, viendo gravemente herido al abanderado de su legión, tomó las águilas sobre su hombro, llevándolas muy largo rato.

XI. Perecieron en esta guerra Hircio y Pansa, el primero en la batalla, y el segundo poco después, de una herida que recibió en ella y corrió entonces e] rumor de que Octavio los había hecho matar a los dos, con la esperanza de que la derrota de Antonio y la muerte de los cónsules le dejarían dueño único de los ejércitos victoriosos. Tales sospechas excitó la muerte de Pansa, que fue reducido a prisión el médico Clicón como culpable de haber envenenado la herida. Aguilio Niger añade a estas acusaciones que Octavio mismo mató al otro cónsul Hircio en la confusión del combate.

XII. Mas cuando supo que Antonio había sido recibido, tras su fuga, en el campamento de M. Lépido, y que los otros generales, de acuerdo con sus ejércitos, se unían a sus adversarios, abandonó sin vacilar la causa de los grandes, alegando para justificar su mudanza las quejas que tenía de los discursos y conducta de muchos de ellos; que unos, según él, le habían tratado de niño, proclamando que se le debía elogiar y ensalzar (tollerumque) (45) con objeto de dispensarse del agradecimiento que se le debía, igualmente que a sus veteranos. Para hacer resaltar más y más su disgusto por haber servido a aquel partido, impuso una elevada multa a los habitantes de Nursia, que habían erigido un monumento fúnebre a los ciudadanos muertos delante de Mutina, con una inscripción que decía: Muertos por la libertad; no pudieron pagarla, por lo cual fueron expulsados de la ciudad por él.

XIII. Lograda la alianza con Antonio y Lépido, terminó también en dos batallas la guerra Filipense, a pesar de estar débil y enfermo. En la primera le tomaron su campamento, consiguiendo escapar con gran esfuerzo, ganando el ala que mandaba Antonio. No mostró moderación en la victoria, enviando a Roma la cabeza de Bruto, para que la arrojaran a los pies de la estatua de César, aumentado así con sangrientos ultrajes los castigos que impuso a los prisioneros más ilustres. Se refiere que a uno de éstos, que le suplicaba le concediese sepultura, le contestó que aquel favor pertenecía a los buitres; a otros, padre e hijo, que le pedían la vida, les mandó la jugasen a la suerte o combatiesen entre si, prometiendo otorgar gracia al vencedor; el padre se arrojó entonces contra la espada del hijo, y éste, al verle muerto, se quitó la vida, mientras Octavio los veía morir complacido. Por esta causa, cuando llevaron a los otros cautivos, con la cadena al cuello, delante de los vencedores, todos, y especialmente M. Favonio, el émulo de Catón, convinieron, después de saludarle con el nombre de Imperator, en dirigirle crueles injurias. En la distribución que siguió a la victoria, quedó encargado Antonio de constituir el Oriente, y Octavio de llevar los veteranos a Italia para establecerlos en los territorios de las ciudades municipales; pero sólo consiguió disgustar a la vez a los antiguas poseedores y a los veteranos, quejándose unos que se los despojaba y los otros de que no se los recompensaba como tenían derecho a esperar por sus servicios.

XIV. Confiando L. Antonio por este tiempo en el consulado de que estaba investido y en el poder de su hermano, quiso suscitar disturbios, pero Octavio le obligó a huir a Perusa, reduciéndole por hambre, aunque no sin correr él mismo grandes peligros antes y durante esta guerra. Ocurrió, en efecto, que en un espectáculo, un simple soldado tomó asiento en uno de los bancos de los caballeros; le hizo él arrojar por medio de un aparitor, y pocos momentos después sus enemigos difundieron el rumor de que le había hecho morir en los tormentos, faltando muy poco para que pereciese Octavio bajo los golpes de la turba militar que había acudido indignada, y sólo el presentar sano y salvo al que se decía muerto pudo salvarse entonces de la muerte. En otra ocasión, al sacrificar cerca de Perusa, estuvo a punto de perecer a manos de algunos gladiadores que habían salido bruscamente de la ciudad.

XV. Tomada Perusa, se mostró cruel con sus habitantes; a cuantos pedían gracia o trataban de justificarse les contestaba que era necesario morir. Según algunos autores, de los sometidos eligió a trescientos de los dos órdenes y los hizo inmolar en los idus de marzo, como las victimas, de los sacrificios, delante del altar elevado a Julio César. Pretenden otros que sólo provocó esta guerra para obligar a sus enemigos secretos, y a aquellos a quienes retenía el temor más aún que la voluntad, a que se descubriesen al fin, dándoles por jefe a L. Antonio, y con objeto de que sus bienes confiscados le sirviesen después de su derrota para dar a los veteranos las recompensas que les había ofrecido.

XVI. La guerra de Sicilia fue una de sus primeras empresas, pero la condujo despacio, interrumpiéndola muchas veces, tanto para reparar el daño causado a sus flotas, incluso durante el verano, por continuas tempestades y naufragios, como para hacer la paz a instancias del pueblo, que, interceptados los víveres, se veía amenazado por el hambre. Cuando hizo reparar los buques y adiestró en la maniobra a veinte mil esclavos a quienes concedió la libertad, creó el puerto Julio, cerca de Baias, y abrió al mar el lago Lucrino y el Averno; batió a Pompeyo entre Mylas y Nauloco, sintiéndose poco antes del combate asaltado de tan invencible necesidad de dormir, que tuvieron que despertarle para que diese la señal. Este hecho, dio pie, a mi parecer, a los sarcasmos de Antonio, cuando le censura de no haber podido mirar de frente una linea de batalla, y haberse acostado de espaldas, temblado y levantando al cielo estúpidos ojos, sin abandonar esta actitud, para mostrarse a los soldados, hasta que M. Agripa hubo puesto en fuga los buques enemigos. Otros le censuran una frase y un acto impíos, como haber pronunciado, viendo su flota destruida por la tempestad que sabría vencer a pesar de Neptuno, y de haber suprimido en los primeros juegos del circo la estatua de este dios, uno de los ornamentos de aquella solemne ceremonia. En ninguna otra guerra estuvo tan expuesto, contra su voluntad, a tantos y tan grandes peligros. Después de haber hecho pasar un ejército a Sicilia, izaba velas hacia el continente para buscar el resto de sus tropas, cuando se vio atacado improvisadamente por Democnares y Apollofano, legados de Pompeyo, y no sin gran trabajo pudo ponerse a salvo con una sola nave. Otro día, pasando a pie cerca de Locros, en ruta a Regio, vio las galeras del partido de Pompeyo costeando la tierra, creyéndolas suyas, bajó a la playa y estuvo a punto de que le capturasen. Ocurrió asimismo que, mientras huía por extraviados vericuetos, un esclavo de Emilio Paulo que le acompañaba, recordando que en otro tiempo había proscrito al padre de su amo y cediendo a la tentación de la venganza, trató de darle muerte. Después de la huida de Pompeyo, M. Lépido, el segundo de sus colegas, a quien había llamado de Africa en socorro suyo, ensoberbecido con el apoyo de sus veinte legiones, reclamaba con amenazas el primer puesto en el Estado. Octavio le quitó el ejército, y perdonándole la vida que pedía de rodillas, le desterró a la isla Circeya para toda su vida.

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XVII. Rompió al fin su alianza con M. Antonio, alianza siempre incierta y dudosa, mal observada con frecuentes reconciliaciones; y, para demostrar cuánto se distanciaba su rival de las costumbres patrias, mandó abrir y leer delante del pueblo reunido el testamento que había dejado aquél en Roma (46), y en el cual colocaba en el número de sus herederos a los hijos de Cleopatra. Sin embargo, después de hacerle declarar enemigo de la República, le envió todos sus parientes y amigos, entre otros a C. Sosio y Cn. Domicio, cónsules entonces, perdonando también a los habitantes de Bolonia, que desde muy antiguo figuraban en el partido de los Antonios, que hubiesen tomado las armas contra él como toda Italia. Poco después le derrotó en una batalla naval dada cerca de Actium, que se prolongó hasta el obscurecer, pasando el vencedor la noche en una nave. De Actium pasó a establecer cuarteles de invierno en Samos; pero enterado de que los soldados escogidos en todos los cuerpos después de la victoria, y que por orden suya le habían precedido a Brindis, acababan de sublevarse solicitando recompensas y el licenciamiento, emprendió, lleno de zozobra, el camino de Italia. Dos veces se vio combatido por la tempestad durante la travesía: primeramente entre los promontorios del Peloponeso y de la Eolia, y después cerca de los montes Cerámicos, pereció en este doble desastre una parte de sus naves liburnesas, perdiendo la suya todo el aparejo y rompiéndosele el timón. Solo veintisiete días permaneció en Brindis, para satisfacer las exigencias de los soldados; pasó de allí a Egipto por Asia y la Siria, puso sitio a Alejandría, donde se había refugiado Antonio con Cleopatra, y se hizo dueño a poco de la ciudad. Antonio quiso hablar de paz, pero ya no era tiempo: Octavio oblígole a morir, pasándole a ver después de muerto. Uno de sus deseos más vehementes era reservar a Cleopatra para su triunfo, y como se creía que había muerto de la mordedura de un áspid, hizo que algunos psilos (47) chupasen el veneno de la herida. Concedió a los dos esposos que reposaran en sepultura común, y ordenó que se concluyese la tumba que ellos mismos habían comenzado a construir. El joven Antonio, el mayor de los dos hijos que el triunvirio había tenido de Fulvia, fue tras continuas e inútiles súplicas, a refugiarse a los pies de la estatua de César; Augusto le arrancó de allí y mandó darle muerte. Cesarión, que Cleopatra decía haber tenido de César, fue alcanzado mientras intentaba huir y entregado al suplicio. En cuanto a los otros hijos de Antonio y de la reina, los consideró como miembros de su familia, los educó y aseguró posición en proporción a su nacimiento.

XVIII. Por esta época mandó abrir la tumba de Alejandro Magno; sacado el cuerpo, estuvo un momento contemplándolo le puso en la cabeza una corona de oro y le cubrió de flores en muestra de homenaje. Consultado si quería ver también el Ptolomeum, contestó: que había venido a ver un rey y no muertos. Convirtió a Egipto en provincia romana, y con objeto de asegurar la producción necesaria para los bastimentos de Roma, mandó a sus soldados limpiaran todos los canales abiertos por los desbordamientos del Nilo y que el tiempo había cubierto de limo. Para perpetuar en la memoria de los siglos la gloria del triunfo de Actium, fundó cerca de esta ciudad la de Nicópolis, estableciendo juegos quinquenales. Amplió, asimismo, el antiguo templo de Apolo, adornó con un trofeo naval el sitio donde tuvo su campamento y lo consagró solemnemente a Neptuno y a Marte.

XIX. Gran número de turbulencias, sediciones y conspiraciones, de que tuvo conocimiento, fueron sofocados por él en su origen; dominó también, en diferentes épocas, la conspiración del joven Lépido; después la de Varrón Murena y de Fannio Cepión, de M. Egnacio, de Plaucio Rufo, de Lucio Paulo, esposo de su nieta, de L. Audasio, acusado de falsario, y a quien la edad había debilitado el cuerpo y la razón, de Asinio Epicardio, mestizo de parto, y en fin, de Telefo, esclavo nomenclator de una mujer; pues se vio asimismo amenazado por maquinaciones de hombres de baja extracción. Audasio y Epicardio querían arrebatar a su hija Julia y a su nieto Agripo de las islas donde estaban confinados, para presentarlos a los ejércitos, y Telefo, que se creía destinado al imperio, había concebido el proyecto de asesinar a Augusto y al Senado; se encontró también a cierto mercenario del ejército de Iliria, escondido una noche cerca de su lecho, hasta donde había penetrado burlando la vigilancia de los guardias, y que llevaba en la cintura un cuchillo de caza. Ignórase si fingió demencia o si, efectivamente, había perdido la razón, no pudiendo arrancarle ninguna confesión en la tortura.

XX. Por si mismo solamente dirigió dos guerras exteriores: la de Dalmacia, en su juventud, y la de los cántabros tras la derrota de Antonio. Fue herido dos veces en Dalmacia: una en la rodilla, de una pedrada, y la otra en un muslo y los dos brazos por hundimiento de un puente. Las otras dos guerras las dirigieron sus legados; sin embargo, tomó parte en algunas expediciones en Panomia y Germania, o estuvo, cuando menos, cerca del teatro de la guerra, yendo de Roma hasta Ravena, Milán y Aquilea.

