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Prof. Federico Cantó

sábado, 1 de febrero de 2014

LAS REVOLUCIONES EN EL SIGLO XIX . E. HOBSBAWM

LAS REVOLUCIONES
Por Eric Hobsbawm

La libertad, ese ruiseñor con voz de gigante, despierta a los que duermen más profundamente... ¿Cómo es posible pensar hoy en algo, excepto en luchar por ella? Quienes no aman a la humanidad todavía pueden ser grandes como tiranos. Pero ¿cómo puede uno ser indiferente?

LUDWIG BOERNE, 14 de febrero de 1831(1)

Los gobiernos, al haber perdido su equilibrio, están asustados, intimidados y sumidos en confusión por los gritos de las clases intermedias de la sociedad, que, colocada entre los reyes y sus súbditos, rompen el cetro de los monarcas y usurpan la voz del pueblo.

METTERNICH al zar, 1820(2)

I
Rara vez la incapacidad de los gobiernos para detener el curso de la historia se ha demostrado de modo más terminante que en los de la generación posterior a 1815. Evitar una segunda Revolución francesa, o la catástrofe todavía peor de una revolución europea general según el modelo de la francesa, era el objetivo supremo de todas las potencias que habían tardado más de veinte años en derrotar a la primera; incluso de los ingleses, que no simpatizaban con los absolutismos reaccionarios que se reinstalaron sobre toda Europa y sabían que las reformas ni pueden ni deben evitarse, pero que temían una nueva expansión franco-jacobina más que cualquier otra contingencia internacional. A pesar de lo cual, jamás en la historia europea y rarísima vez en alguna otra, el morbo revolucionario ha sido tan endémico, tan general, tan dispuesto a extenderse tanto por contagio espontáneo como por deliberada propaganda.

Tres principales olas revolucionarias hubo en el mundo occidental entre 1815 y 1848. (Asia y Africa permanecieron inmunes: las primera grandes revoluciones, el y «la», no ocurrieron hasta después de 1850). La primera tuvo lugar en 1820-1824. En Europa se limitó principalmente al Mediterráneo, con España (1820), Nápoles (1820) y Grecia (1821) como epicentros. Excepto el griego, todos aquellos alzamientos fueron sofocados.La revolución española reavivó el movimiento de liberación de sus provincias sudamericanas, que había sido aplastado después de un esfuerzo inicial (ocasionado por la conquista de la metrópoli por Napoleón en 1808) y reducido a unos pocos refugiados y a algunas bandas sueltas. Los tres grandes libertadores de la América del Sur española, Simón Bolívar, San Martín y Bernardo O’Higgins, establecieron respectivamente la independencia de la (que comprendía las actuales repúblicas de Colombia, Venezuela y Ecuador), de la Argentina, menos las zonas interiores de lo que ahora son Paraguay y Bolivia y las pampas al otro lado del Río de la Plata, en donde los gauchos de la Banda Oriental (ahora el Uruguay) combatían a los argentinos y a los brasileños, y de Chile. San Martín, ayudado por la flota chilena al mando de un noble radical inglés, Cochrane (el original del capitán Hornblower de la novela de C. S. Forrester), liberó a la última fortaleza del poder hispánico: el virreinato del Perú. En 1822 toda la América española del Sur era libre y San Martín, un hombre moderado y previsor de singular abnegación, abandonó a Bolívar y al republicanismo y se retiró a Europa, en donde vivió su noble vida en la que era normalmente un refugio para los ingleses perseguidos por deudas, Boulogne-sur-Mer, con una pensión de O’Higgins. Entre tanto, el general español enviado contra las guerrillas de campesinos que aún quedaban en México -Itúrbide- hizo causa común con ellas bajo el impacto de la revolución española, y en 1821 declaró la independencia mexicana. En 1822, el Brasil se separó tranquilamente de Portugal bajo el regente dejado por la familia real portuguesa al regresar a Europa de su destierro durante la guerra napoleónica. Los Estados Unidos reconocieron casi inmediatamente a los más importantes de los nuevos Estados; los ingleses lo hicieron poco después, teniendo buen cuidado de concluir tratados comerciales con ellos. Francia los reconoció más tarde.

La segunda ola revolucionaria se produjo en 1829-1834, y afectó a toda la Europa al Oeste de Rusia y al continente norteamericano. Aunque la gran era reformista del presidente Andrew Jackson (1829-1837) no estaba directamente conectada con los trastornos europeos, debe contarse como parte de aquella ola. En Europa, la caída de los Borbones en Francia estimuló diferentes alzamientos. Bélgica (1830) se independizó de Holanda; Polonia (1830-1831) fue reprimida sólo después de considerables operaciones militares; varias partes de Italia y Alemania sufrieron convulsiones; el liberalismo triunfó en Suiza -país mucho menos pacífico entonces que ahora-; y en España y Portugal se abrió un período de guerras civiles entre liberales y clericales. Incluso Inglaterra se vio afectada, en parte por culpa de la temida erupción de su volcán local -Irlanda-, que consiguió la emancipación católica (1829) y la reaparición de la agitación reformista. El Acta de Reforma de 1832 correspondió a la revolución de julio de 1830 en Francia, y es casi seguro que recibiera un poderoso aliento de las noticias de París. Este período es probablemente el único de la historia moderna en el que los sucesos políticos de Inglaterra marchan paralelos a los del continente, hasta el punto de que algo parecido a una situación revolucionaria pudo ocurrir en 1831-1832 a no ser por la prudencia de los partidos y . Es el único período del siglo XIX en el que el análisis de la política británica en tales términos no es completamente artificial.

