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Este blog es un espacio diseñado para los alumnos del nivel medio. Aquí encontrarán programas, contenidos y actividades de la asignatura Historia y Geografía. También podrán acceder a distintos recursos, diarios, películas, videos, textos, música y otros que contextualizan los temas desarrollados en clase.

Prof. Federico Cantó

domingo, 23 de marzo de 2014

VIRREINATO DEL RÍO DE LA PLATA

El Virreinato del Río de la Plata.

La dinastía de los Borbones, que comenzó a reinar en España a partir del siglo XVIII, trató de mejorar la forma de administrar el estado  español  y sus colonias. Con esa finalidad se crearon los virreinatos de Nueva Granada en el norte de América del Sur y del Río de la Plata (1776). En el caso de la creación de este último influyeron la importancia que había adquirido Buenos Aires, convertida en capital del nuevo Virreinato, y la amenaza del avance portugués sobre la margen oriental del Río de la Plata.

La superficie del Virreinato del Río de la Plata era muy extensa, pues abarcaba no solo el actual territorio argentino, sino también los de los actuales Uruguay (banda oriental), Paraguay, Bolivia y parte de Chile (alto Perú) y parte del sur de Brasil. El virreinato estaba dividido en unidades político –administrativas: intendencias y gobernaciones. Estas divisiones fueron la base para el posterior surgimiento, tanto de las provincias argentinas, como de nuestros países limítrofes de habla hispana.


Las ciudades dentro del virreinato poseían una relativa independencia ya que estaban dotadas de gobiernos propios integrados por los vecinos más ilustres. El cabildo era la sede del gobierno municipal de cada ciudad. La justicia era impartida por tribunales llamados audiencias.

La economía del virreinato era variada. La zona del Río de La Plata estaba basada en la producción de ganado, especialmente vacuno y caballar. El cuero de las vacas sustituyo a casi todos los demás materiales escasos, creándose la llamada "cultura del cuero". La zona ocupada por la actual Bolivia, era rica en minerales como la plata, por lo cual se desarrollaron explotaciones a gran escala desde el comienzo de la ocupación española. Las provincias del actual Noroeste argentino se posicionaron como proveedores de insumos de las minas bolivianas. El virreinato poseía un comercio monopólico que solamente le permitía comerciar con España o con otras colonias españolas, concentrándose todo el comercio exterior en manos de unos pocos españoles privilegiados. Ante esa situación surgió un intenso contrabando, el cual no era mal visto por la población sino todo lo contrario.

La sociedad colonial americana se encontraba dividida en grupos con marcadas diferencias, que se distinguían por sus rasgos raciales, el grado de poder político que poseían  y el nivel de su riqueza. Ésta sociedad, al igual que la de España, presentaba una marcada jerarquía. El grupo dominante se llamaba a sí mismo “gente decente”, y el sector más desfavorecido estaba compuesto por los esclavos africanos, entre ambo sectores existían otros grupos.

El grupo dominante se componía con los grandes comerciantes, los propietarios de vastas extensiones de tierras (terratenientes) y los altos funcionarios del gobierno y la Iglesia. Era un grupo cerrado, de gente blanca, cuyas familias se emparentaban mediante casamientos y se distanciaban de los otros grupos inferiores. Dentro de la clase principal existían diferencias entre los españoles nacidos en América, llamados criollos, y los originarios de España, llamados peninsulares. Los peninsulares eran los únicos que podían ocupar los puestos importantes en la administración colonial y controlaban el monopolio comercial.

Los blancos pobres se mezclaban con los mestizos, mezcla de indio y blanco, este grupo estaba compuesto por pequeños propietarios de talleres y chacras, el bajo clero y funcionarios menores. Por debajo de estos grupos se encontraban los indios y mulatos, mezcla de negro y blanco cuyas libertades estaban muy limitadas por leyes y prejuicios sociales. Este sector social se ocupaba de las tareas manuales que los blancos despreciaban. Buenos Aires era una especie de centro distribuidor de esclavos. Desde aquí se los vendía y se los llevaba a los distintos puntos del virreinato. En Buenos Aires a los esclavos negros se los ocupaba sobre todo en las tareas domésticas como sirvientes en las casas de las familias más adineradas.

El Virrey Cevallos fue reemplazado por el mexicano Juan José de Vértiz. Vértiz mandó a hacer el primer censo de la población de Buenos Aires en 1778. La ciudad tenía 24.754 habitantes y la campaña 12.925. El nuevo virrey advirtió que Buenos Aires era una ciudad muy descuidada, mal iluminada y aburrida y decidió transformarla. Creo un sistema de alumbrado público en base a mecheros alimentados a grasa de potro que luego fueron reemplazados por velas de sebo .Los faroles eran mantenidos por los serenos, simpáticos personajes que además anunciaban la hora. Vértiz hizo empedrar las calles. Se ocupó de la provisión del agua. Fundó un teatro de comedias, un hogar para chicos huérfanos (la casa de los Niños Expósitos) donde instaló una moderna imprenta, un hospital para mendigos, el Real Colegio de San Carlos (actual nacional Buenos Aires) organizo la policía y fundo varios pueblos en la provincia de Buenos Aires.

Las diversiones del Buenos Aires de entonces no eran demasiadas. Convocaban por igual a ricos y pobres las corridas de toros. El pato, las riñas de gallo, las cinchadas y las carreras de caballo eran las diversiones de los suburbios orilleros a las que de tanto en tanto concurrían los habitantes del centro. Allí podían escucharse los "cielitos", que eran verdaderos alegatos cantados sobre la situación política y social de la época.


Las damas también gustaban de las corridas de toros pero preferían el teatro, la Opera y las veladas, que eran reuniones literarias y musicales realizadas en las casas. Eran la ocasión ideal para conseguir novio. Una vez a la semana "la parte más sana del vecindario", como definía el cabildo a sus miembros, es decir los propietarios porteños, concurría al teatro para asistir a paquetas veladas de ópera y a disfrutar de las obras de teatro de Lavardén. Desde que la inaugurara el Virrey Vértiz en 1783, la Casa de Comedias, conocida como el Teatro de la Ranchería, se transformó en el centro de la actividad lírica y teatral de Buenos Aires hasta su incendio en 1792. En 1810 pudo reabrirse el Coliseo Provisional de Comedias dando un nuevo impulso al arte dramático.

La creación de los virreinatos, pese a los intentos de reforma de los borbones y a cierta leve mejoría en la administración colonial, no fue suficiente para mantener el control sobre las colonias. La crisis en España proseguía y la duración del Virreinato del Río de la Plata fue corta.

Actividad: El Virreinato del Río de la Plata.

·      1. Sintetizá y organizá la información del texto en un cuadro con las características sociales, políticas y económicas  del Virreinato del Río de la Plata.


VIRREINATO DEL RÍO DE LA PLATA (1776-1810)
ORGANIZACIÓN POLÍTICA
ORGANIZACIÓN SOCIAL
ORGANIZACIÓN ECONÓMICA
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1.       2. Justificá la siguiente afirmación: La creación del Virreinato impulsó el desarrollo de la ciudad de Buenos Aires.

miércoles, 19 de marzo de 2014

Territorio Argentino: PUEBLOS ORIGINARIOS

Territorio Argentino: PUEBLOS ORIGINARIOS.

Sea por sus modos de vivir, pensar, sentir y trabajar, por hablar una lengua distinta o mantener su identidad en la memoria del pasado, hay gente que considera que pertenece a pueblos que vivían en estas tierras antes de la colonización europea. Esto significa ser aborigen, término que deriva del latín: ab (desde) + origen.

Pero aunque la palabra aborigen no necesariamente posee una carga de discriminación como la que tuvo indio o indígena, muchos aborígenes prefieren ser llamados pueblos originarios. La denominación pueblo señala que los aborígenes no son una clase diferente de seres humanos, ni inferiores ni superiores a las personas de otros pueblos, como el pueblo argentino, por ejemplo. Originarios alude a que estos pueblos vivían antes en estas tierras; sus abuelos y los abuelos de sus abuelos nacieron en el mismo territorio que fue conquistado por los europeos, y que ahora forma parte del territorio nacional.