XXI. Sometió personalmente o por sus generales la Cantabria, la Aquitania, la Panomia y la Dalmacia con toda la Iliria; sujetó la Recia, la Vindelicia y los Salesos, pueblos de los Alpes; contuvo las incursiones de los dacios, destruyó la mayor parte de sus ejércitos y les mató tres jefes. Arrojó a los germanos al otro lado del Elba; recibió la sumisión de los Ubios y sicambros, trasladándolos a la Galia y asignándoles las tierras próximas al Rin. Redujo también a la obediencia otras naciones inquietas y turbulentas, pero no movió guerra a ningún pueblo sin justa causa o imperiosa necesidad, pues estaba muy lejos de ambicionar aumento del Imperio o de su gloria militar, con lo cual obligó a algunos reyes bárbaros a jurarle, en el templo de Marte Vengador, permanecer fieles a la paz que de él solicitaban. Exigió, asimismo, a algunos de ellos nuevo género de rehenes, esto es, mujeres pues había observado que se estimaban en poco los hombres dados con tal carácter. No obstante, dejaba siempre a sus aliados la facultad de retirar sus rehenes cuando desearan; y nunca castigó sus frecuentes sublevaciones y sus perfidia más que vendiendo sus prisioneros, a condición de que no habían de servir en países vecinos ni ser libres antes de treinta años. La reputación de fuerza y moderación que alcanzó con esta conducta, determinó a los indos y escitas, de los que sólo se conocía entonces el nombre, a pedir por medio de embajadores su amistad y la del pueblo romano. También los partos le cedieron fácilmente la Armenia que reivindicaba, devolviéndole, además. a su petición, las enseñas militares arrebatadas a M. Craso y a M. Antonio y ofreciéndole también rehenes; y, por último, muchos príncipes, que desde antiguo se disputaban entre sí el mando, reconocieron al designado por él.

XXII. El templo de Jano Quirino, que sólo había estado cerrado dos veces desde la fundación de Roma, lo estuvo entonces tres, en un transcurso de tiempo mucho más corto, estando asegurada la paz por mar y por tierra. Dos veces entró en Roma con los honores de la ovación, una después de la batalla Filipense, y la otra después de la guerra de Sicilia. Celebró con tres triunfos curules sus victorias de Dalmacia, Actium y Alejandría, Y cada triunfo duró tres días.

XXIII. En cuanto a derrotas graves e ignominiosas sufrió las de Lolio y Varo, ambas en Germania, siendo la primera más vergonzosa que irreparable; la de Varo pudo, en cambio, ser fatal al Imperio, pues que en ella fueron pasadas a cuchillo tres legiones con el general, los legados y todos los auxiliares. Cuando recibió la noticia mandó colocar en Roma guardias militares para prevenir posibles desórdenes; confirmó en sus Poderes a los gobernadores de las provincias, para que su experiencia y habilidad, contuviesen en su deber a los aliados; y ofreció grandes juegos a Júpiter para que mejorase la situación de la República, como se había hecho en la guerra de los cimbrios y de los marsos. Dícese, en fin, que experimentó tal desesperación, que se dejó crecer la barba y los cabellos durante muchos meses, golpeándose a veces la cabeza contra las paredes, y exclamando Quintilio Varo, devuélveme mis legiones. Los aniversarios de este desastre fueron siempre para él tristes y lúgubres jornadas.

XXIV. Cambió muchas cosas y muchas otras estableció en la organización militar, poniendo en vigor otras relegadas ya de tiempo al olvido. Mantuvo con severidad la disciplina, y sólo permitió a sus legados que fuesen a ver a sus esposas en los meses de invierno, y aun esto con gran dificultad. A un caballero romano, por haber amputado el dedo pulgar a sus dos hijos para librarlos del servicio militar, hízolo vender en subasta con todos sus bienes; pero viendo que se apresuraban a comprarlo los asentistas públicos, lo hizo adjudicar a un liberto suyo, que tenía orden de llevarlo a los campos y dejarle libre. Licenció ignominiosamente a toda la décima legión, que sólo obedecía murmurando; y a otras que con tono imperioso pedían la licencia se la concedió, aunque sin las recompensas prometidas a sus largos servicios. Si alguna legión retrocedía, la diezmaba, dándole sólo cebada por toda comida. Castigó con la muerte como a simples soldados a centuriones que abandonaron sus puestos. En cuanto a los otros delitos, los castigaba con diferentes penas infamantes, como permanecer en pie todo el día delante de la tienda del general, o bien salir con túnica y sin cinturón, llevando en la mano una medida agraria o un puñado de césped.

XXV Después de las guerras civiles, dejó de dar a los soldados el título de compañeros en las arengas y en los edictos; les llamaba sólo soldados, y no permitía tampoco que sus hijos o yernos les diesen otro nombre cuando mandaban, pues creía que el de compañeros era una adulación que no convenía a la conservación de la disciplina, ni al estado de paz, ni a la majestad de los césares. Salvo para los casos de incendio y para las sediciones que podían producir la carestía de víveres, sólo dos veces alistó esclavos libertos: la primera para la defensa de las colonias vecinas a la Iliria, y la segunda, para proteger las orillas del Rin. En estas dos veces habían de ser esclavos que los hombres y mujeres más ricos de Roma hubiesen comprado y manumitido en el acto; colocábalos en primera línea, sin mezclarlos con los libres ni tampoco armarlos como a éstos. Prefería dar como recompensas militares arneses, collares y preseas, cuyo valor lo constituían el oro y la plata, a coronas valarias o murales (48), mucho más ambicionadas. Extraordinariamente avaro de estas últimas, jamás las concedió al favor, y las dio casi siempre a simples soldados. Regaló a Agripa, después de su victoria naval en Sicilia, un estandarte de color de mar. Nunca otorgó estas distinciones a los que habían disfrutado los honores del triunfo, por más que hubiesen tomado parte en sus expediciones y contribuido a sus victorias; la razón era que ellos mismos habían tenido derecho para distribuir como quisieran estas recompensas. En su opinión, nada convenía menos a un gran capitán que la precipitación y la temeridad, y así repetía frecuentemente el adagio griego: Apresúrate lentamente, y este otro: Mejor es el jefe prudente que temerario, o también éste: se hace muy pronto lo que se hace muy bien. Decía asimismo que sólo debe emprenderse una guerra o librar una batalla cuando se puede esperar más provecho de la victoria que perjuicio de la derrota; porque, añadía, el que en la guerra aventura mucho para ganar poco, se parece al hombre que pescara con anzuelo de oro, de cuya pérdida no podría compensarle ninguna presa.

XXVI. Antes de la edad se vio elevado a las magistraturas y honores, de los que muchos fueron de creación nueva y a perpetuidad. A los veinte años invadió el consulado, haciendo marchar hacia Roma amenazadoramente a sus legiones, y mandando diputados a exigir para él esta dignidad a nombre del ejército. Como vacilara el Senado, el centurión Cornelio, que iba al frente de la diputación, abrió su manto, y mostrando el puño de la espada, se atrevió a exclamar: Éste lo hará, si vosotros no lo hacéis. Transcurrieron nueve años de su primero a su segundo consulado y sólo uno hasta el tercero. Siguió después hasta el undécimo sin interrupción, y, habiendo rehusado todos los que luego le ofrecieron, pidió él mismo el duodécimo diecisiete años más tarde; dos años después volvió a pedir el decimotercio, con objeto de recibir en el Foro, como primer magistrado de la República, a sus nietos Cayo y Lucio, que iban a entrar en la vida pública. Los cinco consulados que separan el decimosexto del undécimo fueron cada uno a un año, y los demás no los conservó más allá de nueve, seis, cuatro o tres meses, y el segundo solamente algunas horas. Apenas sentado, en efecto, en la silla curul, frente al templo de Júpiter Capitolino, en la mañana de las calendas de enero, dimitió el cargo, nombrando a otro cónsul en lugar suyo. No tomó posesión de todos sus consulados en Roma, pues el cuarto comenzó en Asia, el quinto en Samos y el octavo y el noveno en Tarragona.

XXVII. Durante diez años fue el jefe del triunvirato establecido para organizar la República; resistió por algún tiempo a sus colegas, oponiéndose a la proscripción, pero después desplegó mucha más crueldad que ninguno de ellos, ya que éstos, cuando menos, se dejaron ablandar algunas veces por las súplicas de la amistad; solamente él se opuso con toda su autoridad a que se perdonase a nadie, proscribiendo hasta a su tutor C. Toranio, que había sido, además, colega de su padre Octavio en la edilidad. Junio Saturno refiere este otro hecho: Después de las proscripciones, excusando Lépido el pasado en el Senado, hizo esperar que la clemencia iba a poner término al fin a los castigos; pero Octavio declaró, por el contrario, que solamente cesaría de proscribir a condición de hacer en todo lo que quisiese. No obstante, al tardío arrepentimiento de esta dureza debiese el que elevara a la dignidad de caballero a T. Vinio Filopemón, del que se decía haber ocultado en otro tiempo a su patrón proscrito. Por muchos rasgos especiales se hizo odioso durante un triunvirato; un día, por ejemplo, que arengaba a los soldados en presencia de los habitantes de los campos vecinos, vio a un caballero romano, llamado Pinario, que tomaba algunas notas furtivamente, y sólo por sospechas de que fuese un espía le hizo matar en el acto. A Tedio Afer, cónsul designado, que ridiculizó con un chiste un acto suyo, Octavio le dirigió tan furibundas amenazas que aquel desgraciado se dio la muerte. El pretor Q. Galio se acercó a él para saludarle llevando bajo la toga dobles tablillas; creyó Octavio que eran una espada, mas no atreviéndose a registrarle en el acto por temor de no encontrar armas, pocos momentos después le hizo arrancar de su tribuna por medio de centuriones y soldados, le mandó dar tormento como a un esclavo, y no obteniendo ninguna confesión, le hizo degollar, después de arrancarle los ojos con sus propias manos. Él mismo escribió de este asunto que Galio había querido matarle en una audiencia que le pidió; que reducido a prisión por orden suya, fue puesto en seguida en libertad, con prohibición de habitar en Roma, y que pereció en un naufragio o a manos de algunos bandidos (49). Augusto fue investido a perpetuidad con el poder tribunicio (50), dos veces tomó colega en esta dignidad, cada una durante un lustro. Fue investido también con la vigilancia perpetua de las costumbres y de las leyes (51), y en virtud de este derecho, que no era, sin embargo, el mismo que el de la censura, estableció tres veces el censo del pueblo: la primera y tercera con su colega, la segunda, solo.

XXVIII. Dos veces tuvo la idea de restablecer la República: primero después de la derrota de Antonio, que con frecuencia le había acusado de ser el único obstáculo al restablecimiento de la libertad; y luego, a consecuencia de los sufrimientos de una larga enfermedad, llegando a hacer ir a su casa a los magistrados y senadores y entregándoles las cuentas del Imperio. Reflexionó, sin embargo, que esto era exponer su vida privada a peligros ciertos y entregar imprudentemente la República a la tiranía de algunos ambiciosos, y decidió continuar en el poder, y no puede decirse qué se le ha de alabar más, si las consecuencias o los motivos de esta resolución. Se complacía en recordar algunas veces estos motivos, y hasta los dio a conocer así en uno de sus edictos. Permitaseme afirmar la República en estado permanente de esplendor y seguridad; con esto habré conseguido la recompensa que ambiciono, si se considera su felicidad obra mía y si puedo alabarme al morir de haberla establecido sobre bases inmutables. Él mismo aseguró la consecución de este deseo, esforzándose para que nadie tuviese que lamentarse del nuevo orden de cosas.

XXIX. Roma no era, en su aspecto, digna de la majestad del Imperio y estaba sujeta, por otra parte, a inundaciones e incendios. Él supo embellecerla de tal suerte, que con razón pudo alabarse de dejarla de mármol habiéndola recibido de ladrillos. También la aseguró contra los peligros del porvenir, cuanto la prudencia humana puede prever. Entre el gran número de monumentos públicos cuya construcción se le debe, se cuentan principalmente el Foro y el templo de Marte Vengador, el de Apolo en el Palatium y el de Júpiter Tonante en el Capitolio. Se construyó el Foro porque el creciente número de litigantes y de los negocios lo exigían, y resultaban insuficientes los dos primeros. Así, sin esperar a que el templo de Marte estuviese concluido, apresuróse a ordenar que se procediese especialmente en el Foro nuevo, al juicio de las causas criminales y a la elección de jueces. Por lo que toca al templo de Marte, había hecho el voto durante la guerra Filipense, emprendida para vengar a su padre. Decretó, en consecuencia, que allí se reuniría el Senado para deliberar acerca de las guerras y de los triunfos; que de allí partirían los que marchasen con algún mando a las provincias; y que allí irían, finalmente, a depositar las insignias del triunfo los generales victoriosos. El templo de Apolo, en el Palatium, se construyó en la parte de su casa destruida por el rayo, donde habían declarado los arúspices que el dios pedia morada, añadiéndole pórticos y una biblioteca latina y griega. En sus últimos años convocaba a menudo el Senado e iba a él para reconocer las decurias de los jueces. El templo de Júpiter Tonante fue erigido por él en memoria de haber escapado de un peligro durante una marcha nocturna; en una de sus expediciones contra los cántabros, un rayo alcanzó, en efecto, su litera, matando al esclavo que iba delante de él con una antorcha en la mano. Hizo, además, ejecutar otros trabajos bajo otro nombre que el suyo, por ejemplo, con los de sus nietos, su esposa y su hermana; tales son el pórtico de Cayo y la basílica de Lucio, los pórticos de Livia y de Octavio, y el teatro de Marcelo. Frecuentemente exhortó también a los principales ciudadanos a embellecer la ciudad, cada cual según sus medios, o con monumentos nuevos, o reparando y embelleciendo los antiguos; este solo deseo fue causa de que se levantasen gran número de construcciones. Marcio Filipo elevó el templo de Hércules y Museos; L. Cornificio, el de Diana; Asinio Polión, el vestíbulo del de la Libertad; Munacio Plauco, el templo de Saturno; Cornelio Balbo, un teatro; Stantilio Fauro, un anfiteatro, y, en fin, M. Agripa gran número de magníficos edificios.