De todo ello se infiere que la ola revolucionaria de 1830 fue mucho más grave que la de 1820. En efecto, marcó la derrota definitiva del poder aristocrático por el burgués en la Europa occidental. La clase dirigente de los próximos cincuenta años iba a ser la de banqueros, industriales y altos funcionarios civiles, aceptada por una aristocracia que se eliminaba a sí misma o accedía a una política principalmente burguesa, no perturbada todavía por el sufragio universal, aunque acosada desde fuera por las agitaciones de los hombres de negocios modestos e insatisfechos, la pequeña burguesía y los primeros movimientos laborales. Su sistema político, en Inglaterra, Francia y Bélgica, era fundamentalmente el mismo: instituciones liberales salvaguardadas de la democracia por el grado de cultura y riqueza de los votantes -sólo 168.000 al principio en Francia- bajo un monarca constitucional, es decir, algo por el estilo de las instituciones de la primera y moderada fase de la Revolución francesa, la constitución de 1791.(3) Sin embargo, en los Estados Unidos, la democracia jacksoniana supuso un paso más allá: la derrota de los ricos oligarcas no demócratas (cuyo papel correspondía al que ahora triunfaba en la Europa occidental) por la ilimitada democracia llegada al poder por los votos de los colonizadores, los pequeños granjeros y los pobres de las ciudades. Fue una innovación portentosa que los pensadores del liberalismo moderado, lo bastante realistas para comprender las consecuencias que tarde o temprano tendría en todas partes, estudiaron de cerca y con atención. Y, sobre todos, Alexis de Tocqueville, cuyo libro La democracia en América (1835)* sacaba lúgubres consecuencias de ella. Pero, como veremos, 1830 significó una innovación más radical aún en política: la aparición de la clase trabajadora como fuerza política independiente en Inglaterra y Francia y la de los movimientos nacionalistas en muchos países europeos.

Detrás de estos grandes cambios en política hubo otros en el desarrollo económico y social. Cualquiera que sea el aspecto de la vida social que observemos, 1830 señala un punto decisivo en él; de todas las fechas entre 1789 y 1848 es, sin duda alguna, la más memorable. Tanto en la historia de la industrialización y urbanización del continente y de los Estados Unidos, como en la de las migraciones humanas, sociales y geográficas o en la de las artes y la ideología, aparece con la misma prominencia. Y en Inglaterra y la Europa occidental, en general, arranca de ella el principio de aquellas décadas de crisis en el desarrollo de la nueva sociedad que concluyeron con la derrota de las revoluciones de 1848 y el gigantesco avance económico después de 1851.

La tercera y mayor de las olas revolucionarias, la de 1848, fue el producto de aquella crisis. Casi simultáneamente la revolución estalló y triunfó (de momento) en Francia, en casi toda Italia, en los Estados alemanes, en gran parte del Imperio de los Habsburgo y en Suiza (1847). En forma menos aguda, el desasosiego afectó también a España, Dinamarca y Rumania y en forma esporádica a Irlanda, Grecia e Inglaterra. Nunca se estuvo más cerca de la revolución mundial soñada por los rebeldes de la época que con ocasión de aquella conflagración espontánea y general, que puso fin a la época estudiada en este volumen. Lo que en 1789 fue el alzamiento de una sola nación era ahora, al parecer, de todo un continente.

II

A diferencia de las revoluciones de finales del siglo XVIII, las del período posnapoleónico fueron estudiadas y planeadas. La herencia más formidable de la Revolución francesa fue la creación de modelos y patrones de levantamientos políticos para uso general de los rebeldes de todas partes. Esto no quiere decir que las revoluciones de 1815-1848 fuesen obra exclusiva de unos cuantos agitadores desafectos, como los espías y los policías de la época -especies muy utilizadas- llegaban a decir a sus superiores. Se produjeron porque los sistemas políticos vueltos a imponer en Europa eran profundamente inadecuados -en un período de rápidos y crecientes cambios sociales- a las circunstancias políticas del continente, y porque el descontento era tan agudo que hacía inevitable los trastornos. Pero los modelos políticos creados por la revolución de 1789 sirvieron para dar un objetivo específico al descontento, para convertir el desasosiego en revolución, y, sobre todo, para unir a toda Europa en un solo movimiento -o quizá fuera mejor llamarlo corriente- subversivo.