Muchas cosas pasaron desde la conquista de América, y los pueblos originarios participaron de una realidad nueva, que implicó cambios radicales en su vida cotidiana, cultura y organización social. Finalmente, hubo cambios en las identidades. Numerosos descendientes de aquellos pueblos se vieron impulsados durante siglos a ocultar y disimular su condición de aborígenes, ya que ser considerados indios los colocaba habitualmente en situación desigual frente al resto de la sociedad.

Pero actualmente está pasando lo contrario: en muchos lugares del país, hay gente que está recuperando su identidad como pueblo originario, a través de la memoria grupal. Incluso, han resurgido pueblos que se consideraban hasta hace poco "extinguidos" o casi extinguidos, como por ejemplo los ona, los huarpe, o los diaguita.

En lo que hoy es la Argentina, se calcula que vivían alrededor de 500.000 personas, de unos 30 pueblos diferentes, a la llegada de los españoles. Las últimas informaciones indican que en la actualidad hay más de 300.000, quizá 500.000 personas en todo el país pertenecientes a pueblos originarios.

Actualmente la constitución reconoce la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos y protege sus derechos según consta en el contenido del Artículo 75, Inciso 17, donde se establece que el Estado debe Garantizar el respeto a su identidad y el derecho a una educación bilingüe e intercultural; reconocer la personería jurídica de sus comunidades; y la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan; y regular la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo humano; ninguna de ellas será enajenable ni transmisible ni susceptible de gravámenes o embargos. Asegurar su participación en la gestión referida a sus recursos naturales y a los demás intereses que los afecten. Las provincias pueden ejercer concurrentemente estas atribuciones.

Adaptación del texto pueblos originarios, en:  Portal Educar. http://coleccion.educ.ar/coleccion/CD9/contenidos/recursos/pueblos-originarios/introduccion/index.html

ACTIVIDAD:
Trabajo práctico n° 1: Los pueblos aborígenes del actual territorio argentino.

Consignas: El trabajo es de modalidad grupal (hasta cuatro integrantes)

1) Utilizar internet para ingresar a la página http://pueblosoriginarios.encuentro.gov.ar/flash/
2) Hacer un recorrido de “la raíz” donde encontrarán los pueblos originarios que en la actualidad se encuentran dentro del territorio argentino.
3) Realizá una lista con los nombres de los pueblos.
4) Seleccioná dos pueblos.
5) Analizá los videos y textos donde se describen características de estos pueblos.
6) Organizar en un cuadro las características sociales, políticas y económicas de estos pueblos y su ubicación geográfica dentro del territorio argentino.
7) Redactar un texto breve describiendo la situación actual de los pueblos seleccionados teniendo en cuenta el artículo 75, inciso 17, de la Constitución Nacional.

8) Desarrollá una conclusión donde expreses tu opinión sobre lo que aprendiste de los pueblos originarios.

jueves, 6 de marzo de 2014

Circular de la Primera Junta de Gobierno acerca de los sucesos revolucionarios

Los desgraciados sucesos de la Península han dado más ensanches a la ocupación bélica de los franceses sobre su territorio, hasta aproximarse a las murallas de Cádiz y dejar desconcertado el cuerpo representativo de la soberanía, por falta del Sr. Rey D. Fernando VII: pues que, dispersada de Sevilla, y acusada de malversación de sus deberes por aquel pueblo, pasó en el discurso de su emigración y dispersión a constituir, sin formalidad ni autoridad, una Regencia de la que nadie puede asegurar que sea centro de la unidad nacional y depósito firme del poder del Monarca, sin exponerse a mayores convulsiones que las que cercaban el momento vicioso y arriesgado de su instalación. No es necesario fijar la vista en el término a que puedan haber llegado las desgracias de los pueblos de la Península,
tanto por la fortuna de las armas invasoras cuanto por la falta o incertidumbre de un gobierno legítimo y supremo al que se deben referir y subordinar los demás de la nación que, por la dependencia forzosa que los estrecha al orden y seguridad de la asociación, tienen su tendencia a la felicidad presente, y a la precaución de los funestos efectos de la división de las partes del estado, que temen con razón todo lo que puede oponerse a la mejor suerte en los dominios de América.

El pueblo de Buenos Aires, bien cierto del estado lastimoso de los dominios europeos de S. M. C. el Sr. D. Fernando VII; por lo menos incierto del gobierno legítimo soberano en la representación de la Suprema Junta Central disuelta ya, y más en la Regencia que se dice constituida por aquella, sin facultades, sin sufragios de la América, y sin instrucción de otras formalidades que debían acceder al acto; y sobre todo previendo que no anticipándose las medidas que deben influir en la confianza y opinión pública de los dominios de América, faltaría el principio de un gobierno indudable por su origen, estimó desplegar la energía que siempre ha mostrado para interesar su lealtad, celo y amor por la causa del Rey Fernando, removiendo los obstáculos que la desconfianza, incertidumbre y desunión de opiniones podrían crear en el momento más crítico que amenaza, tomando a la América desapercibida de la base sólida del gobierno que pudiese determinar su suerte en el continente americano
español. Manifestó los deseos más decididos por que los pueblos mismos recobrasen los derechos originarios de representar el poder, autoridad y facultades del Monarca, cuando este falta, cuando este no ha provisto de Regente, y cuando los mismos pueblos de la matriz han calificado de deshonrado al que formaron, procediendo a sustituirle representaciones rivales que disipan los tristes restos de la ocupación enemiga. Tales conatos son íntimamente unidos con los deseos honrosos de su seguridad y felicidad, tanto interna como externa, alejando la anarquía y toda dependencia de poder ilegítimo; cual podía ser sobre ineficaz para los fines  del instituto social, cualquiera que se hubiese levantado en el tumulto y  convulsiones de la Península, después de la dispersión y emigración de los miembros de la Junta Suprema Central. 
Cuando estas discusiones se hacen en sesiones de hombres  desencontrados, son expuestas a las consecuencias de una revolución, y exponen a que quede acéfalo el cuerpo político: pero si se empeñan por el orden y modo regular de los negocios gravísimos, no pueden menos de conducir como por la mano, a la vista del efecto que se desea. Tal ha sido la  conducta del pueblo de Buenos Aires en propender a que examinase si, en el estado de las ocurrencias de la Península, debía subrogarse el mando superior de gobierno de las provincias del virreinato en un Junta Provisional, que asegurase la confianza de los pueblos y velase sobre su conservación contra cualesquier asechanza hasta reunir los votos de todos ellos, en quienes recae la facultad de proveer la representación del Soberano. 

El Exmo. Cabildo de la Capital, con anuencia del Exmo. Señor Virrey, a quien informó de la general agitación, agravada con el designio de retener el poder del gobierno, aun notoriada que fuese la pérdida total de la Península y su gobierno, como expresa la proclama de 18 del corriente, convocó la más sana parte del pueblo en Cabildo general abierto, donde se discutió y votó públicamente el negocio más importante por su fundamento para la tranquilidad, seguridad y felicidad general: resultando de la comparación de sufragios la mayoría con exceso por la subrogación del mando del Exmo. Sr. Virrey en el Exmo. Cabildo, ínterin se ordenaba una Junta Provisional de gobierno, hasta la congregación de la general de las Provincias: voto, que fue acrecentado y aumentado con la aclamación de las tropas y numeroso resto de habitantes. 

Ayer se instaló la Junta en un modo y forma que ha dejado fijada la base fundamental sobre que debe elevarse la obra de la conservación de estos dominios al Sr. D. Fernando VII. Los ejemplares impresos de los adjuntos bandos, y la noticia acreditada en bastante forma, que el Exmo. Cabildo, y aun el Exmo. Sr. Virrey que fue D. Baltazar Hidalgo de Cisneros dan a Vd. no dejan duda a esta Junta de que será mirada por todos los jefes, corporaciones, funcionarios públicos y habitantes de todos los pueblos del virreinato, como centro de la unidad, para formar la barrera inexpugnable de la conservación íntegra de los dominios de América a la dependencia del Sr. D. Fernando VII, o de quien legítimamente le represente. No menos espera que contribuirán los mismos a que, cuanto más antes sea posible, se nombren y vengan a la capital los Diputados que se enuncian para el fin expresado en el mismo acto de instalación: ocupándose con el mayor esfuerzo, en mantener la unión de los pueblos, y en consultar la tranquilidad y seguridad individual; teniendo consideración a que la conducta de Buenos Aires muestra que, sin desorden y sin vulnerar la seguridad, puede obtenerse el medio de consolidar la confianza pública y su mayor felicidad. 