XXX. Dividió a Roma en secciones y barrios, encargando la vigilancia de las secciones a los magistrados anuales (ediles, tribunos, pretores), que la lograban por suerte y la de los barrios a inspectores que habitaban en ellos y que eran elegidos entre el pueblo. Estableció rondas nocturnas para los incendios, y para prevenir las inundaciones del Tíber hizo limpiar y ensanchar su cauce, obstruido desde mucho tiempo por las ruinas y estrechado por el derrumbamiento de edificios. Con objeto de facilitar por todas partes el acceso a Roma, encargóse de reparar la vía Flaminia hasta Rímini, y quiso que, a imitación suya, todo ciudadano que hubiese recibido los honores del triunfo, emplease en pavimentar un camino el dinero que le pertenecía por su parte de botín. Reconstruyó los edificios sagrados que la acción del tiempo o los incendios habían destruido, y adornólos como los otros con valiosísimos presentes, llevando en una sola vez al santuario de Júpiter Capitolino dieciséis mil libras de peso de oro y cincuenta millones de sestercios en piedras preciosas y perlas.

XXXI. Muerto Lépido, y conseguido por él el pontificado máximo, que en vida de aquél no se atrevió a arrebatarles hizo reunir y quemar mas de dos mil volúmenes de predicciones griegas y latinas que estaban repartidos entre al público y tenían sólo una dudosa autenticidad. Conservó sólo los libros sibilinos, haciendo de ellos un espurgo y encerrándolos en dos cofrecillos dorados, bajo la estatua de Apolo Palatino. Redujo el método seguido antiguamente en la marcha del año, arreglada ya por Julio César, y en la que la negligencia de los pontífices había introducido de nuevo desorden y confusión. En esta obra dio su nombre al mes llamado sextilis (52), con preferencia al de septiembre en que había nacido, porque en aquél obtuvo su primer consulado y logró sus principales victorias. Aumentó el número de sacerdotes, su dignidad y hasta sus privilegios, especialmente los de las vestales. Habiendo fallecido una de éstas se trataba de reemplazarla (53), y como muchos ciudadanos solicitasen el favor de no someter sus hijas a los riesgos del sorteo, dijo él que si alguna hija suya hubiese llegado a la edad requerida la hubiese ofrecido espontáneamente. Restableció, asimismo, gran número de ceremonias antiguas caídas en desuso, entre ellas el augurio de Salud, los honores debidos al flamín Dial, las Lupercales, los juegos seculares y compitales. Prohibió que se corriese en las fiestas Lupercales antes de la edad de la pubertad, prohibiendo también a los jóvenes de uno y otro sexo que asistiesen durante los juegos seculares a los espectáculos nocturnos si no los acompañaba algún pariente de más edad que ellos. Estableció dos juegos anuales en honor de los dioses compitales, que debían ser adornados con flores de primavera y verano. Honró casi tanto como a los dioses inmortales la memoria de los grandes hombres que de tan débiles principios supieron levantar el poder romano a tan considerable grado de desenvolvimiento. Por esta razón hizo restaurar los monumentos que aquellos levantaron, dejándoles sus gloriosas inscripciones. Por orden suya fueron colocadas todas sus estatuas en traje triunfal bajo los dos pórticos de su Foro, y declaró en un edicto que quería que su ejemplo sirviese para que se le juzgase a él mismo mientras viviese y a todos los príncipes sucesores suyos. Hizo también trasladar la estatua de Pompeyo del salón donde mataron a César, bajo una arcada de mármol, enfrente del palacio contiguo al teatro del mismo Pompeyo.

XXXII. Corrigió gran número de abusos tan detestables como perniciosos, nacidos de las costumbres y licencias de las guerras civiles y que la paz misma no había podido destruir. La mayoría de los ladrones de caminos llevaban públicamente armas con el pretexto de atender a su defensa, y los viajeros de condición libre o servil eran aprisionados en los caminos y encerrados sin distinción en los obradores de los propietarios de esclavos. También se habían formado, bajo el título de gremios nuevos, asociaciones de malhechores que cometían toda suerte de crímenes. Augusto contuvo a los ladrones estableciendo guardias en los puntos convenientes; visitó los obradores de esclavos y disolvió todos los gremios, exceptuando los antiguos y legales. Quemó los registros en que estaban inscritos los antiguos deudores del Tesoro, a fin de poner término con ello a los pleitos de que habían llegado a ser origen tales registros. Ciertas partes de la ciudad, que el dominio público reivindicaba con títulos dudosos, los adjudicó a sus poseedores. Sobreseyó los procesos de los antiguos acusados, cuya sanción servía solamente para regocijar a sus adversarios, y sometió a la posibilidad de la misma pena que hubiese podido pronunciarse contra ellos a todo el que intentase perseguirlos de nuevo. Para que ningún delito quedase impune y ningún negocio se llevase con negligencia, restituyó, por otra parte, al trabajo más de treinta días exentos de él, por juegos honorarios. A las tres decurias de jueces añadió la cuarta, formada de personas de censo inferior al de los caballeros, la cual fue llamada la decuria de los ducenarios, teniendo a su cargo el juicio de los negocios de mediana importancia. Eligió jueces desde la edad de veinte años, es decir, cinco antes de lo que se había hecho hasta entonces; y como muchos ciudadanos rehusasen el honor de estas funciones, autorizó, aunque a disgusto, a cada decuria para que disfrutase por turno de vacaciones anuales, y a que, siguiendo la costumbre establecida, se suspendiese el juicio de censuras durante los meses de noviembre y diciembre.

lunes, 3 de marzo de 2014

LA SEMANA DE MAYO DE 1810

Ver actas del Cabildo del 21 al 25 de mayo de 1810.

SEMANA DE MAYO


El Movimiento Juntista que se origina en la Península en 1808, es replicado en las colonias americanas. En mayo de 1810, en el Virreinato del Río de la Plata, se crea la Primera Junta de Gobierno ante la ausencia de autoridades en la península. El proceso se gesta dentro de El Cabildo, la institución que gobierna la Ciudad de la Santísima Trinidad, Puerto de Buenos Aires, capital del Virreinato.

El Cabildo se ocupaba de la administración de la Ciudad. Sus actos de gobierno se asentaban por escrito en actas. Las actas capitulares de la Semana de Mayo han dejado testimonio de la formación de la Primera Junta de Gobierno. A continuación se presentan fragmentos de estas actas para ser analizadas y resolver las siguientes actividades.

ACTIVIDADES:

 1) Realizá una lectura comprensiva de los fragmentos de las actas capitulares entre los días 21 y 25 de mayo de 1810.

2) Organizá la información para confeccionar un relato cronológico de los sucesos de la "Semana de Mayo". En tu relato deberás introducir una cita de los fragmentos correspondiente a cada uno de los días en que se suceden los acontecimientos.


ACTAS CAPITULARES DEL 21 AL 25 DE MAYO DE 1810

Oficio a su excelencia
Excelentísimo señor:

“ «Sabedor el pueblo de los funestos acaecimientos de nuestra península, por los impresos publicados en esta ciudad de orden de V. E., y animado de su innata lealtad a nuestro Soberano, …Este Ayuntamiento, …para evitar los desastres de una convulsión popular, desea tener de V. E. ( Vuesta Excelencia) un permiso franco para convocar, por medio de esquelas, la principal y más sana parte de este vecindario, y que en un congreso público exprese la voluntad del pueblo,... Sirviéndose V. E. disponer que en el día del Congreso se ponga una reforzada guarnición en todas las avenidas, o bocas calles de la plaza, para que contenga todo tumulto, y que sólo permita entrar en ella los que con la esquela de convocación acrediten haber sido llamados.

Dios guarde a V. E. muchos años. Sala capitular de Buenos Aires, 21 de mayo de 1810. ” 

Acta del congreso general

“ En la muy noble y muy leal ciudad de la Santísima Trinidad, Puerto de Santa María de Buenos Aires, a 22 días del mes de mayo del año de 1810,…
¡Fiel y generoso pueblo de Buenos Aires!
…Agitados de un conjunto de ideas, que os han sugerido vuestra lealtad y patriotismo, habéis esperado con ansia del momento de combinarlas, para evitar toda división; y vuestros representantes, que velan constantemente sobre vuestra prosperidad y que desean con el mayor ardor conservar el orden y la integridad de estos dominios, bajo la dominación del Sr. D. Fernando VII, han obtenido del Exmo. Sr. virrey permiso, franco para reuniros en un Congreso. Ya estáis congregados: hablad con toda libertad, …Evitad toda innovación y mudanza, pues generalmente son peligrosas y expuestas a división…
…Después de leído todo, y en circunstancias de deber procederse a la votación por los Señores del Congreso, se promovieron largas discusiones que hacían de suma duración el acto …y para abreviar…se adoptó unánimemente el sistema de fijar una proposición  «Si se ha de subrogar (sustituir) otra autoridad a la superior que obtiene el Exmo. Sr. Virrey,…¿y en quién?» …Y en su virtud se procedió a la votación, …. Concluida la votación…acordaron los Señores del Exmo. Cabildo, que por ser ya pasada la hora de las doce de la noche, y no ser posible continuar el trabajo y después del incesante que se ha tenido en todo el día, se extienda la acta con formalidad para el de mañana; citándose por carteles a los Señores Vocales, para que a las tres de la tarde concurran estas casas capitulares a suscribirlas, …”

Acta del dia 23 de mayo

“ En Buenos Aires, a 23 de mayo de 1810. Se congregaron en la Sala de sus Acuerdos los Señores del Exmo. Ayuntamiento… Y estando así juntos y congregados, reflexionaron que,… no convenía… el que se hiciese nueva reunión de concurrentes,…
…En el acto procedieron a regular (contar) los votos: y hecha la regulación con el más prolijo examen, resulta,…, que el Exmo. Señor Virrey debe cesar en el mando, y recaer este provisionalmente en el Exmo. Cabildo…, hasta la elección de una Junta que ha de formar el mismo Exmo. Cabildo en la manera que estime conveniente… la cual haya de encargarse del mando, mientras se congregan los Diputados que se han de convocar de las provincias interiores para establecer la forma de gobierno que corresponda.
Y los Señores, tratando de conciliar los respetos de la Autoridad Superior con el bien general de estas interesantes provincias…  acordaron que, sin embargo… el Exmo. Sr. Virrey, no sea separado absolutamente, sino que se le nombren acompañados, con quienes haya de gobernar hasta la congregación de los Diputados del virreinato…”

Acta del día 24 de mayo

“ En la muy noble y muy leal ciudad de la Santísima Trinidad, Puerto de Santa María de Buenos Aires, a 24 de mayo de 1810: los Señores del Exmo. Cabildo -…dijeron: Que continúe en el mando el Exmo, Sr. Virrey, D. Baltazar Hidalgo de Cisneros, con voto; conservando en lo demás su renta, y altas prerrogativas de su dignidad, mientras se erige la Junta general del virreinato. “

Acta del día 25 de mayo

“ En la muy noble y muy leal ciudad de la Santísima Trinidad, Puerto de Santa María de Buenos Aires, a 25 de Mayo de 1810:…; se recibió un pliego con oficio de la Exma. Junta gubernativa, fecha de ayer a las 9 y media de la noche; cuyo tenor es el siguiente:

Oficio de la Exma. Junta al Cabildo

Exmo. Señor:
«En el primer acto que ejerce esta Junta gubernativa, ha sido informada por dos de sus Vocales de la agitación en que se halla alguna parte del pueblo, por razón de no haberse excluido al Exmo. Señor Vocal Presidente del mando de las armas: … “

Oficio del cabildo a la Junta

“ Exmo. señor:
«Desde que los individuos de esa respetable Junta prestaron el juramento de desempeñar fiel y legalmente el cargo que se les ha conferido por este Ayuntamiento, en virtud de las facultades que le confió el pueblo, V. E. se ha encargado de la autoridad que residió en este Ayuntamiento, y que anteriormente obtenía el Exmo. Sr. Virrey; de la cual no tiene V. E. facultad para desprenderse. En esta atención, y de que lo que solicita alguna parte del pueblo en concepto de V. E., no puede ni debe ser, por muchas razones de la mayor consideración; teniendo V. E. las fuerzas a su disposición, está en la estrecha obligación de sostener su autoridad, tomando las providencias más activas y vigorosas para contener esa parte descontenta: y de lo contrario este Ayuntamiento hace responsable a V. E. de las funestas consecuencias que pueda causar cualquiera variación en lo resuelto.

Dios guarde a V. E. muchos años. Sala Capitular de Buenos Aires, y Mayo 25 de 1810. 