Hubo varios modelos, aunque todos procedían de la experiencia francesa entre 1789 y 1797. Correspondían a las tres tendencias principales de la oposición pos-1815: la moderada liberal (o dicho en términos sociales, la de la aristocracia liberal y la alta clase media), la radical-democrática (o sea, la de la clase media baja, una parte de los nuevos fabricantes, los intelectuales y los descontentos) y la socialista (es decir, la del o nueva clase social de obreros industriales). Etimológicamente, cada uno de esos tres vocablos refleja el internacionalismo del período: es de origen franco-español; , inglés; , anglo-francés. es también en parte de origen francés (otra prueba de la estrecha correlación de las políticas británica y continental en el período del Acta de Reforma). La inspiración de la primera fue la revolución de 1789-1791; su ideal político, una suerte de monarquía constitucional cuasi-británica con un sistema parlamentario oligárquico -basado en la capacidad económica de los electores- como el creado por la Constitución de 1791 que, como hemos visto, fue el modelo típico de las de Francia, Inglaterra y Bélgica después de 1830-1832. La inspiración de la segunda podía decirse que fue la revolución de 1792-1793, y su ideal político, una República democrática inclinada hacia un y con cierta animosidad contra los ricos como en la Constitución jacobina de 1793. Pero, por lo mismo que los grupos sociales partidarios de la democracia radical eran una mezcolanza confusa de ideologías y mentalidades, es difícil poner una etiqueta precisa a su modelo revolucionario francés. Elementos de lo que en 1792-1793 se llamó girondismo, jacobinismo y hasta , se entremezclaban, quizá con predominio del jacobinismo de la Constitución de 1793. La inspiración de la tercera era la revolución del año II y los alzamientos postermidorianos, sobre todo la de Babeuf, ese significativo alzamiento de los extremistas jacobinos y los primitivos comunistas que marca el nacimiento de la tradición comunista moderna en política. El comunismo fue el hijo del y el ala izquierda del robespierrismo y heredero del fuerte odio de sus mayores a las clases medias y a los ricos. Políticamente el modelo revolucionario estaba en la línea de Robespierre y Saint-Just.

Desde el punto de vista de los gobiernos absolutistas, todos estos movimientos eran igualmente subversivos de la estabilidad y el buen orden, aunque algunos parecían más dedicados a la propaganda del caos que los demás, y más peligrosos por más capaces de inflamar a las masas míseras e ignorantes (por eso la policía secreta de Metternich prestaba en los años 1830 una atención que nos parece desproporcionada a la circulación de las Palabras de un creyente de Lamennais [1834], pues al hablar un lenguaje católico y apolítico, podía atraer a gentes inafectadas por una propaganda francamente atea).(4) Sin embargo, de hecho, los movimientos de oposición estaban unidos por poco más que su común aborrecimiento a los regímenes de 1815 y el tradicional frente común de todos cuantos por cualquier razón se oponían a la monarquía absoluta, a la Iglesia y a la aristocracia. La historia del período 1815-1848 es la de la desintegración de aquel frente unido.

III

Durante el período de la Restauración (1815-1830) el mando de la reacción cubría por igual a todos los disidentes y bajo su sombra las diferencias entre bonapartistas y republicanos, moderados y radicales apenas eran perceptibles. Todavía no existía una clase trabajadora revolucionaria o socialista, salvo en Inglaterra, en donde un proletariado independiente con ideología política había surgido bajo la égida de la owenista hacia 1830. La mayor parte de las masas descontentas no británicas todavía apolíticas u ostensiblemente legitimistas y clericales, representaban una protesta muda contra la nueva sociedad que parecía no tener más que males y caos. Con pocas excepciones, por tanto, la oposición en el continente se limitaba a pequeños grupos de personas ricas o cultas, lo cual venía a ser lo mismo. Incluso en un bastión tan sólido de la izquierda como la Escuela Politécnica, sólo un tercio de los estudiantes -que formaban un grupo muy subversivo- procedía de la pequeña burguesía (generalmente de los más bajos escalones del ejército y la burocracia) y sólo un 0,3 por ciento de las . Naturalmente estos estudiantes pobres eran izquierdistas, aceptaban las clásicas consignas de la revolución, más en la versión radical-democrática que en la moderada, pero todavía sin mucho más que un cierto matiz de oposición social. El clásico programa en torno al cual se agrupaban los trabajadores ingleses era el de una simple reforma parlamentaria expresada en los de la Carta del Pueblo.(5) En el fondo este programa no difería mucho del de la generación de Paine, y era compatible (al menos por su asociación con una clase trabajadora cada vez más consciente) con el radicalismo político de los reformadores benthamistas de la clase media. La única diferencia en el período de la Restauración era que los trabajadores radicales ya preferían escuchar lo que decían los hombres que les hablaban en su propio lenguaje -charlatanes retóricos como J. H. Leigh Hunt (1773-1835), o estilistas enérgicos y brillantes como William Cobbett (1762-1835) y, desde luego, Tom Paine (1737-1809)- a los discursos de los reformistas de la clase media.

Como consecuencia, en este período, ni las distinciones sociales ni siquiera las nacionales dividían a la oposición europea en campos mutuamente incompatibles. Si omitimos a Inglaterra y los Estados Unidos, en donde ya existía una masa política organizada (aunque en Inglaterra se inhibió por histerismo antijacobino hasta principios de la década de 1820-1830), las perspectivas políticas de los oposicionistas eran muy parecidas en todos los países europeos, y los métodos de lograr la revolución -el frente común del absolutismo excluía virtualmente una reforma pacífica en la mayor parte de Europa- eran casi los mismos. Todos los revolucionarios se consideraban -no sin razón- como pequeñas minorías selectas de la emancipación y el progreso, trabajando en favor de una vasta e inerte masa de gentes ignorantes y despistadas que sin duda recibirían bien la liberación cuando llegase, pero de las que no podía esperarse que tomasen mucha parte en su preparación. Todos ellos (al menos, los que se encontraban al Oeste de los Balcanes) se consideraban en lucha contra un solo enemigo: la unión de los monarcas absolutos bajo la jefatura del zar. Todos ellos, por tanto, concebían la revolución como algo único e indivisible: como un fenómeno europeo singular, más bien que como un conjunto de liberaciones locales o nacionales. Todos ellos tendían a adoptar el mismo tipo de organización revolucionaria o incluso la misma organización: la hermandad insurreccional secreta.