Es de esperar que cimentado este paso, si llega el desgraciado momento, de saberse sin duda alguna la pérdida absoluta de la Península, se halle el distrito del virreinato de Buenos Aires sin los graves embarazos que por la incertidumbre, y falta de legítima representación del Soberano en España a la ocupación de los franceses, la pusieron en desventaja para sacudirse de ellos: puesto que, tanto como el enemigo descubierto invasor, debe temerse y precaverse el que desde lo interior promueve la desunión, proyecta la rivalidad y propende a introducir el conflicto de la suerte política no prevenida. Cuente Vd. con todo lo que penda de los esfuerzos de esta Junta, cuyo desvelo por la conservación del orden y sistema nacional se mostrará por los efectos. Este ha sido el concepto de proponer el pueblo al Exmo. Cabildo la expedición de los hombres para lo interior, con el fin de proporcionar auxilios militares para hacer observar el orden, si se teme que sin él no se harían libre y honradamente las elecciones de Vocales Diputados, conforme a lo prevenido en el artículo X del bando citado, sobre que hace esta Junta los más eficaces encargos por su puntual observancia y 
la del artículo XI. 

Asimismo importa que Vd. quede entendido que los Diputados han de irse incorporando en esta Junta conforme y por el orden de su llegada a la capital, para que así se hagan de la parte de confianza pública que conviene al mejor servicio del Rey y gobierno de los pueblos; imponiéndose, con cuanta anticipación conviene a la formación de la general, de los graves asuntos que tocan al gobierno. Por lo mismo, se habrá de acelerar el envío de Diputados; entendiendo deber ser uno por cada ciudad o villa de las Provincias, considerando que la ambición de los extranjeros puede excitarse a aprovechar la dilación en la reunión, para defraudar a S. M. los legítimos derechos que se trata de preservar. Servirá a todos los pueblos del virreinato de la mayor satisfacción el saber, como se lo asegura la Junta, que todos los Tribunales, Corporaciones, Jefes y Ministros de la capital, sin excepción, han reconocido la Junta y prometido su obediencia para la defensa de los augustos derechos del Rey en estos dominios: por lo cual es tanto más interesante que este ejemplo empeñe los deseos de Vd. para contribuir en estrecha unión a salvar la patria de las convulsiones que la amenazan, si no se prestasen las Provincias a la unión y armonía que debe reinar entre ciudadanos de un mismo origen, dependencia e intereses. A esto se dirigen los conatos de esta Junta; a ello los ruegos del pueblo principal del virreinato, y a lo mismo se le excita, con franqueza de cuantos auxilios y medios pendan de su arbitrio, que serán dispensados prontamente en obsequio del bien y concentración de los pueblos.

 Real Fortaleza de Buenos 
Aires, a 27 de Mayo de 1810. 

Cornelio de Saavedra - Dr. Juan José Castelli - Manuel Belgrano - Miguel 
de Azcuénaga - Dr. Manuel Alberti - Domingo Matheu - Juan Larrea - Dr. 
Juan José Paso, Secretario - Dr. Mariano Moreno, Secretario. 

miércoles, 5 de marzo de 2014

PRIMERA JUNTA: MEDIDAS DE GOBIERNO

No bien entró en funciones la Junta comprendió que el primero de los problemas  que debía afrontar era el de las relaciones con el resto del Virreinato, y como primera providencia invitó a los cabildos del interior a que enviaran sus diputados.  Montevideo, Asunción, Córdoba y Mendoza se mostraron hostiles a Buenos Aires. Como era seguro que habría resistencia, se dispuso enseguida la organización de dos expediciones militares al Paraguay y el Alto Perú. Moreno procuró salir al paso de todas las dificultades con un criterio radical; propuso enérgicas medidas de gobierno, mientras redactaba diariamente los artículo de la Gazeta de Buenos Aires, que fundó la Primera Junta  para difundir sus ideas y sus actos orientados haca una política liberal.

Moreno veía la revolución como un movimiento criollo. Pero Moreno pensaba que el movimiento de los criollos debía canalizarse hacia un orden democrático a través de la educación popular, que permitiría la difusión de las nuevas ideas. Frente a él comenzaron a organizarse las fuerzas conservadoras, para las que el gobierno propio no significaba sino la transferencia de los privilegios de que gozaban los funcionarios y los comerciantes españoles a los funcionarios y hacendados criollos que se enriquecían con la exportación de productos ganaderos.

Los intereses y los problemas se entrecruzaban. Los liberales y los conservadores se enfrentaban por sus opiniones ; pero los porteños  y las gentes del interior se enfrentaban por la hegemonía política heredada del Virreinato y las ventajas económicas que proporcionaba el control de la aduana porteña.

La expedición militar enviada al Alto Perú para contener a las fuerzas del Virrey de Lima consiguió sofocar en Córdoba una contrarevolución y su cabecilla, Liniers, fue fusilado. Pero los sentimientos conservadores predominaban en el interior, de modo que cuando Moreno comprendió la influencia que ejercerían los diputados que comenzaban a llegar a Buenos Aires, se opuso a que se incorporaran a la Junta de Gobierno.

La hostilidad entre los grupo estalló entonces. Saavedra aglutinó a los grupos conservadores y Moreno renunció a su cargo el 18 de diciembre. La expedición enviada al Paraguay fue derrotada, y, al comenzar el año 1811, el optimista entusiasmo de los primeros días comenzó a ceder frente a los peligros que la revolución tenía que enfrentar dentro y fuera de las fronteras.

Tras la renuncia de Moreno. los diputados provincianos se incorporaron a la Junta conformando la Junta Grande. Los morenistas tuvieron que abandonar sus cargos, pero sus adversarios no pudieron  evitar el desprestigio que acarreó al gobierno la derrota de Huaqui, en junio de ese año. La situación hizo crisis al conocerse la noticia en Buenos Aires un mes después. Los morenistas recuperaron el poder y crearon un poder ejecutivo de tres miembros, el Triunvirato, uno de cuyos secretarios fue Bernardino Rivadavia.


martes, 4 de marzo de 2014

OCTAVIO AUGUSTO, Cayo Suetonio. 1° Parte

En el libro Los Doce Césares
Cayo Suetonio Tranquilo
Escrito en el siglo II D.C.

OCTAVIO AUGUSTO

I. Muchos monumentos atestiguan que la familia de Octavio era en la antigüedad de las primeras de Vélitres. Una parte importante de la ciudad se llamaba desde mucho tiempo barrio Octavio, y se exhibía en ella un altar consagrado por un Octavio, que designado general en una guerra contra un pueblo vecino, y advertido un día, en medio de un sacrificio al dios Marte, de la repentina irrupción del enemigo, quitó de las llamas las carnes casi crudas de la víctima, las distribuyó según el rito, corrió al combate y regresó victorioso. Existía también un decreto que ordenaba ofrecer de la misma manera en lo sucesivo al dios Marte las víctimas y que se llevaran los restos a los Octavios.

II. Admitida esta familia entre las romanas por el rey Tarquino el Viejo, clasificada después por Serv. Tulio entre las patricias, pasó más adelante por voluntad propia a la condición plebeya. El primero de esta familia que obtuvo por sufragios del pueblo una magistratura fue C. Rufo, que siendo cuestor tuvo dos hijos, Cneo y Cayo, troncos de dos ramas de Octavios, cuyos destinos fueron muy diferentes: Cneo y todos sus descendientes desempeñaron los cargos más importantes del Estado. Pero Cayo y los suyos, bien por fortuna, bien por propia voluntad, permanecieron en el orden ecuestre hasta el padre de Augusto. El bisabuelo de éste sirvió en Sicilia durante la segunda Guerra Púnica, como tribuno militar, bajo el mando de Emilio Papo. Su abuelo no pasó de las magistraturas municipales (41) y envejeció en la abundancia y en la paz. Sin embargo, no convienen todos en esto, y el mismo Augusto escribió que procedía de una antigua y opulenta familia de simples caballeros, y que su padre fue el primer senador de su nombre. M. Antonio le echa en cara que su bisabuelo fue liberto, cordelero en el barrio de Thurium, y su abuelo, corredor. Sólo esto he encontrado con relación a los antepasados paternos de Augusto.