…En estas circunstancias concurrió multitud de gente a los corredores de las casas capitulares, y algunos individuos …se personaron en la Sala, exponiendo, que el pueblo se hallaba disgustado y en conmoción; que de ninguna manera se conformaba con la elección de Presidente Vocal de la Junta, hecha en el Exmo. D. Baltazar Hidalgo de Cisneros, y mucho menos con que estuviese a su cargo el mando de las armas; que el Exmo. Cabildo, en la erección de la Junta y su instalación, se había excedido de las facultades que a pluralidad de votos se le confirieron en el Congreso general; y que, para evitar desastres que ya se preparaban según el fermento del pueblo, era necesario tomar prontas providencias y variar la resolución comunicada al pueblo por bando. …
…Con estos datos volvieron los Señores a tratar de la materia, y después de varias reflexiones vinieron a convenir en que cualquiera innovación, en lo resuelto el día de ayer, produciría males de la mayor entidad …y era necesario contenerla por medio de la fuerza: pero que, estando esta a cargo de los Comandantes de los cuerpos, era también preciso explorar nuevamente su ánimo, …y se les pasó la esquela siguiente.

Esquela
«Ofreciéndose tratar asunto muy urgente e interesante al bien común en este Cabildo, suplica a V. S. con el mayor encarecimiento se digne concurrir a su Sala Capitular, hoy 25 a las 9 y media de la mañana precisamente: a lo que quedará reconocido».
Comparecieron puntualmente (los comandantes de los cuerpos de milicias) …y habiendo tomado la voz el caballero Síndico Procurador general, les hizo entender el conflicto en que se hallaba el Exmo. Cabildo,…
Contestaron todos por su orden, …que el disgusto era general en el pueblo y en las tropas …Que no solo no podían sostener el Gobierno establecido, pero ni aun sostenerse a sí mismos;... Que el pueblo y las tropas estaban en una terrible fermentación, y.... Estando en esta sesión, las gentes que cubrían los corredores dieron golpes por varias ocasiones a la puerta de la Sala Capitular, 
…En este estado ocurrieron otras novedades. Algunos individuos del pueblo, a nombre de este, se personaron en la Sala, exponiendo que para su quietud y tranquilidad y para evitar cualesquiera resultas en lo futuro, no tenía por bastante el que el Exmo. Sr. Presidente se separase del mando; sino que habiendo formado idea de que el Exmo. Cabildo en la elección de la Junta se había excedido de sus facultades, …, había el pueblo reasumido la autoridad que depositó en el Exmo. Cabildo, y no quería existiese la Junta nombrada, sino que se procediese a constituir otra, eligiendo para Presidente Vocal, y Comandante General de Armas, al Sr. D. Cornelio de Saavedra; para Vocales, a los Señores, Dr. D. Juan José Castelli, Licenciado D. Manuel Belgrano, D. Miguel de Azcuenaga, Dr. D. Manuel Alberti, D. Domingo Mateu y D. Juan de Larrea; y para Secretarios, a los Doctores D. Juan José de Passo y D. Mariano Moreno: con la precisa indispensable cualidad de que, establecida la Junta, debería publicarse en el término de 15 días una expedición de 500 hombres para las provincias interiores, costeada con la renta del Señor Virrey, Señores Oidores, Contadores Mayores, empleados de tabacos y otros que tuviese a bien cercenar la Junta,…
…Y los Señores, habiendo salido al balcón de estas casas capitulares, y oído que el pueblo ratificó por aclamación el contenido de dicha pedimento o representación, después de haberse leído por mí en altas e inteligibles voces, acordaron: que debían mandar y mandaban, se erigiese una nueva Junta de Gobierno, compuesta de los Señores expresados en la representación de que se ha hecho referencia, y en los mismos términos que de ella aparece, mientras se erige la Junta general del virreinato… “

domingo, 23 de febrero de 2014

Los comerciantes en la Edad Media

Los comerciantes
Henry Pirenne: Las ciudades de la Edad Media

A falta de datos es imposible, como ocurre casi siempre en lo que se refiere a problemas de origen, exponer con suficiente precisión la formación de la clase comerciante que suscitó y extendió a través de Europa occidental el movimiento comercial cuyos orígenes hemos esbozado.
En ciertas regiones, el comercio aparece como un fenómeno primitivo y espontáneo. Así ocurrió, por ejemplo, en la aurora de la historia, en Grecia y en Escandinavia. La navegación es en aquellos lugares tan antigua por lo menos como la agricultura. Todo invitaba a los hombres a embarcarse en ella: sus costas profundamente escarpadas, la abundancia de pequeñas bahías, el atractivo de las islas o de las playas que se perfilaban en el horizonte y que incitaban a arriesgarse en el mar tanto más cuanto más estéril era el suelo natal. La proximidad de civilizaciones más antiguas y mal defendidas prometía además fructíferos pillajes. La piratería fue la iniciadora del tráfico marítimo. Ambas se desarrollaron juntas durante mucho tiempo, tanto en los navegantes griegos de la época homérica como en los vikingos normandos.
Es necesario indicar que nada parecido se puede encontrar en la Edad Media, en la que no aparece ningún rastro de este comercio heroico y bárbaro. Los germanos que invadieron las provincias romanas en el siglo v eran completamente ajenos a la vida marítima. Se contentaban con apoderarse de la tierra firme y la navegación mediterránea continuó, como en el pasado, desempeñando el papel que le había sido asignado bajo el Imperio.
La invasión musulmana, que produjo su ruina y cerró el mar, no provocó ninguna reacción. Se aceptó el hecho consumado y el continente europeo, privado de sus salidas tradicionales, se confinó durante largo tiempo en una civilización esencialmente rural. El esporádico comercio que judíos, buhoneros y mercaderes ocasionales practicaban durante la época carolingia era demasiado débil y, por si fuera poco, fue prácticamente reducido a la nada por las invasiones de los normandos y sarracenos, de manera que no hay razón para considerarlo como el precursor del renacimiento comercial, cuyos primeros síntomas podemos situar en el siglo x.
¿Es posible admitir, como parecería natural a primera vista, que se formase poco a poco una clase comercial en el seno de masas agrícolas? Nada hay que permita creerlo. En la organización social de la Alta Edad Media, donde cada familia, de padres a hijos, se hallaba vinculada a la tierra, no vemos qué razón podría impulsar a los hombres a preferir, en lugar de una existencia asegurada por la posesión de tierras, la existencia aleatoria y precaria del comerciante. El afán de lucro y el deseo de mejorar su condición debían estar además singularmente poco extendidos en una población acostumbrada a un genero de vida tradicional, sin ningún contacto con el exterior, donde no se producía ninguna novedad ni curiosidad y en la que indudablemente faltaba el espíritu de iniciativa. La asistencia a los pequeños mercados radicados en las ciudades y en los burgos no proporcionaba a los campesinos más que escasos beneficios, que no les inspiraban deseos, ni les hacían entrever la posibilidad de un género de vida basado en el intercambio. Desde luego, la idea de vender su tierra para procurarse dinero líquido no se le ocurrió a ninguno de ellos. El estado de la sociedad y de las costumbres se oponía a ello de manera invencible. En resumen, no se tiene el menor indicio de que jamás alguien haya soñado en una operación tan arriesgada como azarosa.
Algunos historiadores han considerado como los antepasados de los mercaderes de la Edad Media a los servidores encargados por las grandes abadías de conseguir los productos indispensables para su sustento e, indudablemente también algunas veces, de vender, en los mercados vecinos, el excedente de sus cosechas o de sus vendimias. Esta hipótesis, por ingeniosa que sea, no resiste a un examen. En primer lugar, los «mercaderes de abadías» eran demasiado escasos como para ejercer una influencia de cierta importancia. Además no eran negociantes autónomos, sino empleados dedicados exclusivamente al servicio de sus dueños. No se puede comprobar que hayan practicado el comercio por su cuenta. No se ha conseguido, y ciertamente no se ha de conseguir jamás, establecer entre éstos y la clase comerciante, cuyo origen buscamos aquí, una posible relación.
Todo lo que se puede afirmar con seguridad es que la profesión de comerciante aparece en Venecia en una época en la que aún nada podrá hacer prever su expansión en la Europa occidental. Casiodoro, en el siglo vi, describe ya a los venecianos como un pueblo de marinos y mercaderes. Sabemos con seguridad que en el siglo ix se habían producido en la ciudad enormes fortunas. Además, los tratados comerciales que firmó la ciudad por aquel entonces con los emperadores carolingios o con los de Bizancio no dejan lugar a dudas sobre el género de vida de sus habitantes. Por desgracia no se conserva ningún dato acerca del procedimiento por el que acumulaban sus capitales y practicaban sus negocios. Es casi seguro que la sal, desecada en los islotes de la laguna, fuera objeto, desde muy antiguo, de una exportación lucrativa. El cabotaje a lo largo de las costas del Adriático y, sobre todo, las relaciones de la ciudad con Constantinopla produjeron beneficios aún más abundantes. Es sorprendente comprobar de qué manera se ha perfeccionado ya en el siglo x el ejercicio del negocio en Venecia. En una época en la que la instrucción es monopolio exclusivo del clero en toda Europa, la práctica de la escritura está ampliamente difundida en Venecia y es absolutamente imposible no poner en relación este curioso fenómeno con el desarrollo comercial. También es posible suponer, con bastante verosimilitud, que el crédito le ha ayudado desde épocas remotas a conseguir el grado de desarrollo qué alcanzo. Es cierto que nuestros datos al respecto no van más allá del comienzo del siglo xi, pero la costumbre del crédito marítimo aparece tan desarrollada en esta época que es necesario remontar su origen a una fecha más antigua.
El mercader veneciano obtiene de un capitalista, con un interés que se eleva por lo general al 20 por 100, las sumas necesarias para constituir una carga. Se fleta un navío por cuenta de varios mercaderes que trabajan en común. Los peligros de la navegación tienen como consecuencia que las expediciones marítimas se hagan en flotillas formadas por muchos navíos, provistos de una tripulación numerosa convenientemente armada . Todo indica que los beneficios son extraordinariamente abundantes. Los documentos venecianos no nos proporcionan apenas datos precisos, pero podemos suplir su silencio gracias a las fuentes genovesas. En el siglo xii, el crédito marítimo, el equipamiento de los barcos y las formas del negocio son las mismas en ambas partes . Lo que sabemos acerca de los enormes beneficios conseguidos por los marinos genoveses debe ser, por consiguiente, igualmente válido para sus precursores venecianos. Y sabemos lo suficiente como para poder afirmar que el comercio, y sólo el comercio, pudo, en ambos lados, proporcionar abundantes capitales a aquellos cuya suerte fue favorecida por la energía y la inteligencia .
Pero el secreto de la fortuna tan rápida y prematura de los mercaderes venecianos se encuentra indudablemente en la estrecha relación que vincula su organización comercial con la de Bizancio y, a través de Bizancio, con la organización comercial de la Antigüedad. 
En realidad, Venecia no pertenece a Occidente nada más que por su situación geográfica; pues le es ajena tanto por el tipo de vida que lleva como por el espíritu que la anima. Los primeros colonos de las lagunas, fugitivos de Aquilea y de las ciudades vecinas, aportaron la técnica y el utillaje económico del mundo romano. Las relaciones constantes, y cada vez más activas, que desde entonces mantuvo la ciudad con la Italia bizantina y con Constantinopla, salvaguardaron y desarrollaron esta preciosa herencia. En resumen, entre Venecia y el Oriente, que conserva la tradición milenaria de la civilización, no se perdió jamás el contacto. Podemos considerar a los navegantes venecianos como los continuadores de aquellos navegantes sirios que hemos visto frecuentar de una manera tan activa, hasta los días de la invasión musulmana, el puerto de Marsella y el mar Tirreno. No necesitaron, pues, un largo y penoso aprendizaje para iniciarse en el gran comercio. La tradición no se perdió jamás y esto basta para explicar el lugar privilegiado que ocupan en la historia económica de la Europa Occidental. Es imposible no admitir que el derecho y las costumbres comerciales de la Antigüedad no sean la causa de la superioridad que manifiestan y del progreso que consiguieron alcanzar . Estudios detallados demostrarán algún día la hipótesis de lo que aquí anunciamos. No se puede dudar que la influencia bizantina, tan sorprendente en la constitución política de Venecia durante los primeros siglos, haya interesado también a su constitución económica. En el resto de Europa, la profesión comercial surgió tardíamente de una civilización en la que toda huella se había perdido desde hacía mucho tiempo. En Venecia, es contemporánea a la formación de la ciudad y supone una supervivencia del mundo romano.
Venecia ejerció una profunda influencia sobre las otras ciudades marítimas que, en el curso del siglo xi. comenzaron a desarrollarse: Pisa y Genova, en primer lugar, más tarde Marsella y Barcelona. Pero no parece que haya intervenido en la formación de la clase comerciante, gracias a la cual la actividad comercial se difundió paulatinamente desde las costas del mar al interior del continente. Nos encontramos aquí en presencia de un fenómeno totalmente diferente y que no permite de ninguna manera vincularlo a la Antigüedad. Sin duda se pueden hallar, desde épocas remotas, a mercaderes venecianos en Lombardía y al norte de los Alpes, pero no hay pruebas de que hayan fundado colonias. Las condiciones del comercio terrestre son por lo demás bastante diferentes de las del comercio marítimo como para que exista la tentación de atribuirlas una influencia que además no revela ningún texto.
En el curso del siglo x es cuando se constituye nuevamente, en la Europa continental, una clase de comerciantes profesionales cuyos progresos, muy lentos en principio, se van acelerando a medida que avanzan los siglos . E1 aumento de población que comienza a manifestarse en la misma época está evidentemente en relación directa con este fenómeno. Efectivamente, este aumento tuvo por resultado liberar del campo a un número cada vez más considerable de individuos y abocarlos a ese tipo de existencia errante y azarosa que, en toda las civilizaciones agrícolas, es el destino de aquellos que ya no pueden seguir trabajando en la tierra. Multiplicó la masa de vagabundos pululantes a través de la sociedad, viviendo de las limosnas de los monasterios, contratándose en épocas de cosecha, alistándose en el ejército en tiempos de guerra y no retrocediendo ante la rapiña y el pillaje cuando la ocasión se presentaba. Entre esta masa de desarraigados y aventureros hay que buscar sin duda alguna los primeros adeptos al comercio. Su género de vida les impulsaba naturalmente hacia os lugares en los que la afluencia de hombres permitía esperar algún beneficio o algún encuentro afortunado. Aunque frecuentaban asiduamente las peregrinaciones, no se sentían menos atraídos por los puertos, mercados y ferias. Allí se contrataban como marineros, remolcadores de barcos, cargadores o estibadores. El carácter enérgico, templado por la experiencia de una vida llena de imprevistos, debía abundar entre ellos. Muchos conocían lenguas extranjeras y estaban al corriente de las costumbres y de las necesidades de diferentes países . Si se presentaba una oportunidad afortunada, y sabemos que las oportunidades son numerosas en la vida de un vagabundo, estaban entusiásticamente dispuestos a sacarle provecho. Una pequeña ganancia, con habilidad e inteligencia, se puede transformar en una considerable ganancia. Así debía ocurrir al menos en una época en la que la insuficiencia de la circulación y la relativa escasez de las mercancías ofrecidas al consumo debían mantener los precios muy elevados. El hambre, que esta insuficiente circulación multiplicaba en toda Europa, tanto en una provincia como en otra, aumentaba también las posibilidades de enriquecerse para el que supiera aprovecharlas . Bastaba transportar algunos sacos de trigo oportunamente a un determinado lugar para conseguir pingües beneficios. Para un hombre astuto, que no reparase en esfuerzos, la fortuna reservaba, pues, fructíferas operaciones. Y ciertamente, del seno de la miserable masa de estos harapientos errantes, no tardarían en surgir nuevos ricos.
Felizmente, se cuenta con algunos datos oportunos para poder verificar que ocurrió de esta manera. Bastará citar el más característico: la biografía de San Goderico de Fínchale .
Nació a finales del siglo xi, en Lincolnshire, de campesinos pobres, y tuvo que ingeniárselas desde la infancia para encontrar medios de subsistencia. Como otros muchos miserables de cualquier época, se convirtió en vagabundo por las playas, a la búsqueda de restos de naufragios arrojados por las olas. Más tarde le vemos, quizá tras algún hallazgo afortunado, transformarse en buhonero y recorrer el país cargado de pacotilla. Al cabo del tiempo, junta algunas monedas y, un buen día, se une a una comitiva de mercaderes que encuentra en el curso de sus andanzas y a la que sigue de mercado en mercado, de feria en feria y de ciudad en ciudad. Convertido de esta manera en negociante profesional, consigue rápidamente beneficios de tal índole como para permitirse asociarse con algunos compañeros, fletar con ellos un barco y emprender el cabotaje a lo largo de las costas de Inglaterra y Escocia, de Dinamarca y Flandes. La sociedad prospera según sus deseos; sus operaciones consisten en transportar al extranjero los productos que sabe que son allí escasos y en adquirir, en contrapartida, en aquellos mismos lugares, las mercancías que luego venderá en lugares donde su demanda es mayor y donde se pueden conseguir lógicamente los beneficios más lucrativos. Al cabo de algunos años, esta inteligente costumbre de comprar a buen precio y de vender muy caro hace de Goderico un hombre considerablemente rico. Es entonces cuando, tocado por la gracia, renuncia súbitamente a la vida que había llevado hasta entonces, da sus bienes a los pobres y se convierte en eremita.