Tales hermandades, cada una con su pintoresco ritual y su jerarquía, derivadas o copiadas de los modelos masónicos, brotaron hacia finales del período napoleónico. La más conocida, por ser la más internacional, era la de los o carbonarios, que parecían descender de logias masónicas del Este de Francia por la vía de los oficiales franceses antibonapartistas en Italia. Tomó forma en la Italia meridional después de 1806 y, con otros grupos por el estilo, se extendió hacia el Norte y por el mundo mediterráneo después de 1815. Los carbonarios y sus derivados o paralelos encontraron un terreno propicio en Rusia (en donde tomaron cuerpo en los decembristas, que harían la primera revolución de la Rusia moderna en 1825), y especialmente en Grecia. La época carbonaria alcanzó su apogeo en 1820-1821, pero muchas de sus hermandades fueron virtualmente destruidas en 1823. No obstante, el carbonarismo (en su sentido genérico) persistió como el tronco principal de la organización revolucionaria, quizá sostenido por la simpática misión de ayudar a los griegos a recobrar su libertad (filohelenismo), y después del fracaso de las revoluciones de 1830, los emigrados políticos de Polonia e Italia lo difundieron todavía más.

Ideológicamente, los carbonarios y sus afines eran grupos formados por gentes muy distintas, unidas sólo por su común aversión a la reacción. Por razones obvias los radicales, entre ellos el ala izquierda jacobina y babuvista, al ser los revolucionarios más decididos, influyeron cada vez más sobre las hermandades. Filippo Buonarroti, viejo camarada de armas de Babeuf, fue su más diestro e infatigable conspirador, aunque sus doctrinas fueran mucho más izquierdistas que las de la mayor parte de sus o .

Todavía se discute si los esfuerzos de los carbonarios estuvieron alguna vez lo suficientemente coordinados para producir revoluciones internacionales simultáneas, aunque es seguro que se hicieron repetidos intentos para unir a todas las sociedades secretas, al menos en sus más altos e iniciados niveles. Sea cual sea la verdad, lo cierto es que una serie de insurrecciones de tipo carbonario se produjeron en 1820-1821. Fracasaron por completo en Francia, en donde faltaban las condiciones políticas para la revolución y los conspiradores no tenían acceso a las únicas efectivas palancas de la insurrección en una situación aún no madura para ellos: el ejército desafecto. El ejército francés, entonces y durante todo el siglo XIX, formaba parte del servicio civil, es decir, cumplía las órdenes de cualquier gobierno legalmente instaurado. Si fracasaron en Francia, en cambio, triunfaron, aunque de modo pasajero, en algunos Estados italianos y, sobre todo, en España, en donde la insurrección descubrió su fórmula más efectiva: el pronunciamiento militar. Los coroneles liberales organizados en secretas hermandades de oficiales, ordenaban a sus regimientos que les siguieran en la insurrección, cosa que hacían sin vacilar. (Los decembristas rusos trataron de hacer lo mismo con sus regimientos de la guardia, sin lograrlo por falta de coordinación). Las hermandades de oficiales -a menudo de tendencia liberal pues los nuevos ejércitos admitían a la carrera de las armas a jóvenes no aristócratas- y el pronunciamiento también serían rasgos característicos de la política de las Repúblicas hispanoamericanas, y una de las más duraderas y dudosas adquisiciones del período carbonario. Puede señalarse, de paso, que la sociedad secreta ritualizada y jerarquizada, como la masonería, atraía fuertemente a los militares, por razones comprensibles. El nuevo régimen liberal español fue derribado por una invasión francesa apoyada por la reacción europea, en 1823.

Sólo una de las revoluciones de 1820-1822 se mantuvo, gracias en parte a su éxito al desencadenar una genuina insurrección popular, y en parte a una situación diplomática favorable: el alzamiento griego de 1821.(6) Por ello, Grecia se convirtió en la inspiradora del liberalismo internacional, y el filohelenismo, que incluyó una ayuda organizada a los griegos y el envío de numerosos combatientes voluntarios, representó un papel análogo para unir a las izquierdas europeas en aquel bienio al que representaría en 1936-1939 la ayuda a la República española.

Las revoluciones de 1830 cambiaron la situación enteramente. Como hemos visto, fueron los primeros productos de un período general de agudo y extendido desasosiego económico y social y de rápidas y vivificadoras transformaciones. De aquí se siguieron dos resultados principales. El primero fue que la política y la revolución de masas sobre el modelo de 1789 se hicieron posibles otra vez, haciendo menos necesaria la exclusiva actividad de las hermandades secretas. Los Borbones fueron derribados en París por una característica combinación de crisis en la que pasaba por ser la política de la Restauración y de inquietud popular producida por la depresión económica. En esta ocasión, las masas no estuvieron inactivas. El París de julio de 1830 se erizó de barricadas, en mayor número y en más sitios que nunca, antes o después. (De hecho, 1830 hizo de la barricada el símbolo de la insurrección popular. Aunque su historia revolucionaria en París se remonta al menos al año 1588, no desempeñó un papel importante en 1789-1794). El segundo resultado fue que, con el progreso del capitalismo, y el -es decir, los hombres que levantaban las barricadas- se identificaron cada vez más con el nuevo proletariado industrial como . Por tanto, un movimiento revolucionario proletario-socialista empezó su existencia.
También las revoluciones de 1830 introdujeron dos modificaciones ulteriores en el ala izquierda política. Separaron a los moderados de los radicales y crearon una nueva situación internacional. Al hacerlo ayudaron a disgregar el movimiento no sólo en diferentes segmentos sociales, sino también en diferentes segmentos nacionales.