III. Su padre, C. Octavio, gozó desde joven de considerables bienes y de la pública estimación y me admira que algunos escritores le hayan hecho corredor y hasta agente para la compra de votos en las asambleas agrarias. Educado en la opulencia, alcanzó con facilidad las más elevadas magistraturas, desempeñándolas noblemente. Después de su pretura, designóle la suerte la Macedonia; en el camino destruyó los restos fugitivos de los ejércitos de Spartaco y Catilina, que ocupaban el territorio de Thurium, encargo extraordinario que le encomendó el Senado. En el gobierno de su provincia mostró tanta equidad como valor. Derrotó a los besos y a los tracios en una gran batalla, y trató tan noblemente a los aliados, que M. Tulio Cicerón, en muchas cartas que aún existen, exhorta a su hermano Quinto, procónsul entonces en Asia, donde no disfrutaba de muy buena fama, a que imitase a su vecino Octavio y mereciera, como él, gratitud de los aliados.

IV. Al regreso de Macedonia, y, antes de proponer su candidatura al consulado, falleció repentinamente, dejando de Ancaria, Octavia la mayor, y de Acia, su segunda esposa, Octavia la menor y Augusto. Acia era hija de M. Acio Balbo y de Julia, hermana de C. César Balbo, por parte de padre, era originario de Aricia, y contaba muchos senadores en su familia; por otra parte de madre, era pariente cercano de Pompeyo el Grande: honrado con la pretura, fue también uno de los veinte comisarios que, en virtud de la ley Julia, quedaron encargados de repartir al pueblo las tierras de la Campania. Sin embargo, fingiendo Antonio igual desdén hacia los antepasados maternos de Augusto, afirma que su bisabuelo era de raza africana, que tuvo una tienda en Aricia, unas veces de perfumes y otras de pan. Casio de Parma, en una de sus epístolas, no se contenta con llamar a Augusto nieto de panadero, sino también nieto de un corredor de dinero, diciéndole: La harina que vendía tu madre salía del peor molino de Arican, y el cambista de Nerulum la amasaba con sus manos ennegrecidas por el cobre.

V. Nació Augusto bajo el consulado de M. Tulio Cicerón y de Antonio, el IX de las calendas de octubre (42), poco antes de salir el sol, en el barrio Palatino, cerca de las Cabezas de Buey, en el sitio donde ahora existe un templo, que fue construido poco tiempo después de su muerte. En las actas del Senado, se ve, en efecto, que un joven patricio, llamado C. Letorio, convicto de adulterio, para evitar la rigurosa pena impuesta a este delito, alego ante los senadores su edad, su origen y especialmente su calidad de propietario y guardián en cierto modo, del suelo que había tocado Augusto al nacer (43); habiendo, pues, pedido gracia en consideración a este dios, que era como su divinidad particular y doméstica, consagrase por decreto la parte de casa donde había nacido Augusto.

VI. Todavía hoy, en una casa de campo perteneciente a sus antepasados, cerca de Vélitres, se enseña la habitación donde le lactaron, que es muy reducida y parecida a una cocina, siendo creencia en los alrededores de que nació allí. Deber religioso es no entrar en esta cámara sino por necesidad y con sumo respeto, porque, según una antigua creencia, el que tiene la audacia de penetrar en ella, se ve asaltado de repente por una mezcla de horror y de temor secretos; confirma este rumor popular el que, habiéndose acostado en esta estancia un nuevo propietario de la finca, ya sea por casualidad, ya por ver lo que ocurría, se sintió a las pocas horas arrebatado por repentina y misteriosa fuerza, encontrándosele moribundo delante de la puerta, adonde fue lanzado desde el lecho.

VII. En su infancia, y en memoria del origen de sus mayores, se le dio el nombre de Turino, aunque se dice también que la causa estuvo en que poco después de su nacimiento, su padre Octavio venció en territorio de Turino a los esclavos fugitivos. Puedo afirmar con certeza que se llamó Turino, porque tuve en mi poder una antigua medalla de bronce que le representa niño y cuya inscripción, en letras de hierro y casi borradas, expresa aquel nombre. Entregué esta medalla a nuestro príncipe, quien la colocó con piadoso respeto entre sus dioses domésticos. Otra prueba más: M. Antonio, creyendo ultrajarla, le llamó en sus cartas muchas veces Turino, contentándose Augusto con responderle, que extrañaba se quisiese injuriarle con su primer nombre. Tomó más adelante el de CESAR y al fin el de AUGUSTO: uno en virtud del testamento de su tío paterno, y el otro a propuesta de Munacio Planco, aunque algunos senadores deseaban que se le llamase Rómulo, por haber sido, en cierto modo, el segundo fundador de Roma. Prevaleció, sin embargo, el nombre de Augusto, porque era nuevo, y sobre todo porque era más respetable; en efecto, los parajes consagrados por la religión o por el ministerio de los augures se llamaban augustos, ya sea que esta palabra deriva de auctus (acrecentamiento), ya que proceda de gestus o de gustus, empleadas las dos en los presagios de las aves, según dice Ennio en este verso:

Augusto augurio postquam inclita condita Roma est (44).


VIII. Tenía cuatro años cuando perdió a su padre; a los doce pronunció, delante del pueblo reunido, el elogio fúnebre de su abuela Julia; a los dieciséis vistió la toga civil, y aunque por su edad estaba exceptuado aún del servicio, el día del triunfo de César por la guerra de Africa, recibió recompensas militares. Habiendo partido su tío, pocos días después, para España, contra los hijos de Cn. Pompeyo, Augusto, apenas restablecido de una enfermedad grave, siguióle con algunos compañeros por caminos infestados de enemigos, le alcanzó a pesar de un naufragio, le prestó grandes servicios, e hizo admirar, además de su conducta durante el viaje, la índole de su carácter. César, que después de sujetadas las Españas, meditaba una expedición contra los dacios, y otra contra los partos, le envió de antemano a Apolonia, donde se entregó al estudio. Allí supo que César había sido asesinado y que le había instituido heredero; y estuvo dudando durante algún tiempo si imploraría el socorro de las legiones inmediatas, pero rechazó al fin este paso como imprudente y precipitado. Regresó a Roma, donde entró en posesión de la herencia, a pesar de las vacilaciones de su madre y de las obstinadas observaciones de su suegro, Marcio Filipo, varón consular. Levantó en seguida ejércitos, gobernando la República, primero con Antonio y Lépido; hízolo después con Antonio solo, durante cerca de doce años, y por último, solo durante cuarenta y cuatro.

IX. Tal es el resumen de su vida. Ahora expondré separadamente los diferentes actos llevados a cabo por él, no por orden de tiempos sino según su naturaleza, para que se comprendan más clara y distintamente. Tuvo que hacer frente a cinco guerras civiles, las Mulciense, Filipense, Perusiana, Siciliana y la de Actium; la primera y la última contra Marco Antonio; la segunda contra Bruto y Casio; la tercera contra Luc. Antonio, hermano del triunviro; la cuarta contra Sex. Pompeyo, hijo de Cneo.

X. Fue la causa e inicio de todas estas guerras la obligación que se impuso de vengar la muerte de su tío y mantener la validez de sus actos. Así, pues, desde que regresó de Apolonia, decidió atacar a Bruto y Casio inesperada y abiertamente; vio que escapaban a aquel peligro, que supieron prevenir, y se armó entonces contra ellos de la autoridad de las leyes, y acusándolos, aunque ausentes, como asesinos. No atreviéndose los encargados de dar los juegos establecidos por las victorias de César a cumplir con este deber, los celebró él mismo. Para afianzar mejor la ejecución de sus designios, quiso reemplazar un tribuno del pueblo, que acababa de morir, y, a pesar de no ser todavía senador y sí sólo patricio, se presentó candidato. Fracasaron, sin embargo, todos sus esfuerzos ante la oposición del cónsul M. Antonio, del que contaba hacer su principal apoyo, y que pretendía no dejarle gozar de nada, ni siquiera del derecho ordinario y común, sino poniendo a su connivencia un precio exorbitante; volviese entonces al partido de los grandes, de quienes era detestado Antonio, porque tenía sitiado en Mutina a Décimo Bruto, esforzándose en arrojarle por las armas de una provincia que le había dado César y confirmado el Senado. Por consejo de algunos partidarios suyos, Octavio trató de hacerle asesinar; pero descubierta la maquinación y temiendo a su vez, levantó para su defensa y la de la República un ejército de veteranos, al que colmó de prodigalidades. Recibió entonces, con el título de propretor, el mando de este ejército y la orden de reunirse con los nuevos cónsules Hircio y Pansa, para llevar auxilios a Décimo Bruto. En tres meses y dos batallas terminó esta guerra. Escribe Antonio que en la primera huyó, presentándose pasados dos días sin caballo y sin el manto de general; pero no hay duda alguna que en la segunda llenó a la vez los deberes de jefe y de soldado, pues que en lo más recio de la pelea, viendo gravemente herido al abanderado de su legión, tomó las águilas sobre su hombro, llevándolas muy largo rato.