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La historia de San Goderico, si se suprime el desenlace místico, fue la de muchos otros. Nos muestra con perfecta claridad cómo un hombre surgido de la nada pudo, en un tiempo relativamente corto, amasar una considerable fortuna. Las circunstancias y la suerte contribuyeron sin duda a su fortuna, pero la causa esencial de su éxito, y el biógrafo contemporáneo a quien debemos el relato insiste profusamente en ello, es la inteligencia o, mejor dicho, el sentido de los negocios . Goderico se nos muestra como un calculador dotado de ese instinto comercial que no es raro encontrar en cualquier época en naturalezas emprendedoras. La búsqueda del interés dirige todas sus acciones y se puede reconocer en él claramente ese famoso «espíritu capitalista» (spiritus capitalisticus), del que se nos quiere hacer creer que sólo data del renacimiento. Es imposible mantener que Goderico ha practicado los negocios solamente para cubrir sus necesidades cotidianas. En lugar de guardar en el fondo de un cofre el dinero que ha ganado, lo utiliza para afianzar y extender su comercio. No temo emplear una expresión demasiado moderna al decir que los beneficios que obtiene son empleados a medida que van llegando para aumentar su capital circulante. Es igualmente sorprendente observar cómo la conciencia de ese futuro monje está completamente libre de cualquier escrúpulo religioso. Su preocupación por buscar para cada producto el mercado que le producirá el máximo de beneficios está en flagrante oposición con la doctina de la Iglesia que castiga todo tipo de especulación y con la doctrina económica del precio justo .
La fortuna de Goderico no se puede explicar solamente por la habilidad comercial. En una sociedad tan brutal como la del siglo xi, la iniciativa privada no podía obtener éxito si no era mediante la asociación. Demasiados peligros amenazaban la existencia errante del vagabundo, como para que no se percatase de la necesidad primordial de agruparse para su defensa. Además, otros motivos le impulsaban a buscar compañía. Si en ferias o en mercados surgía una disputa, hallaba en ellos los testigos o las garantías que respondían por él ante la justicia. En sociedad podía comprar las mercancías en una cantidad que, estando reducido a sus propios recursos, no hubiese sido capaz de adquirir. Su crédito personal aumentaba en función del crédito de la colectividad de la que formaba parte y, gracias a ello, podía hacer frente a la competencia de sus rivales. El biógrafo de Goderico nos relata en términos precisos cómo, desde el día en que su héroe se asoció a un grupo de mercaderes viajeros, sus negocios empezaron a prosperar. Actuando de esta manera no hacía sino adaptarse a las costumbres. El comercio de la Alta Edad Media sólo se concibe bajo esta forma primitiva de la que la caravana es la manifestación más característica. Esta es posible gracias a las mutuas seguridades que establecen entre sus miembros, a la disciplina que les impone, al reglamento al que los somete. Poco importa que se trate del comercio marítimo o terrestre, el espectáculo es siempre el mismo. Los barcos sólo navegan agrupados en flotillas, al igual que los mercaderes recorren el país en bandas. Para ellos la seguridad está garantizada por la fuerza, y la fuerza es la consecuencia de la unión.
Sería un absoluto error creer que las asociaciones comerciales, cuyo rastro se puede seguir desde el siglo x, son un fenómeno específicamente germano. También es verdad que los términos que han servido para designarlas en Europa septentrional, gildes y hanses, son originarios de Alemania, pero el hecho de la agrupación se encuentra por todas partes en la vida económica y, sean cuales sean las diferencias de detalle que presente según las regiones, en lo esencial es igual en cualquier sitio, porque en cualquier sitio existían las mismas condiciones que lo hacían indispensable. En Italia, como en los Países Bajos, el comercio sólo pudo difundirse gracias a la colaboración. 
Las «hermandades», las «caridades» y las «compañías» mercantiles de los países de lengua románica son exactrnente análogas las gildes y hanses de las regiones germánicas . Lo que ha dominado a la organización económica no son de ninguna manera los «genios nacionales», son las necesidades sociales. Las instituciones primitivas del comercio fueron tan cosmopolitas como las feudales.
Las fuentes nos permiten hacernos una idea exacta de las agrupaciones comerciales que, a partir del siglo x, son cada vez más numerosas en la Europa occidental . 
Hay que imaginarlas como bandas armadas cuyos miembros, provistos de armas y espadas, rodean a los caballos y a las carretas cargadas de sacos, fardos y toneles. A la cabeza de la caravana marcha "su" portaestandarte. Un jefe, el Hansgraf o Deán, asume el mando de la compañía, la cual se compone de «hermanos» unidos entre sí por un juramento de fidelidad. Un espíritu de estrecha solidaridad anima a todo el grupo. Las mercancías son, según parece, compradas y vendidas en común y los beneficios repartidos en proporción a la aportación hecha por cada uno a la asociación.
Es muy probable que estas compañías, por lo general, hayan realizado viajes muy largos. Nos equivocaríamos de medio a medio si nos imagináramos el comercio de esta época como un comercio local, estrechamente limitado a la órbita de un mercado regional. Ya indicamos cómo los negociantes italianos llegaron hasta París y hasta Flandes. A finales del siglo x, el puerto de Londres es frecuentado regularmente por mercaderes de Colonia, Huy, Dinant, Flandes y Rúan. Un texto nos habla de cómo gentes de Verdún traficaban con España . En el valle del Sena, la Hansa parisiense de los mercaderes del agua está en relación constante con Rúan. El biógrafo de Goderico, al comentarnos sus expediciones en el Báltico y en el mar del Norte, nos muestra al mismo tiempo las de sus acompañantes.
Por tanto, es el gran comercio a larga distancia se prefiere un término más preciso, el comercio a larga distancia, el que ha caracterizado el renacimiento económico de la Edad Media.
De la misma manera que la navegación de Venecia y de Amalfi y, más tarde, la de Pisa y Genova realiza desde un principio travesías de largo alcance, los mercaderes del continente se pasan la vida vagabundeando por vastas zonas . Era para ellos el único medio de conseguir beneficios considerables. Para obtener precios elevados era necesario ir a buscar lejos los productos que se encontraban allí en abundancia, a fin de poder revenderlos después con provecho en aquellos lugares en los que su escasez aumentaba el valor. Cuanto más alejado era el viaje del mercader tanto más provecho sacaba. Y se explica sin dificultad que el afán de lucro fuera tan poderoso como para contrarrestar las fatigas, los riesgos y los peligros de una vida errante y expuesta a todos los azares. Salvo en invierno, el comerciante de la Edad Media está permanentemente en ruta. Los textos ingleses del siglo xii le llaman pintorescamente con el nombre de «pies polvorientos» (pedes pulverosi) . Este ser errante, este vagabundo del comercio, debía sorprender, desde el principio, por lo insólito de su tipo de vida a la sociedad agrícola con cuyas costumbres chocaba y en donde no le estaba reservado ningún sitio. Suponía la movilidad en medio de unas gentes vinculadas a la tierra, descubría, ante un mundo fiel a la tradición y respetuoso de una jerarquía que determinaba el papel y el rango de cada clase, una mentalidad calculadora y racionalista para la que la fortuna, en vez de medirse por la Condición del hombre, sólo dependía de su inteligencia y de su energía. No podemos sorprendernos, pues, si produjo escándalo. La nobleza no tuvo más que desprecio para aquellos advenedizos, cuya procedencia era desconocida y cuya insolente fortuna resultaba insoportable. Se encolerizaba al verlos con mayores cantidades de dinero que ella misma; se sentía humillada por tener que recurrir, en momentos difíciles, a la ayuda de estos nuevos ricos. Excepto en Italia, donde las familias aristocráticas no vacilaron en aumentar su fortuna interesándose a título de prestamistas en las operaciones comerciales, el prejuicio de que la dedicación al comercio es denigrante permanece vivo en el seno de la nobleza hasta el fin del Antiguo Régimen.
En cuanto al clero, su actitud con respecto a los comerciantes fue aún más desfavorable. Para la Iglesia la vida comercial hacía peligrar la salvación del alma. El comerciante, dice un texto atribuido a San Jerónimo, difícilmente puede agradar a Dios. Los canonistas consideran el comercio como una forma de usura. Condenan la búsqueda de beneficios, a la que confunden con la avaricia. Su doctrina del justo precio pretendía imponer a la vida económica una renuncia y, para decirlo todo, un ascetismo incompatible con el desarrollo natural de ésta. Todo tipo de especulación les parecía un pecado. Y esta severidad no tuvo como causa la estricta interpretación de la moral cristiana, sino que es necesario atribuirla también ajas condiciones de vida de la Iglesia. La supervivencia de ésta dependía, en efecto, únicamente de la organización señorial, la cual ya vimos anteriormente hasta qué punto era ajena a la idea empresarial y lucrativa. Si a esto se añade el ideal de pobreza que el misticismo cluniacense otorgaba al fervor religioso, se podrá comprender sin esfuerzo la actitud de desconfianza y hostilidad con la que la Iglesia recibió el renacimiento comercial, al que consideró motivo de escando e inquietud .
Es preciso admitir que esta actitud no dejó de ser beneficiosa. Tuvo por resultado impedir que el afán de lucro se expandiese ilimitadamente; protegió, en cierta medida, a los pobres frente a los ricos, a los endeudados frente a los acreedores. La plaga de deudas que, en la Antigüedad griega y romana, se abatió tan penosamente sobre el pueblo, se consiguió evitar en la sociedad medieval y se puede creer que la Iglesia tuvo mucho que ver con esta solución feliz. El prestigio universal de que gozaba sirvió como freno moral. Si no fue lo suficientemente poderosa para someter a los mercaderes a la teoría del justo precio, sí lo fue, sin embargo, para lograr impedirles que se abandonaran sin remordimientos al afán de lucro. En realidad, muchos se inquietaban por el peligro a que exponían su salvación eterna con su género de vida. El miedo á la vida futura atormentaba su conciencia. En el lecho de muerte, eran muchos los que en su testamento fundaban instituciones de caridad o dedicaban una parte de sus bienes a devolver las sumas conseguidas injustamente. El edificante final de Goderico testimonia el conflicto que se debió desarrollar frecuentemente en sus almas entre las seducciones irresistibles de la riqueza y las prescripciones austeras de la moral religiosa que su profesión, a pesar de venerarlas, les obligaba a violar constantemente .
La condición jurídica de los comerciantes terminó por proporcionarles, en esta sociedad en la que por tantos motivos resultaban originales, un lugar completamente peculiar. A causa de la vida errante que llevaban, en todas partes eran extranjeros. Nadie conocía el origen de estos eternos viajeros. La mayoría procedían de padres no libres a los que habían abandonado desde muy jóvenes para lanzarse a la aventura. Pero la servidumbre no se prejuzga: hay que demostrarla. El derecho instituye que necesariamente es hombre libre aquel que no se le puede asignar un amo. Sucedió, pues, que hubo que considerar a los comerciantes, la mayoría de los cuales eran indudablemente hijos de siervos, como si hubiesen disfrutado siempre de libertad. De hecho, se liberaron al desarraigarse del suelo natal. En medio de una organización social en la que el pueblo estaba vinculado a la tierra y en la que cada miembro dependía de un señor, presentaban el insólito espectáculo de marchar por todas partes sin poder ser reclamados por nadie. No reivindican la libertad: les era otorgada desde el momento en que era imposible demostrarles qué no disfrutaban de ella. La adquirieron, por decirlo de alguna manera, por uso y por prescripción. En resumen, al igual que la civilización agraria había hecho del campesino un hombre cuyo estado habitual era la servidumbre, el comercio hizo del mercader un hombre cuyo estado habitual era la libertad. Desde entonces, en lugar de estar sometido a la jurisdicción señorial y patrimonial, sólo dependía de la jurisdicción pública. Los únicos que resultaron competentes para juzgarlos fueron los tribunales que aún mantenían, por encima de la multitud de cortes privadas, el antiguo armazón de la constitución judicial del estado franco .