Internacionalmente, las revoluciones de 1830 dividieron a Europa en dos grandes regiones. Al Oeste del Rhin rompieron la influencia de los poderes reaccionarios unidos. El liberalismo moderado triunfó en Francia, Inglaterra y Bélgica. El liberalismo (de un tipo más radical) no llegó a triunfar del todo en Suiza y en la Península Ibérica, en donde se enfrentaron movimientos de base popular liberal y antiliberal católica, pero ya la Santa Alianza no pudo intervenir en esas naciones como todavía lo haría en la orilla oriental del Rhin. En las guerras civiles española y portuguesa de los años 1830, las potencias absolutistas y liberales moderadas prestaron apoyo a los respectivos bandos contendientes, si bien las liberales lo hicieron con algo más de energía y con la presencia de algunos voluntarios y simpatizantes radicales, que débilmente prefiguraron la hispanofilia de los de un siglo más tarde.(7) Pero la solución de los conflictos de ambos países iba a darla el equilibrio de las fuerzas locales. Es decir, permanecería indecisa y fluctuante entre períodos de victoria liberal (1833-1837, 1840-1843) y de predominio conservador.

Al Este del Rhin la situación seguía siendo poco más o menos como antes de 1830, ya que todas las revoluciones fueron reprimidas, los alzamientos alemanes e italianos por o con la ayuda de los austríacos, los de Polonia -mucho más serios- por los rusos. Por otra parte, en esta región el problema nacional predominaba sobre todos los demás. Todos los pueblos vivían bajo unos Estados demasiado pequeños o demasiado grandes para un criterio nacional: como miembros de naciones desunidas, rotas en pequeños principados (Alemania, Italia, Polonia), o como miembros de imperios multinacionales (el de los Habsburgo, el ruso, el turco). Las únicas excepciones eran las de los holandeses y los escandinavos que, aun perteneciendo a la zona no absolutista, vivían una vida relativamente tranquila, al margen de los dramáticos acontecimientos del resto de Europa.

Muchas cosas comunes había entre los revolucionarios de ambas regiones europeas, como lo demuestra el hecho de que las revoluciones de 1848 se produjeron en ambas, aunque no en todas sus partes. Sin embargo, dentro de cada una hubo una marcada diferencia en el ardor revolucionario. En el Oeste, Inglaterra y Bélgica dejaron de seguir el ritmo revolucionario general, mientras que Portugal, España y un poco menos Suiza, volvieron a verse envueltas en sus endémicas luchas civiles, cuyas crisis no siempre coincidieron con las de las demás partes, salvo por accidentes (como en la guerra civil suiza de 1847). En el resto de Europa había una gran diferencia entre las naciones activas y las pasivas o no entusiastas. Los servicios secretos de los Habsburgo se veían constantemente alarmados por los problemas de los polacos, los italianos y los alemanes no austríacos, tanto como por el de los siempre ruidosos húngaros, mientras no señalaban peligro alguno en las tierras alpinas o en las otras eslavas. A los rusos sólo les preocupaban los polacos, mientras los turcos podían confiar todavía en la mayor parte de los eslavos balcánicos para seguir tranquilos.

Esas diferencias reflejaban las variaciones en el ritmo de la evolución y en las condiciones sociales en los diferentes países, variaciones que se hicieron cada vez más evidentes entre 1830 y 1848, con gran importancia para la política. Así, la avanzada industrialización de Inglaterra cambió el ritmo de la política británica: mientras la mayor parte del continente tuvo su más agudo período de crisis social en 1846-1848, Inglaterra tuvo su equivalente -una depresión puramente industrial- en 1841-1842 (véase también el cap. IX). Y, a la inversa, mientras en los años 1820 los grupos de jóvenes idealistas podían esperar con fundamento que un putsch militar asegurara la victoria de la libertad tanto en Rusia como en España y Francia, después de 1830 apenas podía pasarse por alto el hecho de que las condiciones sociales y políticas en Rusia estaban mucho menos maduras para la revolución que en España.

A pesar de todo, los problemas de la revolución eran comparables en el Este y en el Oeste, aunque no fuesen de la misma clase: unos y otros llevaban a aumentar la tensión entre moderados y radicales. En el Oeste, los liberales moderados habían pasado del frente común de oposición a la Restauración (o de la simpatía por él) al mundo del gobierno actual o potencial. Además, habiendo ganado poder con los esfuerzos de los radicales -pues ¿quiénes más lucharon en las barricadas?- los traicionaron inmediatamente. No debía haber trato con algo tan peligroso como la democracia o la República. .(8)