XI. Perecieron en esta guerra Hircio y Pansa, el primero en la batalla, y el segundo poco después, de una herida que recibió en ella y corrió entonces e] rumor de que Octavio los había hecho matar a los dos, con la esperanza de que la derrota de Antonio y la muerte de los cónsules le dejarían dueño único de los ejércitos victoriosos. Tales sospechas excitó la muerte de Pansa, que fue reducido a prisión el médico Clicón como culpable de haber envenenado la herida. Aguilio Niger añade a estas acusaciones que Octavio mismo mató al otro cónsul Hircio en la confusión del combate.

XII. Mas cuando supo que Antonio había sido recibido, tras su fuga, en el campamento de M. Lépido, y que los otros generales, de acuerdo con sus ejércitos, se unían a sus adversarios, abandonó sin vacilar la causa de los grandes, alegando para justificar su mudanza las quejas que tenía de los discursos y conducta de muchos de ellos; que unos, según él, le habían tratado de niño, proclamando que se le debía elogiar y ensalzar (tollerumque) (45) con objeto de dispensarse del agradecimiento que se le debía, igualmente que a sus veteranos. Para hacer resaltar más y más su disgusto por haber servido a aquel partido, impuso una elevada multa a los habitantes de Nursia, que habían erigido un monumento fúnebre a los ciudadanos muertos delante de Mutina, con una inscripción que decía: Muertos por la libertad; no pudieron pagarla, por lo cual fueron expulsados de la ciudad por él.

XIII. Lograda la alianza con Antonio y Lépido, terminó también en dos batallas la guerra Filipense, a pesar de estar débil y enfermo. En la primera le tomaron su campamento, consiguiendo escapar con gran esfuerzo, ganando el ala que mandaba Antonio. No mostró moderación en la victoria, enviando a Roma la cabeza de Bruto, para que la arrojaran a los pies de la estatua de César, aumentado así con sangrientos ultrajes los castigos que impuso a los prisioneros más ilustres. Se refiere que a uno de éstos, que le suplicaba le concediese sepultura, le contestó que aquel favor pertenecía a los buitres; a otros, padre e hijo, que le pedían la vida, les mandó la jugasen a la suerte o combatiesen entre si, prometiendo otorgar gracia al vencedor; el padre se arrojó entonces contra la espada del hijo, y éste, al verle muerto, se quitó la vida, mientras Octavio los veía morir complacido. Por esta causa, cuando llevaron a los otros cautivos, con la cadena al cuello, delante de los vencedores, todos, y especialmente M. Favonio, el émulo de Catón, convinieron, después de saludarle con el nombre de Imperator, en dirigirle crueles injurias. En la distribución que siguió a la victoria, quedó encargado Antonio de constituir el Oriente, y Octavio de llevar los veteranos a Italia para establecerlos en los territorios de las ciudades municipales; pero sólo consiguió disgustar a la vez a los antiguas poseedores y a los veteranos, quejándose unos que se los despojaba y los otros de que no se los recompensaba como tenían derecho a esperar por sus servicios.

XIV. Confiando L. Antonio por este tiempo en el consulado de que estaba investido y en el poder de su hermano, quiso suscitar disturbios, pero Octavio le obligó a huir a Perusa, reduciéndole por hambre, aunque no sin correr él mismo grandes peligros antes y durante esta guerra. Ocurrió, en efecto, que en un espectáculo, un simple soldado tomó asiento en uno de los bancos de los caballeros; le hizo él arrojar por medio de un aparitor, y pocos momentos después sus enemigos difundieron el rumor de que le había hecho morir en los tormentos, faltando muy poco para que pereciese Octavio bajo los golpes de la turba militar que había acudido indignada, y sólo el presentar sano y salvo al que se decía muerto pudo salvarse entonces de la muerte. En otra ocasión, al sacrificar cerca de Perusa, estuvo a punto de perecer a manos de algunos gladiadores que habían salido bruscamente de la ciudad.

XV. Tomada Perusa, se mostró cruel con sus habitantes; a cuantos pedían gracia o trataban de justificarse les contestaba que era necesario morir. Según algunos autores, de los sometidos eligió a trescientos de los dos órdenes y los hizo inmolar en los idus de marzo, como las victimas, de los sacrificios, delante del altar elevado a Julio César. Pretenden otros que sólo provocó esta guerra para obligar a sus enemigos secretos, y a aquellos a quienes retenía el temor más aún que la voluntad, a que se descubriesen al fin, dándoles por jefe a L. Antonio, y con objeto de que sus bienes confiscados le sirviesen después de su derrota para dar a los veteranos las recompensas que les había ofrecido.

XVI. La guerra de Sicilia fue una de sus primeras empresas, pero la condujo despacio, interrumpiéndola muchas veces, tanto para reparar el daño causado a sus flotas, incluso durante el verano, por continuas tempestades y naufragios, como para hacer la paz a instancias del pueblo, que, interceptados los víveres, se veía amenazado por el hambre. Cuando hizo reparar los buques y adiestró en la maniobra a veinte mil esclavos a quienes concedió la libertad, creó el puerto Julio, cerca de Baias, y abrió al mar el lago Lucrino y el Averno; batió a Pompeyo entre Mylas y Nauloco, sintiéndose poco antes del combate asaltado de tan invencible necesidad de dormir, que tuvieron que despertarle para que diese la señal. Este hecho, dio pie, a mi parecer, a los sarcasmos de Antonio, cuando le censura de no haber podido mirar de frente una linea de batalla, y haberse acostado de espaldas, temblado y levantando al cielo estúpidos ojos, sin abandonar esta actitud, para mostrarse a los soldados, hasta que M. Agripa hubo puesto en fuga los buques enemigos. Otros le censuran una frase y un acto impíos, como haber pronunciado, viendo su flota destruida por la tempestad que sabría vencer a pesar de Neptuno, y de haber suprimido en los primeros juegos del circo la estatua de este dios, uno de los ornamentos de aquella solemne ceremonia. En ninguna otra guerra estuvo tan expuesto, contra su voluntad, a tantos y tan grandes peligros. Después de haber hecho pasar un ejército a Sicilia, izaba velas hacia el continente para buscar el resto de sus tropas, cuando se vio atacado improvisadamente por Democnares y Apollofano, legados de Pompeyo, y no sin gran trabajo pudo ponerse a salvo con una sola nave. Otro día, pasando a pie cerca de Locros, en ruta a Regio, vio las galeras del partido de Pompeyo costeando la tierra, creyéndolas suyas, bajó a la playa y estuvo a punto de que le capturasen. Ocurrió asimismo que, mientras huía por extraviados vericuetos, un esclavo de Emilio Paulo que le acompañaba, recordando que en otro tiempo había proscrito al padre de su amo y cediendo a la tentación de la venganza, trató de darle muerte. Después de la huida de Pompeyo, M. Lépido, el segundo de sus colegas, a quien había llamado de Africa en socorro suyo, ensoberbecido con el apoyo de sus veinte legiones, reclamaba con amenazas el primer puesto en el Estado. Octavio le quitó el ejército, y perdonándole la vida que pedía de rodillas, le desterró a la isla Circeya para toda su vida.