La autoridad pública les tomó, al mismo tiempo, bajo su protección. Los príncipes territoriales, que tenían que proteger en sus condados la ley y el orden público y a quienes además correspondía la vigilancia de los caminos y la protección de los viajeros, ampliaron su tutela sobre los comerciantes.
Al actuar de esta manera no hicieron sino proseguir la tradición del Estado cuyos poderes habían usurpado. Ya Carlomagno en un imperio fundamentalmente agrícola, se había preocupado por mantener la libertad de circulación. Había dictado medidas a favor de los peregrinos y de los comerciantes judíos o cristianos, y las capitulares de sus sucesores demuestran que permanecieron fieles a esta política. Los emperadores de la casa de Sajonia actuaron de igual forma en Alemania y lo mismo hicieron los reyes franceses en cuanto tuvieron el poder. 
Además los príncipes tenían un gran interés en atraer a los mercaderes hacia sus países, donde aportaban una actitud nueva y aumentaban fructíferamente las rentas del telonio. Desde muy antiguo vemos cómo los condes toman enérgicas medidas contra el pillaje, vigilan el buen desenvolvimiento de las ferias y la seguridad de las vías de comunicación. En el siglo xi se realizan grandes progresos, y los cronistas constatan que hay regiones en las que se puede viajar con una gran bolsa de oro sin temor de ser despojados. Por su parte la iglesia castiga con la excomunión a los asaltantes de caminos, y las paces de Dios, de las que toma la iniciativa a fines del siglo X, protegen especialmente a los comerciantes. 
Pero no basta con que los comerciantes sean colocados bajo la tutela y la jurisdicción de los poderes públicos. La novedad de su profesión exige además que el derecho, realizado por una civilización basada en la agricultura, se flexibilice y se adapte a las necesidades primordiales que esta novedad le impone. El procedimiento judicial con su rígido y tradicional formalismo, con su morosidad, con su sistema de prueba tan primitivo como el duelo, con el abuso que hace del juramento absolutorio, con sus "ordalías" que dejan al azar la solución de progreso, es para los comerciantes una traba continua. 
Necesitan un derecho más sencillo, expeditivo y equitativo. En ferias y mercados elaboran entre sí una costumbre comercial (jus mercatorum), cuyas primeras huellas podemos sorprender en el curso del siglo X . Es bastante probable que desde tiempo inmemorial, este derecho se introdujera en la práctica jurídica, al menos para el proceso entre comerciantes. Debió constituir para ellos una especie de derecho personal, cuyo beneficio los jueces no tenían ningún motivo para rechazar .
Los textos que hacen alusión al tema no nos permiten desgraciadamente conocer el contenido. Era, sin duda, un conjunto de usos surgidos en el ejercicio del comercio y que se difundieron paulatinamente a medida que éste se fue extendiendo. Las grandes ferias, en las que se encontraban periódicamente mercaderes de diversos países y de las que sabemos que estaba provistas de un tribunal especial encargado de administrar justicia con prontitud, habían presenciado indudablemente la elaboración de un tipo de jurisprudencia comercial, fundamentalmente la misma en todas partes a pesar de las diferencias de los países, las lenguas y los derechos nacionales.
El comerciante aparece de esta manera no sólo como un hombre libre, sino como un privilegiado. Al igual que el clérigo y el noble, disfruta de un derecho excepcional, y escapa , como aquellos, al poder patrimonial y señorial que continuaba pesando sobre los campesinos.

sábado, 22 de febrero de 2014

Las cites y los burgos. Henry Pirenne


 Las cites y los burgos

Henry Pirenne: Las ciudades de la Edad Media

¿Existieron cites en medio de una civilización esencialmente agrícola como fue la de Europa Occidental durante el siglo ix? La respuesta a esta pregunta depende del sen­tido que se le dé a la palabra cité. Si se llama de esta manera a una localidad cuya población, en lugar de vivir del tra­bajo de la tierra, se consagra al ejercicio del comercio y de la industria, habrá que contestar que no. Ocurrirá también otro tanto si se entiende por cité una comunidad dotada de personalidad jurídica y que goza de un derecho y unas instituciones propias. Por el contrario, si se considera la cité como un centro de administración y como una forta­leza, se aceptará sin inconvenientes que la época carolingia conoció, poco más o menos, tantas cites como habrían de conocer los siglos siguientes. Lo cual supone que las suso­dichas cites carecían de dos de los atributos fundamentales de las ciudades de la Edad Media y de los tiempos moder­nos, una población burguesa y una organización municipal.
Por primitiva que sea, toda sociedad sedentaria manifiesta la necesidad de proporcionar a sus miembros centros de reunión o, si se quiere, lugares de encuentro. La celebra­ción del culto, la existencia de mercados, las asambleas políticas y judiciales imponen necesariamente la designa­ción de emplazamientos destinados a recibir a los hombres que quieran o deban participar en los mismos.
Las necesidades militares se manifiestan aún con mayor fuerza en este sentido. En caso de invasión, hace falta que el pueblo disponga de refugios donde encontrará una pro­tección momentánea contra el enemigo. La guerra es tan antigua como la humanidad y la construcción de fortifica­ciones casi tan antigua como la guerra. Las primeras edifi­caciones construidas por el hombre parece que fueron re­cintos de protección. En la actualidad no hay apenas tribus bárbaras en las que no se encuentren y, por más al pasado que nos remontemos, el espectáculo no dejará de ser el mismo. Las acrópolis de los griegos, las oppida de los etruscos,. los latinos y los galos, las burgen de los germanos, las gorods de los eslavos no fueron en un principio, al igual que los krals de los negros de África del Sur, nada más que lugares de reunión, pero fundamentalmente refugios. Su planta y su construcción dependen naturalmente de la configuración del suelo y de los materiales empleados, pero el dispositivo general es en todas partes el mismo. Consiste en un espacio en forma cuadrada o circular, rodeado de defensas hechas con troncos de árboles, de tierra o de bloques de roca, protegido por un foso y flanqueado por puertas. En suma, un cercado. Y podremos notar inmediatamente que las palabras que en inglés moderno (town) o en ruso moderno (gorod) significan cité, primitivamente significaron cercado.
En épocas normales estos cercados permanecían vados. La población no se congregaba allí sino a propósito de ceremonias religiosas o civiles o cuando la guerra la obli­gaba a refugiarse en ellos con sus rebaños. Pero el progreso de la civilización transformó paulatinamente su animación intermitente en una animación continua. En sus límites se levantaron templos; primero los magistrados o los jefes del pueblo establecieron allí su residencia y posterior­mente comerciantes y artesanos. Lo que en un principio no había sido nada más que un centro ocasional de reunión se convirtió en una cité, centro administrativo, religioso, político y económico de todo el territorio de la tribu, cuyo nombre tomaba frecuentemente.
Esto explica cómo, en muchas sociedades y especial­mente en las de la antigüedad clásica, la vida política de las cites no se restringía al recinto de sus murallas. La cité, en efecto, había sido construida por la tribu y todos sus hom­bres, habitaran a un lado u otro de los muros, eran igual­mente ciudadanos. Ni Grecia ni Roma conocieron nada parecido a la burguesía estrictamente local y particularista de la Edad Media. La vida urbana se confundía allí con la vida nacional. El derecho de la cité era, como la propia religión de la cité, común a todo el pueblo del que era la capital y con el que constituía una sola y misma república.
El sistema municipal, por consiguiente, se identifica en la antigüedad con el sistema constitucional. Y cuando Roma hubo extendido su dominio por todo el mundo me­diterráneo, este sistema se convirtió en la base del aparato administrativo de su Imperio. Este sistema, en Europa Occidental, sobrevivió a las invasiones germánicas. Se pueden encontrar claramente sus huellas en la Galia, España, África e Italia bastante tiempo después del siglo v. Sin embargo, la decadencia de la organización social borró lentamente la mayor parte de estas huellas. No se pueden encontrar, en el siglo viii, ni los Decuriones, ni las Gesta municipalia, ni el Defensor civitatis. Al mismo tiempo, la presencia del Islam en el Mediterráneo, al hacer imposible el comercio que hasta entonces había mantenido aún cierta actividad en las cites, las condenó a una irremisible deca­dencia. Pero no las condena a muerte. Por disminuidas y débiles que estén, subsisten. Dentro de la sociedad agrícola de aquel tiempo, conservan, a pesar de todo, una impor­tancia primordial. Resulta indispensable darse cuenta del papel que jugaron si se quiere comprender el que les será asignado más tarde.
Ya se ha visto cómo la Iglesia había establecido sus cir­cunscripciones diocesanas sobre las cites romanas. Respe­tadas éstas por los bárbaros, continuaron manteniendo, después de su establecimiento en las provincias del Imperio, el sistema municipal sobre el que se habían fundado. La desaparición del comercio y el éxodo de los mercaderes no tuvieron ninguna influencia en la organización eclesiástica. Las cites donde habitaban los obispos fueron más pobres y menos pobladas, sin que por ello los obispos se vieran perjudicados. Por el contrario, cuanto más declinó la riqueza general, se fueron afirmando cada vez más su poder y su influencia. Rodeados de un prestigio tanto mayor cuanto que el Estado había desaparecido, colmados de do­naciones por los fieles, asociados por los carolingios al gobierno de la sociedad, consiguieron imponerse a la vez por su autoridad moral, su potencia económica y su acción política.
Cuando se hundió el Imperio de Carlomagno, su situa­ción, lejos de tambalearse, se afianzó aún más. Los prín­cipes feudales, que habían arruinado el poder real, no se inmiscuyeron en el de la Iglesia. Su origen divino la ponía al resguardo de sus pretensiones. Temían a los obispos que podían lanzar sobre ellos el arma terrible de la excomunión y les veneraban como los guardianes sobrenaturales del orden y la justicia. En medio de la anarquía de los siglos ix y x, el prestigio de la Iglesia permanecía, pues, intacto, mostrándose además digna de ello. Para combatir el azote de las guerras privadas que la realeza no era ya capaz de reprimir, los obispos organizaron en sus diócesis la insti­tución de la Paz de Dios2.
Esta preeminencia de los obispos conferirá naturalmente a sus residencias, es decir, a las antiguas cites romanas, una cierta importancia, salvándolas de la ruina, dado que en el sistema económico del siglo ix no tenían ninguna razón para existir. Al dejar de ser éstas los centros comer­ciales, no hay duda de que perdieron la mayor parte de su población. Con los mercaderes desapareció el carácter urbano que habían conservado aun en la época merovingia. Para la sociedad laica carecían de la menor utilidad. A su alrededor, los grandes dominios subsistían por sus propios recursos. Y no hay razón de ningún tipo para que el Estado, constituido también él sobre una base puramente agrícola, se fuera a interesar por su suerte. Resulta bastante significa­tivo constatar que los palacios (palatia) de los príncipes carolingios no se encuentren en las cites. Se sitúan sin excep­ción en el campo, en los dominios de la dinastía: en Herstal, en Jupüle, en el Valle del Mosa, en Ingelheim, en el del Rhin, en Attigny, en Quiercy, en el del Sena, etc. La fama de Aquisgrán no debe crearnos una falsa ilusión sobre el carácter de esta localidad. El esplendor que consiguió mo­mentáneamente con Carlomagno.no fue debido nada más que a su carácter de residencia favorita del emperador. Al final del reinado de Luis el Piadoso, vuelve a caer en la insignificancia, y no se convertirá en una cité sino cuatro siglos más tarde.
La administración no podía contribuir para nada a la supervivencia de las cites romanas. Los condados, que cons­tituían las provincias del Imperio franco, estaban tan des­provistos de una capital como lo estaba el propio Imperio. Los condes, a quienes estaba confiada su dirección, no estaban instalados en ellas de manera permanente. Reco­rrían constantemente su circunscripción a fin de presidir las asambleas judiciales, cobrar el impuesto y reclutar tro­pas. El centro de la administración no era su residencia, sino su persona. Importaba, por consiguiente, bastante poco el que tuvieran o no su domicilio en una cité. Elegidos entre los grandes propietarios de la región, habitaban, por lo demás, la mayor parte del tiempo en sus propias tierras. Sus castillos, al igual que los palacios de los emperadores, se encontraban habitualmente en el campo.
Por el contrario, el sedentarismo a que estaban obliga­dos los obispos por la disciplina eclesiástica, les vinculaba de manera permanente a la cité donde se encontraba la sede de su diócesis. Convertidas en inútiles para la adminis­tración civil, las cités no perdieron de ninguna manera su carácter de centros de la administración religiosa. Cada diócesis permaneció agrupada alrededor de las cites donde se hallaba su catedral. El cambio de sentido de la palabra civitas, a partir del siglo ix, evidencia claramente este hecho. Se convierte en sinónimo de obispado y de cité episcopal. Se dice civitas Parisienas para designar, al mismo tiempo, la diócesis de París y la propia cité de París, donde reside el obispo. Y bajo esta doble acepción se conserva el re­cuerdo del sistema municipal antiguo, adoptado por la Iglesia para sus propios fines.
En suma, lo que ocurrió en las cites carolingias empobre­cidas y despobladas recuerda de manera sorprendente lo que, en un escenario bastante más considerable, ocurrió en la propia Roma cuando, en el curso del siglo iv, la cité eterna dejó de Ser la capital del mundo. Al ser sustituida por Rávena y más tarde por Constantinopla, los emperado­res la entregaron al papa. Lo que ya no fue más para el gobierno del estado, lo siguió siendo para el gobierno de la Iglesia. La cité imperial se convirtió en cité pontificia. Su prestigio histórico realzó el del sucesor de San Pedro. Aislado, dio sensación de mayor grandeza y, al mismo tiempo, llegó a ser más poderoso. Sólo a él se le prestó atención y sólo a él, en ausencia de los antiguos jefes, se le obedeció. Al seguir habitando en Roma, ésta se hizo su Roma, como cada obispo hizo de la cité en la que vivía su cité.
Durante los últimos tiempos del Bajo Imperio, y aún más en la época merovingia, el poder de los obispos sobre la población de las cites no dejó de aumentar. Aprovecharon la desorganización creciente de la sociedad civil para acep­tar o para arrogarse una autoridad que los habitantes no pusieron en duda y que el estado no tenía ningún interés, y ningún medio, para prohibir. Los privilegios que el clero comienza a disfrutar desde el siglo iv, en materia de juris­dicción y de impuestos, favorecieron aún más su situación, que resultó, si cabe, más eminente por la concesión de los documentos de inmunidad que los reyes francos prodigaron en su favor. En efecto, por ellos los obispos se vieron exi­midos de la intervención de los condes en los dominios de sus iglesias. Se encontraron investidos desde entonces, es decir, desde fines del siglo vii, de una auténtica autoridad sobre sus hombres y sobre sus tierras. A la jurisdicción
eclesiástica que ejercían ya sobre el clero, se sumó, pues, una jurisdicción laica, que confiaron a un tribunal constituido por ellos mismos y cuya sede fue fijada naturalmente en la cité donde tenía su residencia.
Cuando la desaparición del comercio, en el siglo ix, borró los últimos vestigios de la vida urbana y acabó con lo que quedaba aún de población municipal, la influencia de los obispos, ya de por sí bastante amplia, no tuvo rival. Desde entonces tuvieron completamente sometidas a las cites. Y, en efecto, no se volvieron a encontrar en ellas nada más que habitantes que dependían más o menos directamente de la Iglesia.