Y más todavía: después de un corto intervalo de tolerancia y celo, los liberales tendieron a moderar sus entusiasmos por ulteriores reformas y a suprimir la izquierda radical, y especialmente las clases trabajadoras revolucionarias. En Inglaterra, la owenista de 1834-1835 y los cartistas afrontaron la hostilidad tanto de los hombres que se opusieron al Acta de Reforma como de muchos que la defendieron. El jefe de las fuerzas armadas desplegadas contra los cartistas en 1839 simpatizaba con muchas de sus peticiones como radical de clase media y, sin embargo, los reprimió. En Francia, la represión del alzamiento republicano de 1834 marcó el punto crítico; el mismo año, el castigo de seis honrados labradores wesleyanos que intentaron formar una unión de trabajadores agrícolas (los ) señaló el comienzo de una ofensiva análoga contra el movimiento de la clase trabajadora en Inglaterra. Por tanto, los movimientos radicales, republicanos y los nuevos proletarios, dejaron de alinearse con los liberales; a los moderados que aún seguían en la oposición les obsesionaba la idea de , que ahora era el grito de combate de las izquierdas.

En el resto de Europa, ninguna revolución había ganado. La ruptura entre moderados y radicales y la aparición de la nueva tendencia social-revolucionaria surgieron del examen de la derrota y del análisis de las perspectivas de una victoria. Los moderados -terratenientes y clase media acomodada, liberales todos- ponían sus esperanzas de reforma en unos gobiernos suficientemente dúctiles y en el apoyo diplomático de los nuevos poderes liberales. Pero esos gobiernos suficientemente dúctiles eran muy raros. Saboya en Italia seguía simpatizando con el liberalismo y despertaba un creciente apoyo de los moderados que buscaban en ella ayuda para el caso de una unificación del país. Un grupo de católicos liberales, animado por el curioso y poco duradero fenómeno de bajo el nuevo pontífice Pío IX (1846), soñaba, casi infructuosamente, con movilizar la fuerza de la Iglesia para el mismo propósito. En Alemania ningún Estado de importancia dejaba de sentir hostilidad hacia el liberalismo. Lo que no impedía que algunos moderados -menos de lo que la propaganda histórica prusiana ha insinuado- mirasen hacia Prusia, que por lo menos había creado una unión aduanera alemana (1834), y soñaran más que en las barricadas, en los príncipes convertidos al liberalismo. En Polonia, en donde la perspectiva de una reforma moderada con el apoyo del zar ya no alentaba al grupo de magnates (los Czartoryski) que siempre pusieron sus esperanzas en ella, los liberales confiaban en una intervención diplomática de Occidente. Ninguna de estas perspectivas era realista, tal como estaban las cosas entre 1830 y 1848.

También los radicales estaban muy disgustados con el fracaso de los franceses en representar el papel de liberadores internacionales que les había atribuido la gran revolución y la teoría revolucionaria. En realidad, ese disgusto, unido al creciente nacionalismo de aquellos años y a la aparición de diferencias en las aspiraciones revolucionarias de cada país, destrozó el internacionalismo unificado al que habían aspirado los revolucionarios durante la Restauración. Las perspectivas estratégicas seguían siendo las mismas. Una Francia neojacobina y quizá (como pensaba Marx) una Inglaterra radicalmente intervencionista, seguían siendo casi indispensables para la liberación europea, a falta de la improbable perspectiva de una revolución.(9) Sin embargo, una reacción nacionalista contra el internacionalismo -centrado en Francia- del período carbonario ganó terreno, una emoción muy adecuada a la nueva moda del romanticismo (véase capítulo XIV) que captó a gran parte de la izquierda después de 1830: no puede haber mayor contraste que entre el reservado racionalista y profesor de música dieciochesco Buonarroti y el peludo e ineficazmente teatral Giuseppe Mazzini (1805-1872), quien llegó a ser el apóstol de aquella reacción anticarbonaria, formando varias conspiraciones nacionales (la , la , la , etc.), unidas en una genérica . En un sentido, esta descentralización del movimiento revolucionario fue realista, pues en 1848 las naciones se alzaron por separado, espontánea y simultáneamente. En otro sentido, no lo fue: el estímulo para su simultánea erupción procedía todavía de Francia, y la repugnancia francesa a representar el papel de libertadora ocasionó el fracaso de aquellos movimientos.

Románticos o no, los radicales rechazaban la confianza de los moderados en los príncipes y los potentados, por razones prácticas e ideológicas. Los pueblos debían prepararse para ganar su libertad por sí mismos y no por nadie que quisiera dársela -sentimiento que también adaptaron para su uso los movimientos proletario-socialistas de la misma época-. La libertad debía conseguirse por la . Pero ésta era una concepción todavía carbonaria, al menos mientras las masas permaneciesen pasivas. Por tanto, no fue muy efectiva, aunque hubiese una enorme diferencia entre los ridículos preparativos con los que Mazzini intentó la invasión de Saboya y las serias y continuas tentativas de los demócratas polacos para sostener o revivir la actividad de guerrillas en su país después de la derrota de 1831. Pero asimismo, la decisión de los radicales de tomar el poder sin o contra las fuerzas establecidas, produjo una nueva división en sus filas. ¿Estaban o no preparados para hacerlo al precio de una revolución social?