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XVII. Rompió al fin su alianza con M. Antonio, alianza siempre incierta y dudosa, mal observada con frecuentes reconciliaciones; y, para demostrar cuánto se distanciaba su rival de las costumbres patrias, mandó abrir y leer delante del pueblo reunido el testamento que había dejado aquél en Roma (46), y en el cual colocaba en el número de sus herederos a los hijos de Cleopatra. Sin embargo, después de hacerle declarar enemigo de la República, le envió todos sus parientes y amigos, entre otros a C. Sosio y Cn. Domicio, cónsules entonces, perdonando también a los habitantes de Bolonia, que desde muy antiguo figuraban en el partido de los Antonios, que hubiesen tomado las armas contra él como toda Italia. Poco después le derrotó en una batalla naval dada cerca de Actium, que se prolongó hasta el obscurecer, pasando el vencedor la noche en una nave. De Actium pasó a establecer cuarteles de invierno en Samos; pero enterado de que los soldados escogidos en todos los cuerpos después de la victoria, y que por orden suya le habían precedido a Brindis, acababan de sublevarse solicitando recompensas y el licenciamiento, emprendió, lleno de zozobra, el camino de Italia. Dos veces se vio combatido por la tempestad durante la travesía: primeramente entre los promontorios del Peloponeso y de la Eolia, y después cerca de los montes Cerámicos, pereció en este doble desastre una parte de sus naves liburnesas, perdiendo la suya todo el aparejo y rompiéndosele el timón. Solo veintisiete días permaneció en Brindis, para satisfacer las exigencias de los soldados; pasó de allí a Egipto por Asia y la Siria, puso sitio a Alejandría, donde se había refugiado Antonio con Cleopatra, y se hizo dueño a poco de la ciudad. Antonio quiso hablar de paz, pero ya no era tiempo: Octavio oblígole a morir, pasándole a ver después de muerto. Uno de sus deseos más vehementes era reservar a Cleopatra para su triunfo, y como se creía que había muerto de la mordedura de un áspid, hizo que algunos psilos (47) chupasen el veneno de la herida. Concedió a los dos esposos que reposaran en sepultura común, y ordenó que se concluyese la tumba que ellos mismos habían comenzado a construir. El joven Antonio, el mayor de los dos hijos que el triunvirio había tenido de Fulvia, fue tras continuas e inútiles súplicas, a refugiarse a los pies de la estatua de César; Augusto le arrancó de allí y mandó darle muerte. Cesarión, que Cleopatra decía haber tenido de César, fue alcanzado mientras intentaba huir y entregado al suplicio. En cuanto a los otros hijos de Antonio y de la reina, los consideró como miembros de su familia, los educó y aseguró posición en proporción a su nacimiento.

XVIII. Por esta época mandó abrir la tumba de Alejandro Magno; sacado el cuerpo, estuvo un momento contemplándolo le puso en la cabeza una corona de oro y le cubrió de flores en muestra de homenaje. Consultado si quería ver también el Ptolomeum, contestó: que había venido a ver un rey y no muertos. Convirtió a Egipto en provincia romana, y con objeto de asegurar la producción necesaria para los bastimentos de Roma, mandó a sus soldados limpiaran todos los canales abiertos por los desbordamientos del Nilo y que el tiempo había cubierto de limo. Para perpetuar en la memoria de los siglos la gloria del triunfo de Actium, fundó cerca de esta ciudad la de Nicópolis, estableciendo juegos quinquenales. Amplió, asimismo, el antiguo templo de Apolo, adornó con un trofeo naval el sitio donde tuvo su campamento y lo consagró solemnemente a Neptuno y a Marte.

XIX. Gran número de turbulencias, sediciones y conspiraciones, de que tuvo conocimiento, fueron sofocados por él en su origen; dominó también, en diferentes épocas, la conspiración del joven Lépido; después la de Varrón Murena y de Fannio Cepión, de M. Egnacio, de Plaucio Rufo, de Lucio Paulo, esposo de su nieta, de L. Audasio, acusado de falsario, y a quien la edad había debilitado el cuerpo y la razón, de Asinio Epicardio, mestizo de parto, y en fin, de Telefo, esclavo nomenclator de una mujer; pues se vio asimismo amenazado por maquinaciones de hombres de baja extracción. Audasio y Epicardio querían arrebatar a su hija Julia y a su nieto Agripo de las islas donde estaban confinados, para presentarlos a los ejércitos, y Telefo, que se creía destinado al imperio, había concebido el proyecto de asesinar a Augusto y al Senado; se encontró también a cierto mercenario del ejército de Iliria, escondido una noche cerca de su lecho, hasta donde había penetrado burlando la vigilancia de los guardias, y que llevaba en la cintura un cuchillo de caza. Ignórase si fingió demencia o si, efectivamente, había perdido la razón, no pudiendo arrancarle ninguna confesión en la tortura.

XX. Por si mismo solamente dirigió dos guerras exteriores: la de Dalmacia, en su juventud, y la de los cántabros tras la derrota de Antonio. Fue herido dos veces en Dalmacia: una en la rodilla, de una pedrada, y la otra en un muslo y los dos brazos por hundimiento de un puente. Las otras dos guerras las dirigieron sus legados; sin embargo, tomó parte en algunas expediciones en Panomia y Germania, o estuvo, cuando menos, cerca del teatro de la guerra, yendo de Roma hasta Ravena, Milán y Aquilea.

XXI. Sometió personalmente o por sus generales la Cantabria, la Aquitania, la Panomia y la Dalmacia con toda la Iliria; sujetó la Recia, la Vindelicia y los Salesos, pueblos de los Alpes; contuvo las incursiones de los dacios, destruyó la mayor parte de sus ejércitos y les mató tres jefes. Arrojó a los germanos al otro lado del Elba; recibió la sumisión de los Ubios y sicambros, trasladándolos a la Galia y asignándoles las tierras próximas al Rin. Redujo también a la obediencia otras naciones inquietas y turbulentas, pero no movió guerra a ningún pueblo sin justa causa o imperiosa necesidad, pues estaba muy lejos de ambicionar aumento del Imperio o de su gloria militar, con lo cual obligó a algunos reyes bárbaros a jurarle, en el templo de Marte Vengador, permanecer fieles a la paz que de él solicitaban. Exigió, asimismo, a algunos de ellos nuevo género de rehenes, esto es, mujeres pues había observado que se estimaban en poco los hombres dados con tal carácter. No obstante, dejaba siempre a sus aliados la facultad de retirar sus rehenes cuando desearan; y nunca castigó sus frecuentes sublevaciones y sus perfidia más que vendiendo sus prisioneros, a condición de que no habían de servir en países vecinos ni ser libres antes de treinta años. La reputación de fuerza y moderación que alcanzó con esta conducta, determinó a los indos y escitas, de los que sólo se conocía entonces el nombre, a pedir por medio de embajadores su amistad y la del pueblo romano. También los partos le cedieron fácilmente la Armenia que reivindicaba, devolviéndole, además. a su petición, las enseñas militares arrebatadas a M. Craso y a M. Antonio y ofreciéndole también rehenes; y, por último, muchos príncipes, que desde antiguo se disputaban entre sí el mando, reconocieron al designado por él.

XXII. El templo de Jano Quirino, que sólo había estado cerrado dos veces desde la fundación de Roma, lo estuvo entonces tres, en un transcurso de tiempo mucho más corto, estando asegurada la paz por mar y por tierra. Dos veces entró en Roma con los honores de la ovación, una después de la batalla Filipense, y la otra después de la guerra de Sicilia. Celebró con tres triunfos curules sus victorias de Dalmacia, Actium y Alejandría, Y cada triunfo duró tres días.

XXIII. En cuanto a derrotas graves e ignominiosas sufrió las de Lolio y Varo, ambas en Germania, siendo la primera más vergonzosa que irreparable; la de Varo pudo, en cambio, ser fatal al Imperio, pues que en ella fueron pasadas a cuchillo tres legiones con el general, los legados y todos los auxiliares. Cuando recibió la noticia mandó colocar en Roma guardias militares para prevenir posibles desórdenes; confirmó en sus Poderes a los gobernadores de las provincias, para que su experiencia y habilidad, contuviesen en su deber a los aliados; y ofreció grandes juegos a Júpiter para que mejorase la situación de la República, como se había hecho en la guerra de los cimbrios y de los marsos. Dícese, en fin, que experimentó tal desesperación, que se dejó crecer la barba y los cabellos durante muchos meses, golpeándose a veces la cabeza contra las paredes, y exclamando Quintilio Varo, devuélveme mis legiones. Los aniversarios de este desastre fueron siempre para él tristes y lúgubres jornadas.