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A pesar de carecer de datos muy precisos, sin embargo, es posible suponer la naturaleza de su población. Se com­ponía del clero de la Iglesia Catedral y de otras iglesias agrupadas en torno a ella, de los monjes de los monasterios que vinieron a establecerse, algunas veces en número con­siderable, en la sede de la diócesis, de maestros y estudian­tes de las escuelas eclesiásticas, de servidores y, por último, de artesanos libres o no, que eran indispensables en fun­ción de las necesidades del culto y de la existencia cotidiana del clero.
Casi siempre encontramos que tenía lugar semanalmente en la cité un mercado al que los campesinos de los alrede­dores traían sus productos; a veces incluso se realizaba una feria anual (annaiis mercatus). En sus puertas se co­braba el telonio sobre todo lo que entraba o salía. En el interior de sus muros funcionaba un taller de moneda. Allí también se encontraban unas torres habitadas por los vasallos del obispo, por su procurador o por su alcaide. A todo esto hay que añadir finalmente los graneros y los almacenes, en donde se acumulaban las cosechas de los dominios episcopales y monacales, que eran transportadas, en épocas determinadas, por arrendatarios del exterior. En las fiestas señaladas del año los fieles de la diócesis afluían a la cité y la animaban, durante algunos días, con un bullicio y un movimiento inusitados4.
Todo este microcosmos reconocía por igual en el obispo a su jefe espiritual y a su jefe temporal. La autoridad religiosa y secular se unían, o mejor dicho, se confundían en su persona. Ayudado por un consejo constituido por sacer­dotes y canónigos, administraba la cité y la diócesis con­forme a los preceptos de la moral cristiana. Su tribunal eclesiástico, presidido por el arcediano, había ampliado considerablemente su competencia, gracias a la impotencia y más aún al favor del Estado. No solamente los clérigos dependían de él para cualquier materia, sino también mu­chos asuntos concernientes a los laicos: asuntos de matri­monio, testamentos, estado civil, etc. Las atribuciones de su corte laica, de las que se encargaban el alcaide o el pro­curador, gozaban de análoga extensión. A partir del reinado de Luis el Piadoso, no cesaron de conseguir privilegios, lo que se explica y se justifica por el desorden cada vez más flagrante de la administración pública. No solamente le estaban sometidos aquellos hombres que gozaban de inmu­nidad, sino que es bastante probable que, al menos en el recinto urbano, todo el mundo estaba dentro de su juris­dicción y que sustituía de hecho a la que en teoría poseía aún el conde sobre los hombres libres5. Además, el obispo ejercía un vago derecho del control, mediante el cual admi­nistraba el mercado, regulaba la percepción del telonio, vigilaba la acuñación de monedas y se encargaba de la conservación de las puertas, de los puentes y de las murallas. En resumen, no había dominio en la administración de la cité en el que, por derecho o por autoridad, no interviniese como guardián del orden, de la paz o del bien común. Un régimen teocrático había reemplazado completamente al régimen municipal de la antigüedad. La población estaba gobernada por su obispo y no reivindicaba nada, puesto que no poseía la menor participación en tal gobierno. A veces ocurría que estallaba una revuelta en la cité. Algunos obispos fueron asaltados en sus palacios en ciertas ocasio­nes e incluso obligados a huir. Pero es imposible percibir en estos levantamientos la mínima huella de espíritu muni­cipal, más bien se explica por intrigas o rivalidades perso­nales. Sería un absoluto error considerarlos como los pre­cursores del movimiento comunal del siglo xi y del xii. Por si fuera poco, se produjeron muy escasamente. Todo indica que la administración episcopal fue, en general, beneficiosa y popular.
Ya hemos dicho que esta administración no se reducía al interior de la cité, sino que se extendía a todo el obis­pado. La cité era su sede, pero la diócesis era su objeto. La población urbana en manera alguna gozaba de una situación de privilegio. El régimen bajo el cual vivía era el de derecho común. Los caballeros, los siervos y los hombres libres que allí vivían no se distinguían de sus congéneres del exterior nada más que por su aglomeración en un mismo lugar. Aún no se puede apreciar ningún ante­cedente del derecho especial y de la autonomía que iban a gozar los burgueses de la Edad Media. La palabra civis, mediante la cual los textos de la época designan al habitante de la cité, no es sino una mera denominación topográfica y carece de significación jurídica6.
Las cites, al mismo tiempo que residencias episcopales, eran también fortalezas. Durante los últimos tiempos del Imperio Romano fue necesario rodearlas de murallas para ponerlas al abrigo de los bárbaros. Estas murallas subsis­tían aún en casi todas partes y los obispos se ocuparon de mantenerlas o restaurarlas con tanto más celo cuanto que las incursiones de los sarracenos y de los normandos demostraron, durante el siglo ix, cada vez de manera más agobiante, la necesidad de protección. El viejo recinto romano continuó, pues, protegiendo a las cites contra los nuevos peligros.
Su planta permanece con Carlomagno tal y como había sido con Constantino. Por lo general, se disponía en forma de un rectángulo, rodeado de murallas flanqueadas por torres, y se comunicaba con el exterior por puertas, habitualmente cuatro. El espacio cercado de esta manera era muy restringido: la longitud de sus lados raramente sobre­pasaba los 400 ó 500 metros7. Además, era necesario bas­tante tiempo para que fuese totalmente construida; se podían encontrar, entre las casas, campos cultivados y jardines. En lo que se refiere a los arrabales (suburbio) que, en época merovingia, todavía se extendían fuera de las murallas, desaparecieron8. Gracias a sus defensas, las cites pudieron casi siempre resistir victoriosamente los asaltos de los invasores del norte y del sur. Bastará recordar aquí el famoso sitio de París llevado a cabo, en el 885, por los normandos.
Naturalmente, las cites episcopales servían de refugio a las poblaciones de sus alrededores. Allí venían los monjes, incluso de zonas muy alejadas, para buscar asilo contra los normandos, como lo hicieron, por ejemplo, en Beauvais, los de Saint-Vaast en el 887 y en Laon, los de Saint-Quentin y los de Saint-Bavon de Gante, en el 881 y en el 8829.
En medio de la inseguridad y de los desórdenes que impregnan de un carácter tan lúgubre la segunda mitad del siglo ix, les tocó, pues, a las cites cumplir una auténtica misión protectora. Fueron, en la mejor acepción del tér­mino, la salvaguarda de una sociedad invadida, saqueada y atemorizada. Por lo demás, muy pronto no fueron las únicas en jugar este papel.
Se sabe que la anarquía del siglo ix precipitó la descom­posición inevitable del Estado franco. Los condes, que eran al tiempo los mayores propietarios de su región, aprove­charon las circunstancias para arrogarse una autonomía completa y hacer de sus funciones una propiedad heredi­taria, para reunir en sus manos, además del poder privado que poseían en sus propios dominios, el poder público que les había sido delegado y amontonar finalmente bajo su mandato, en un solo principado, los condados de los que lograban apropiarse. El Imperio carolingio se frag­mentó de esta manera, desde mediados del siglo ix, en gran cantidad de territorios sometidos a otras tantas dinastías locales y vinculados a la corona únicamente por el frágil lazo del homenaje feudal. El Estado estaba demasiado débilmente constituido para poder oponerse a esta frag­mentación, que tuvo lugar indudablemente mediante la violencia y la perfidia. Pero, desde cualquier aspecto, resultó favorable a la sociedad. Al hacerse con el poder, los prín­cipes asumieron rápidamente las obligaciones que éste impone, y fue su principal preocupación la de defender y proteger las tierras y los hombres que habían pasado a ser sus tierras y sus hombres. No se inhibieron de una tarea que la sola preocupación por su provecho personal hu­biera bastado para imponérsela. A medida que su poder aumentaba y se afianzaba, se les puede ver cada vez más preocupados por dar a sus principados una organización capaz de garantizar el orden y la paz pública10.
La primera necesidad a la que había que enfrentarse era la de la defensa, tanto contra los sarracenos o los normandos como contra los príncipes vecinos. Así podemos ver, a partir del siglo ix, cómo cada territorio se cubre de forta­lezas11. Los textos coetáneos les dan los nombres más diversos: castellum, castrum, oppidum, urbs, municipium; la más corriente y, en todo caso, la más técnica de todas estas denominaciones es la de burgus, palabra tomada de los ger­manos por el latín del Bajo Imperio y que se conserva en todas las lenguas modernas (burgo, burg, borough, bourg, borgo).
De estos burgos de la Alta Edad Media no queda ningún vestigio en nuestros días. Felizmente las fuentes nos per­miten hacernos una imagen bastante precisa: eran recintos amurallados que, en un principio, podían ser simplemente empalizadas de madera12, de un perímetro poco extenso, habitualmente de forma redondeada y rodeada por un foso. En el centro se encontraba una poderosa torre, un torreón, reducto supremo de la defensa en caso de ataque.
Una guarnición de caballeros (milites castrenses) tenía allí residencia fija. Ocurría con frecuencia que grupos de guerreros, escogidos entre los habitantes de los alrededo­res, vinieran alternativamente a reforzarlo. La totalidad dependía de las órdenes del alcaide (castellanus). En cada burgo de su territorio, el príncipe poseía una habitación (domus) donde residía con su comitiva en el curso de los continuos desplazamientos a los que estaba obligado por la guerra o por la administración. Muy a menudo una capilla o una iglesia, flanqueada por las construcciones acce­sorias para el alojamiento del clero, elevaba su campanario por encima de las almenas de las murallas. Además, en algunas ocasiones, se podía hallar a su lado un local des­tinado a las asambleas judiciales, cuyos miembros, en de­terminadas fechas, venían desde el exterior a tomar parte en las asambleas de la ciudad. Lo que, por último, nunca faltaba era un granero y bodegas donde se conservaba, para hacer frente a las necesidades de un sitio para proveer la alimentación del príncipe durante sus estancias, el producto de los dominios que éste poseía en los alrede­dores. Las aportaciones en especie de los campesinos de la región aseguraban, por su parte, la subsistencia de la guarnición. La conservación de las murallas incumbía a estos mismos campesinos que eran obligados a trabajar en ellas gratuitamente13.