IV

El problema era inflamatorio en todas partes, salvo en los Estados Unidos, en donde nadie podía refrenar la decisión de movilizar al pueblo para la política, tomada ya por la democracia jacksoniana.(10) Pero, a pesar de la aparición de un Workingmen’s Party (partido de los trabajadores) en los Estados Unidos en 1828-1829, la revolución social de tipo europeo no era una solución seria en aquel vasto y expansivo país, aunque hubiese sus grupos de descontentos. Tampoco era inflamatorio en Hispanoamérica, en donde ningún político, con la excepción quizá de los mexicanos, soñaba con movilizar a los indios (es decir, a los campesinos y labriegos), los esclavos negros o incluso a los mestizos (es decir, pequeños propietarios artesanales y pobres urbanos) para una actividad pública. Pero en la Europa occidental, en donde la revolución social llevada a cabo por los pobres de las ciudades era una posibilidad real, y en la gran zona europea de la revolución agraria, el problema de si se apelaba o no a las masas era urgente e inevitable.

El creciente descontento de los pobres -especialmente de los pobres urbanos- era evidente en toda la Europa occidental. Hasta en la Viena imperial se reflejaba en ese fiel espejo de las actitudes de la plebe y la pequeña burguesía que era el teatro popular suburbano. En el período napoleónico, sus obras combinaban la Gemuetlichkeit con una ingenua lealtad a los Habsburgo. Su autor más importante en los años 1820, Ferdinand Raimund, llenaba los escenarios con cuentos de hadas, melancolía y nostalgia de la perdida inocencia de la antigua comunidad sencilla, tradicionalista y no capitalista. Pero, desde 1835, la escena vienesa estaba dominada por una -Johann Nestroy- que empezó siendo un satírico político y social, un talento amargo y dialéctico, un espíritu corrosivo, para acabar convertido en un entusiasta revolucionario de 1848. Hasta los emigrantes alemanes que pasaban por El Havre, daban como razón para su desplazamiento a los Estados Unidos -que por los años 1830 empezaban a ser el país soñado por los europeos pobres- la de que .

El descontento urbano era universal en Occidente. Un movimiento proletario y socialista se advertía claramente en los países de la doble revolución, Inglaterra y Francia (v. también cap. XI). En Inglaterra surgió hacia 1830 y adquirió la madura forma de un movimiento de masas de trabajadores pobres que consideraba a los liberales y los como probables traidores y a los capitalistas y los como seguros enemigos. El vasto movimiento en favor de la , que alcanzó su cima en 1839-1842, pero conservando gran influencia hasta después de 1848, fue su realización más formidable. El socialismo británico o fue mucho más débil. Empezó de manera impresionante en 1829-1834, reclutando una gran cantidad de trabajadores como militantes de sus doctrinas (que habían sido propagadas principalmente entre los artesanos y los mejores trabajadores desde unos años antes) e intentando ambiciosamente establecer una nacional de las clases trabajadoras que, bajo la influencia owenista, incluso trató de establecer una economía cooperativa general superando a la capitalista. La desilusión después del Acta de Reforma de 1832 hizo que el grueso del movimiento laborista considerase a los owenistas -cooperadores y primitivos revolucionarios sindicalistas- como sus dirigentes, pero su fracaso en desarrollar una efectiva política estratégica y directiva, así como las sistemáticas ofensivas de los patronos y el gobierno, destruyeron el movimiento en 1834-1836. Este fracaso redujo a los socialistas a grupos propagandísticos y educativos un poco al margen de la principal corriente de agitación o a precursores de una más modesta cooperación en forma de tiendas cooperativas, iniciada en Rochdale, Lancashire, en 1844. De aquí la paradoja de que la cima del movimiento revolucionario de las masas de trabajadores pobres británicos, el cartismo, fuera ideológicamente algo menos avanzado, aunque políticamente más maduro que el movimiento de 1829-1834. Pero ello no le salvó de la derrota por la incapacidad política de sus jefes, sus diferencias locales y su falta de habilidad para concertar una acción nacional aparte de la preparación de monstruosas peticiones.

En Francia no existía un movimiento parecido de masas trabajadoras en la industria: los militantes franceses del en 1830-1848 eran, en su mayor parte, anticuados artesanos y jornaleros urbanos, procedentes de los centros de la tradicional industria doméstica, como las sederías de Lyon. (Los archirrevolucionarios canuts de Lyon no eran siquiera jornaleros, sino una especie de pequeños patronos). Por otra parte, las diferentes ramas del nuevo socialismo -los seguidores de Saint-Simon, Fourier, Cabet, etc.- se desinteresaban de la agitación política, aunque de hecho, sus pequeños conciliábulos y grupos -sobre todo los furieristas- iban a actuar como núcleos dirigentes de las clases trabajadoras y organizadoras de la acción de las masas al alborear la revolución de 1848. Por otra parte, Francia poseía la poderosa tradición, políticamente muy desarrollada, del ala izquierda jacobina y babuvista, una gran parte de la cual se hizo comunista después de 1830. Su caudillo más formidable fue Augusto Blanqui (1805-1881), discípulo de Buonarroti.

En términos de análisis y teoría social, el blanquismo tenía poco con qué contribuir al socialismo, excepto con la afirmación de su necesidad y la decisiva observación de que el proletariado de los explotados jornaleros sería su arquitecto y la clase media (ya no la alta) su principal enemigo. En términos de estrategia política y organización, adaptó a la causa de los trabajadores el órgano tradicional revolucionario, la secreta hermandad conspiradora -despojándola de mucho de su ritualismo y sus disfraces de la época de la Restauración-, y el tradicional método revolucionario jacobino, insurrección y dictadura popular centralizada. De los blanquistas (que a su vez derivaban de Saint-Just, Babeuf y Buonarroti), el moderno movimiento socialista revolucionario adquirió el convencimiento de que su objetivo debía ser apoderarse del poder e instaurar (esta expresión es de cuño blanquista). La debilidad del blanquismo era en parte la debilidad de la clase trabajadora francesa. A falta de un gran movimiento de masas conservaba, como sus predecesores los carbonarios, una ¡Error! No se encuentra el origen de la referencia. que planeaba sus insurrecciones un poco en el vacío, por lo que solían fracasar como en el frustrado levantamiento de 1839.