XXIV. Cambió muchas cosas y muchas otras estableció en la organización militar, poniendo en vigor otras relegadas ya de tiempo al olvido. Mantuvo con severidad la disciplina, y sólo permitió a sus legados que fuesen a ver a sus esposas en los meses de invierno, y aun esto con gran dificultad. A un caballero romano, por haber amputado el dedo pulgar a sus dos hijos para librarlos del servicio militar, hízolo vender en subasta con todos sus bienes; pero viendo que se apresuraban a comprarlo los asentistas públicos, lo hizo adjudicar a un liberto suyo, que tenía orden de llevarlo a los campos y dejarle libre. Licenció ignominiosamente a toda la décima legión, que sólo obedecía murmurando; y a otras que con tono imperioso pedían la licencia se la concedió, aunque sin las recompensas prometidas a sus largos servicios. Si alguna legión retrocedía, la diezmaba, dándole sólo cebada por toda comida. Castigó con la muerte como a simples soldados a centuriones que abandonaron sus puestos. En cuanto a los otros delitos, los castigaba con diferentes penas infamantes, como permanecer en pie todo el día delante de la tienda del general, o bien salir con túnica y sin cinturón, llevando en la mano una medida agraria o un puñado de césped.

XXV Después de las guerras civiles, dejó de dar a los soldados el título de compañeros en las arengas y en los edictos; les llamaba sólo soldados, y no permitía tampoco que sus hijos o yernos les diesen otro nombre cuando mandaban, pues creía que el de compañeros era una adulación que no convenía a la conservación de la disciplina, ni al estado de paz, ni a la majestad de los césares. Salvo para los casos de incendio y para las sediciones que podían producir la carestía de víveres, sólo dos veces alistó esclavos libertos: la primera para la defensa de las colonias vecinas a la Iliria, y la segunda, para proteger las orillas del Rin. En estas dos veces habían de ser esclavos que los hombres y mujeres más ricos de Roma hubiesen comprado y manumitido en el acto; colocábalos en primera línea, sin mezclarlos con los libres ni tampoco armarlos como a éstos. Prefería dar como recompensas militares arneses, collares y preseas, cuyo valor lo constituían el oro y la plata, a coronas valarias o murales (48), mucho más ambicionadas. Extraordinariamente avaro de estas últimas, jamás las concedió al favor, y las dio casi siempre a simples soldados. Regaló a Agripa, después de su victoria naval en Sicilia, un estandarte de color de mar. Nunca otorgó estas distinciones a los que habían disfrutado los honores del triunfo, por más que hubiesen tomado parte en sus expediciones y contribuido a sus victorias; la razón era que ellos mismos habían tenido derecho para distribuir como quisieran estas recompensas. En su opinión, nada convenía menos a un gran capitán que la precipitación y la temeridad, y así repetía frecuentemente el adagio griego: Apresúrate lentamente, y este otro: Mejor es el jefe prudente que temerario, o también éste: se hace muy pronto lo que se hace muy bien. Decía asimismo que sólo debe emprenderse una guerra o librar una batalla cuando se puede esperar más provecho de la victoria que perjuicio de la derrota; porque, añadía, el que en la guerra aventura mucho para ganar poco, se parece al hombre que pescara con anzuelo de oro, de cuya pérdida no podría compensarle ninguna presa.

XXVI. Antes de la edad se vio elevado a las magistraturas y honores, de los que muchos fueron de creación nueva y a perpetuidad. A los veinte años invadió el consulado, haciendo marchar hacia Roma amenazadoramente a sus legiones, y mandando diputados a exigir para él esta dignidad a nombre del ejército. Como vacilara el Senado, el centurión Cornelio, que iba al frente de la diputación, abrió su manto, y mostrando el puño de la espada, se atrevió a exclamar: Éste lo hará, si vosotros no lo hacéis. Transcurrieron nueve años de su primero a su segundo consulado y sólo uno hasta el tercero. Siguió después hasta el undécimo sin interrupción, y, habiendo rehusado todos los que luego le ofrecieron, pidió él mismo el duodécimo diecisiete años más tarde; dos años después volvió a pedir el decimotercio, con objeto de recibir en el Foro, como primer magistrado de la República, a sus nietos Cayo y Lucio, que iban a entrar en la vida pública. Los cinco consulados que separan el decimosexto del undécimo fueron cada uno a un año, y los demás no los conservó más allá de nueve, seis, cuatro o tres meses, y el segundo solamente algunas horas. Apenas sentado, en efecto, en la silla curul, frente al templo de Júpiter Capitolino, en la mañana de las calendas de enero, dimitió el cargo, nombrando a otro cónsul en lugar suyo. No tomó posesión de todos sus consulados en Roma, pues el cuarto comenzó en Asia, el quinto en Samos y el octavo y el noveno en Tarragona.

XXVII. Durante diez años fue el jefe del triunvirato establecido para organizar la República; resistió por algún tiempo a sus colegas, oponiéndose a la proscripción, pero después desplegó mucha más crueldad que ninguno de ellos, ya que éstos, cuando menos, se dejaron ablandar algunas veces por las súplicas de la amistad; solamente él se opuso con toda su autoridad a que se perdonase a nadie, proscribiendo hasta a su tutor C. Toranio, que había sido, además, colega de su padre Octavio en la edilidad. Junio Saturno refiere este otro hecho: Después de las proscripciones, excusando Lépido el pasado en el Senado, hizo esperar que la clemencia iba a poner término al fin a los castigos; pero Octavio declaró, por el contrario, que solamente cesaría de proscribir a condición de hacer en todo lo que quisiese. No obstante, al tardío arrepentimiento de esta dureza debiese el que elevara a la dignidad de caballero a T. Vinio Filopemón, del que se decía haber ocultado en otro tiempo a su patrón proscrito. Por muchos rasgos especiales se hizo odioso durante un triunvirato; un día, por ejemplo, que arengaba a los soldados en presencia de los habitantes de los campos vecinos, vio a un caballero romano, llamado Pinario, que tomaba algunas notas furtivamente, y sólo por sospechas de que fuese un espía le hizo matar en el acto. A Tedio Afer, cónsul designado, que ridiculizó con un chiste un acto suyo, Octavio le dirigió tan furibundas amenazas que aquel desgraciado se dio la muerte. El pretor Q. Galio se acercó a él para saludarle llevando bajo la toga dobles tablillas; creyó Octavio que eran una espada, mas no atreviéndose a registrarle en el acto por temor de no encontrar armas, pocos momentos después le hizo arrancar de su tribuna por medio de centuriones y soldados, le mandó dar tormento como a un esclavo, y no obteniendo ninguna confesión, le hizo degollar, después de arrancarle los ojos con sus propias manos. Él mismo escribió de este asunto que Galio había querido matarle en una audiencia que le pidió; que reducido a prisión por orden suya, fue puesto en seguida en libertad, con prohibición de habitar en Roma, y que pereció en un naufragio o a manos de algunos bandidos (49). Augusto fue investido a perpetuidad con el poder tribunicio (50), dos veces tomó colega en esta dignidad, cada una durante un lustro. Fue investido también con la vigilancia perpetua de las costumbres y de las leyes (51), y en virtud de este derecho, que no era, sin embargo, el mismo que el de la censura, estableció tres veces el censo del pueblo: la primera y tercera con su colega, la segunda, solo.

XXVIII. Dos veces tuvo la idea de restablecer la República: primero después de la derrota de Antonio, que con frecuencia le había acusado de ser el único obstáculo al restablecimiento de la libertad; y luego, a consecuencia de los sufrimientos de una larga enfermedad, llegando a hacer ir a su casa a los magistrados y senadores y entregándoles las cuentas del Imperio. Reflexionó, sin embargo, que esto era exponer su vida privada a peligros ciertos y entregar imprudentemente la República a la tiranía de algunos ambiciosos, y decidió continuar en el poder, y no puede decirse qué se le ha de alabar más, si las consecuencias o los motivos de esta resolución. Se complacía en recordar algunas veces estos motivos, y hasta los dio a conocer así en uno de sus edictos. Permitaseme afirmar la República en estado permanente de esplendor y seguridad; con esto habré conseguido la recompensa que ambiciono, si se considera su felicidad obra mía y si puedo alabarme al morir de haberla establecido sobre bases inmutables. Él mismo aseguró la consecución de este deseo, esforzándose para que nadie tuviese que lamentarse del nuevo orden de cosas.