Si de un país a otro el espectáculo que se está descri­biendo naturalmente variaba en los detalles, los trazos esenciales son en cualquier parte los mismos. La analogía es sorprendente entre los bourgs de Flandes y los boroughs de la Inglaterra anglosajona14. Y esta analogía demuestra indudablemente que unas mismas necesidades supusieron, en todas partes, medidas parecidas.
Tal y como se nos aparecen, los burgos son, antes que nada, establecimientos militares. Pero a su carácter pri­mitivo se le añadió en seguida el de centros administrativos. El alcaide deja de ser únicamente el comandante de los caballeros de la guarnición castrense. El príncipe le otorga la autoridad financiera y judicial en una zona, más o menos extensa, alrededor de las murallas del burgo y que, desde el siglo x, se conoce con el nombre de alcaldía. La alcaldía depende del burgo como el obispado depende de la cité. En caso de guerra, sus habitantes encuentran allí un re­fugio; en tiempo de paz, van allí para asistir a las reuniones judiciales o para cumplir los trabajos a los que están obli­gados15. Por lo demás, el burgo no presenta el menor ca­rácter urbano. Su población no se compone, aparte de los caballeros y de los clérigos que constituyen el núcleo esencial, sino de hombres empleados a su servicio y cuyo número es ciertamente muy poco considerable. Es ésta una población de fortaleza y no una población de cité. Ni el comercio, ni la industria son posibles, ni siquiera concebibles en tal lugar. No produce nada por sí mismo, vive de las rentas del suelo de los alrededores y no juega otro papel económico que no sea el de un simple consumidor.
Al lado de los burgos construidos por los príncipes, hay que mencionar también los recintos fortificados que la mayoría de los grandes monasterios hicieron construir, en el curso del siglo ix, para protegerse contra los bárbaros. Mediante ellos, se transformaron a su vez en burgos o en castillos. Estas fortalezas eclesiásticas presentan, por lo demás, desde cualquier aspecto, el mismo carácter que las fortalezas laicas. Como éstas, fueron lugares de refugio y de defensa16.
Se puede, pues, concluir, sin temor a equivocarse, que el período que comienza con la época carolingia no cono­ció ciudades en el sentido social, económico y jurídico de este término. Las cites y los burgos no fueron sino plazas fuertes y centros administrativos. Sus habitantes no poseían derechos especiales ni instituciones propias y su género de vida no les diferenciaba en nada del resto de la sociedad.
Completamente ajenos a la actividad comercial e indus­trial, respondían totalmente a la civilización agrícola de su tiempo. Su población, es por lo demás, de escasísima impor­tancia. No es posible, a falta de datos, evaluarla con preci­sión. Todo indica, sin embargo, que la de los burgos más importantes consistía en algunos cientos de hombres y que las cites no han contado jamás con más de 2.000 ó 3.000 ha­bitantes.
No obstante, las cites y los burgos han jugado en la historia de las ciudades un papel esencial; han sido, por así decirlo, sus puntos de referencia. Alrededor de sus mu­rallas habrían de formarse éstas, cuando se produzca el renacimiento económico, cuyos primeros síntomas se pue­den localizar en el curso del siglo x.

jueves, 20 de febrero de 2014

LAS PIRÁMIDES DE EGIPTO


Las pirámides

En el libro Historia de los Egipcios de Isaac Asimov

La construcción de tumbas de proporciones gigantescas acabó convirtiéndose en la obsesión nacional. Los sucesivos monarcas de Egipto tenían que erigirse tumbas semejantes, pero mayores y más grandiosas. Las técnicas arquitectónicas progresaron rápidamente impulsadas por ese deseo. Imhotep había utilizado piedras pequeñas para construir su edificio, piedras que imitaban a los ladrillos que se empleaban anteriormente. Esto representaba un esfuerzo enorme, debido a que es mucho más difícil colocar con cuidado cien piedras en hileras y columnas, que trasladar y colocar en su sitio una roca trabajada de gran tamaño. A mayor tamaño de las piedras empleadas, menor es el tiempo requerido para colocarlas juntas, siempre, naturalmente, que las piedras puedan ser manejadas.
Así pues, los egipcios aprendieron a manejar grandes rocas utilizando rastras, rodillos, grandes cantidades de aceite para reducir la fricción, y haciendo un uso verdaderamente liberal de músculo humano. Los gigantescos monumentos de piedra que se construyeron a lo largo de los dos siglos siguientes han despertado la admiración de todas las épocas, y son algo así como la «marca de fábrica» del Imperio Antiguo, y, en realidad, de Egipto en general.
Dos mil años después, cuando los curiosos griegos llegaron a Egipto, se quedaron boquiabiertos, espantados, ante estructuras que ya eran antiguas para su tiempo, a las que denominaron pyramides (singular pyramís), término de origen incierto. Nosotros hemos heredado la palabra y hemos adoptado el plural, «pirámide», como singular.
La mastaba múltiple de Zoser es la única en su género que nos queda. Los monarcas posteriores debieron de caer en la cuenta de que una pirámide presentaría un aspecto más esmerado si sus lados fuesen elevándose hasta el vértice con suavidad, en vez de hacerlo por pisos (la estructura de Zoser se ha denominado, por ello, «pirámide escalonada»).
La innovación se produjo, aproximadamente, algo después del 26l4 a. C. cuando una nueva dinastía, la IV, ocupó el trono egipcio. Bajo esta dinastía, el Imperio Antiguo alcanzó su culminación cultural.
Es probable que el primer rey de la dinastía, Sneferu, desease demostrar su propia divinidad y la de su ascendencia eclipsando a sus predecesores de la III Dinastía. Así, emprendió la construcción de una pirámide escalonada mayor que la de Zoser: una pirámide de ocho pisos. Seguidamente llenó los huecos entre piso y piso hasta que los lados presentaron un aspecto uniforme desde la base al vértice. Finalmente, el conjunto se cubrió con piedra caliza blanca y suave, que debía de brillar notablemente bajo el espléndido sol egipcio, aventajando en magnificencia y belleza a cualquier monumento del pasado.
Por desgracia, la piedra caliza que recubría la pirámide ha sido arrancada hace mucho tiempo por sucesivas generaciones, con el fin de usarla para otros fines (y lo mismo sucedió con la piedra caliza que recubría las demás pirámides). Asimismo, parte del relleno entre los pisos de la pirámide se ha caído, de tal modo que ésta parece construida con tres escalones desiguales.
Sneferu construyó otra pirámide, en la que cada estrato de piedra es ligeramente menor que el inferior, de tal modo que la pirámide no tiene pisos, sino que presenta una inclinación uniforme, incluso sin el relleno. En la parte superior, de todos modos, se cambió la inclinación, que se hizo menos empinada, de tal modo que se alcanzaba la cúspide con mayor rapidez. Quizá Sneferu estuviese envejeciendo, y los arquitectos desearon terminar cuanto antes para tener preparada la tumba para cuando muriese el rey. Se la denomina la Pirámide Inclinada.
Después de Sneferu, todas las pirámides (quedan unas ochenta en total) fueron verdaderas pirámides, de lados suavemente inclinados.
La magnificencia de la IV Dinastía, expresada en las pirámides y, sin duda, en el esplendor de los palacios que debió construir para los monarcas aún vivos, supuso un acicate para el comercio. Las riquezas que Egipto almacenaba podían emplearse en el extranjero para adquirir materiales y productos imposibles de obtener en el país.
La península del Sinaí fue ocupada por los ejércitos egipcios para apoderarse de sus minas de cobre —cobre que se utilizaba en el país y para fabricar adornos que se cambiaban en el extranjero—.
Una de las más necesarias importaciones no podía obtenerse muy cerca del país. Se trataba de troncos de árboles altos y derechos; troncos que podían servir como pilares fuertes y bellos, que eran mucho más fáciles de manejar, para la construcción de estructuras no monumentales, que la piedra, tan pesada y difícil de esculpir. Pero el tipo de árboles adecuado no crecía en el valle del Nilo, cuya vegetación era semitropical, sino en las laderas de la costa oriental del Mediterráneo, precisamente al norte de la península del Sinaí.
Esta región tenía varios nombres. Los antiguos hebreos denominaban Canaán a la parte meridional de dicha costa y Líbano a la mitad septentrional. Los «cedros del Líbano», que eran el tipo de árbol que los reyes de la IV Dinastía deseaban, se mencionan varias veces en la Biblia como el más bello y notable de los árboles.
En siglos posteriores, los griegos llamaron Fenicia a la costa oriental del Mediterráneo, y a las tierras del interior, Siria. Estos nombres son ya familiares y son los que voy a usar desde ahora.
Los reyes de la IV Dinastía podían haber enviado expediciones comerciales por tierra, a través del Sinaí, y luego en dirección norte, donde se obtenían los cedros. Sin embargo, esto habría significado un viaje de unas 700 millas en total, y viajar por tierra era difícil y arduo en aquellos tiempos. Además, cargar con los gigantescos troncos a lo largo de esa enorme distancia habría sido totalmente imposible.
La alternativa era alcanzar Fenicia por mar. Sin embargo, los egipcios no eran pueblo marinero (y nunca llegaron a serlo). Su única experiencia derivaba de la navegación por el tranquilo y suave curso del Nilo, por el que se movían sin problemas. E incluso, bajo Sneferu, existían barcos de 170 pies de longitud que recorrían el Nilo en ambas direcciones.
Pero los barcos adecuados para la navegación fluvial no lo eran tanto para aguas más peligrosas, como las del Mediterráneo en caso de tempestad. Con todo, empujado por el deseo de obtener madera, Sneferu envió flotas de hasta cuarenta barcos hacia los bosques de cedros. Estos barcos, algo reforzados, pasaron lentamente del Nilo al Mediterráneo y, bordeando la costa, llegaron a Fenicia. Una vez cargados con los gigantescos troncos y otros productos de valor, iniciaban con gran cautela su viaje de retorno.
Sin duda algunos barcos se perdían debido a las tempestades (como sucede en todas las épocas, incluso en la nuestra), pero quedaban los suficientes como para hacer rentable el viaje. Los egipcios se aventuraron también en el pequeño mar Rojo, situado al este de Egipto, abriéndose camino por esa vía marítima hasta la Arabia meridional y la costa de Somalia. De allí traían incienso y resinas.
Se enviaban también expediciones Nilo arriba, más allá de la Primera Catarata, hacia las misteriosas selvas del sur de las que se traían el marfil y las pieles de animales. (Ya en tiempos de la IV Dinastía, el crecimiento demográfico del valle del Nilo y su intensiva explotación agrícola estaban dejando sentir sus efectos sobre los animales de mayor tamaño, y los elefantes habían sido empujados hacia él sur, más allá de la Primera Catarata).