XXIX. Roma no era, en su aspecto, digna de la majestad del Imperio y estaba sujeta, por otra parte, a inundaciones e incendios. Él supo embellecerla de tal suerte, que con razón pudo alabarse de dejarla de mármol habiéndola recibido de ladrillos. También la aseguró contra los peligros del porvenir, cuanto la prudencia humana puede prever. Entre el gran número de monumentos públicos cuya construcción se le debe, se cuentan principalmente el Foro y el templo de Marte Vengador, el de Apolo en el Palatium y el de Júpiter Tonante en el Capitolio. Se construyó el Foro porque el creciente número de litigantes y de los negocios lo exigían, y resultaban insuficientes los dos primeros. Así, sin esperar a que el templo de Marte estuviese concluido, apresuróse a ordenar que se procediese especialmente en el Foro nuevo, al juicio de las causas criminales y a la elección de jueces. Por lo que toca al templo de Marte, había hecho el voto durante la guerra Filipense, emprendida para vengar a su padre. Decretó, en consecuencia, que allí se reuniría el Senado para deliberar acerca de las guerras y de los triunfos; que de allí partirían los que marchasen con algún mando a las provincias; y que allí irían, finalmente, a depositar las insignias del triunfo los generales victoriosos. El templo de Apolo, en el Palatium, se construyó en la parte de su casa destruida por el rayo, donde habían declarado los arúspices que el dios pedia morada, añadiéndole pórticos y una biblioteca latina y griega. En sus últimos años convocaba a menudo el Senado e iba a él para reconocer las decurias de los jueces. El templo de Júpiter Tonante fue erigido por él en memoria de haber escapado de un peligro durante una marcha nocturna; en una de sus expediciones contra los cántabros, un rayo alcanzó, en efecto, su litera, matando al esclavo que iba delante de él con una antorcha en la mano. Hizo, además, ejecutar otros trabajos bajo otro nombre que el suyo, por ejemplo, con los de sus nietos, su esposa y su hermana; tales son el pórtico de Cayo y la basílica de Lucio, los pórticos de Livia y de Octavio, y el teatro de Marcelo. Frecuentemente exhortó también a los principales ciudadanos a embellecer la ciudad, cada cual según sus medios, o con monumentos nuevos, o reparando y embelleciendo los antiguos; este solo deseo fue causa de que se levantasen gran número de construcciones. Marcio Filipo elevó el templo de Hércules y Museos; L. Cornificio, el de Diana; Asinio Polión, el vestíbulo del de la Libertad; Munacio Plauco, el templo de Saturno; Cornelio Balbo, un teatro; Stantilio Fauro, un anfiteatro, y, en fin, M. Agripa gran número de magníficos edificios.

XXX. Dividió a Roma en secciones y barrios, encargando la vigilancia de las secciones a los magistrados anuales (ediles, tribunos, pretores), que la lograban por suerte y la de los barrios a inspectores que habitaban en ellos y que eran elegidos entre el pueblo. Estableció rondas nocturnas para los incendios, y para prevenir las inundaciones del Tíber hizo limpiar y ensanchar su cauce, obstruido desde mucho tiempo por las ruinas y estrechado por el derrumbamiento de edificios. Con objeto de facilitar por todas partes el acceso a Roma, encargóse de reparar la vía Flaminia hasta Rímini, y quiso que, a imitación suya, todo ciudadano que hubiese recibido los honores del triunfo, emplease en pavimentar un camino el dinero que le pertenecía por su parte de botín. Reconstruyó los edificios sagrados que la acción del tiempo o los incendios habían destruido, y adornólos como los otros con valiosísimos presentes, llevando en una sola vez al santuario de Júpiter Capitolino dieciséis mil libras de peso de oro y cincuenta millones de sestercios en piedras preciosas y perlas.

XXXI. Muerto Lépido, y conseguido por él el pontificado máximo, que en vida de aquél no se atrevió a arrebatarles hizo reunir y quemar mas de dos mil volúmenes de predicciones griegas y latinas que estaban repartidos entre al público y tenían sólo una dudosa autenticidad. Conservó sólo los libros sibilinos, haciendo de ellos un espurgo y encerrándolos en dos cofrecillos dorados, bajo la estatua de Apolo Palatino. Redujo el método seguido antiguamente en la marcha del año, arreglada ya por Julio César, y en la que la negligencia de los pontífices había introducido de nuevo desorden y confusión. En esta obra dio su nombre al mes llamado sextilis (52), con preferencia al de septiembre en que había nacido, porque en aquél obtuvo su primer consulado y logró sus principales victorias. Aumentó el número de sacerdotes, su dignidad y hasta sus privilegios, especialmente los de las vestales. Habiendo fallecido una de éstas se trataba de reemplazarla (53), y como muchos ciudadanos solicitasen el favor de no someter sus hijas a los riesgos del sorteo, dijo él que si alguna hija suya hubiese llegado a la edad requerida la hubiese ofrecido espontáneamente. Restableció, asimismo, gran número de ceremonias antiguas caídas en desuso, entre ellas el augurio de Salud, los honores debidos al flamín Dial, las Lupercales, los juegos seculares y compitales. Prohibió que se corriese en las fiestas Lupercales antes de la edad de la pubertad, prohibiendo también a los jóvenes de uno y otro sexo que asistiesen durante los juegos seculares a los espectáculos nocturnos si no los acompañaba algún pariente de más edad que ellos. Estableció dos juegos anuales en honor de los dioses compitales, que debían ser adornados con flores de primavera y verano. Honró casi tanto como a los dioses inmortales la memoria de los grandes hombres que de tan débiles principios supieron levantar el poder romano a tan considerable grado de desenvolvimiento. Por esta razón hizo restaurar los monumentos que aquellos levantaron, dejándoles sus gloriosas inscripciones. Por orden suya fueron colocadas todas sus estatuas en traje triunfal bajo los dos pórticos de su Foro, y declaró en un edicto que quería que su ejemplo sirviese para que se le juzgase a él mismo mientras viviese y a todos los príncipes sucesores suyos. Hizo también trasladar la estatua de Pompeyo del salón donde mataron a César, bajo una arcada de mármol, enfrente del palacio contiguo al teatro del mismo Pompeyo.

XXXII. Corrigió gran número de abusos tan detestables como perniciosos, nacidos de las costumbres y licencias de las guerras civiles y que la paz misma no había podido destruir. La mayoría de los ladrones de caminos llevaban públicamente armas con el pretexto de atender a su defensa, y los viajeros de condición libre o servil eran aprisionados en los caminos y encerrados sin distinción en los obradores de los propietarios de esclavos. También se habían formado, bajo el título de gremios nuevos, asociaciones de malhechores que cometían toda suerte de crímenes. Augusto contuvo a los ladrones estableciendo guardias en los puntos convenientes; visitó los obradores de esclavos y disolvió todos los gremios, exceptuando los antiguos y legales. Quemó los registros en que estaban inscritos los antiguos deudores del Tesoro, a fin de poner término con ello a los pleitos de que habían llegado a ser origen tales registros. Ciertas partes de la ciudad, que el dominio público reivindicaba con títulos dudosos, los adjudicó a sus poseedores. Sobreseyó los procesos de los antiguos acusados, cuya sanción servía solamente para regocijar a sus adversarios, y sometió a la posibilidad de la misma pena que hubiese podido pronunciarse contra ellos a todo el que intentase perseguirlos de nuevo. Para que ningún delito quedase impune y ningún negocio se llevase con negligencia, restituyó, por otra parte, al trabajo más de treinta días exentos de él, por juegos honorarios. A las tres decurias de jueces añadió la cuarta, formada de personas de censo inferior al de los caballeros, la cual fue llamada la decuria de los ducenarios, teniendo a su cargo el juicio de los negocios de mediana importancia. Eligió jueces desde la edad de veinte años, es decir, cinco antes de lo que se había hecho hasta entonces; y como muchos ciudadanos rehusasen el honor de estas funciones, autorizó, aunque a disgusto, a cada decuria para que disfrutase por turno de vacaciones anuales, y a que, siguiendo la costumbre establecida, se suspendiese el juicio de censuras durante los meses de noviembre y diciembre.