Por todo ello, la clase trabajadora o la revolución urbana y socialista aparecían como peligros reales en la Europa occidental, aun cuando en los países más industrializados, como Inglaterra y Bélgica, los gobiernos y las clases patronales las mirasen con relativa -y justificada- placidez: no hay pruebas de que el gobierno británico estuviera seriamente preocupado por la amenaza al orden público de los cartistas, numerosos pero divididos, mal organizados y peor dirigidos.(12) Por otra parte, la población rural no estaba en condiciones de estimular a los revolucionarios o asustar a los gobernantes. En Inglaterra, el gobierno sintió cierto pánico pasajero cuando una ola de tumultos y destrucciones de máquinas se propagó entre los hambrientos labriegos del Sur y el Este de la nación a finales de 1830. La influencia de la Revolución francesa de julio, fue detectada en esta espontánea, amplia y rápidamente apaciguada ¡Error! No se encuentra el origen de la referencia.,(13) castigada con mucha mayor dureza que las agitaciones cartistas, como era quizá de esperar en vista de la situación política, mucho más tensa que durante el período del Acta de Reforma. Sin embargo, la inquietud agraria pronto recayó en formas políticas menos temibles. En las demás zonas avanzadas económicamente, excepto en algunas de la Alemania occidental, no se esperaban serios movimientos revolucionarios agrarios y el aspecto exclusivamente urbano de la mayor parte de los revolucionarios carecía de aliciente para los campesinos. En toda la Europa occidental (dejando aparte la Península Ibérica) sólo Irlanda padecía un largo y endémico movimiento de revolución agraria, organizado en secreto y disperso en sociedades terroristas como los Ribbonmen y los Whiteboys. Pero social y políticamente Irlanda pertenecía a un mundo diferente del de sus vecinos.

El principio de la revolución social dividió a los radicales de la clase media, es decir, a los grupos de descontentos hombres de negocios, intelectuales, etc., que se oponían a los moderados gobiernos liberales de 1830. En Inglaterra, se dividieron en los que estaban dispuestos a sostener el cartismo o hacer causa común con él (como en Birmingham o en la Complete Suffrage Union del cuáquero Joseph Sturge) y los que insistían (como los miembros de la Liga Anti-Corn Law) en combatir a la aristocracia y al cartismo. Predominaban los intransigentes, confiados en la mayor homogeneidad de su conciencia de clase, en su dinero, que derrochaban a manos llenas, y en la efectividad de la organización propagandista y consultiva que constituían. En Francia, la debilidad de la oposición oficial a Luis Felipe y la iniciativa de las masas revolucionarias de París hicieron girar la decisión en otro sentido. -escribía el poeta radical Béranger después de la revolución de febrero de 1848-. .(14) La ruptura de los radicales de la clase media con la extrema izquierda sólo se produciría después de la revolución.

Para la descontenta pequeña burguesía de artesanos independientes, tenderos, granjeros y demás que (unidos a la masa de obreros especializados) formaban probablemente el principal núcleo de radicalismo en Europa occidental, el problema era menos abrumador. Por su origen modesto simpatizaban con el pobre contra el rico; como hombres de pequeño caudal simpatizaban con el rico contra el pobre. Pero la división de sus simpatías los llenaba de dudas y vacilaciones acerca de la conveniencia de un gran cambio político. Llegado el momento se mostrarían, aunque débilmente, jacobinos, republicanos y demócratas. Vacilantes componentes de todos los frentes populares, eran, sin embargo, un componente indispensable, hasta que los expropiadores potenciales estuvieran realmente en el poder.

V

En el resto de la Europa revolucionaria, en donde el descontento de las clases bajas del país y los intelectuales formaban el núcleo central del radicalismo, el problema era mucho más grave, pues las masas las constituían los campesinos; muchas veces unos campesinos pertenecientes a diferentes naciones que sus terratenientes y sus hombres de la ciudad: eslavos y rumanos en Hungría, ucranianos en la Polonia oriental, eslavos en distintas regiones de Austria. Y los más pobres y menos eficientes propietarios, los que carecían de medios para abandonar el estado legal que les proporcionaban sus medios de vida, eran a menudo los más radicalmente nacionalistas. Desde luego, mientras la masa campesina permaneciera sumida en la ignorancia y en la pasividad política, el problema de su ayuda a la revolución era menos inmediato de lo que podía haber sido, pero no menos explosivo. Y ya en los años 1840 y siguientes, esta pasividad no se podía dar por supuesta. La rebelión de los siervos en Galitzia, en 1846, fue el mayor alzamiento campesino desde los días de la Revolución francesa de 1789.

Aunque el problema fuera candente, también era, hasta cierto punto, retórico. Económicamente, la modernización de zonas retrógadas, como las de Europa oriental, exigía una reforma agraria, o cuando menos la abolición de la servidumbre que todavía subsistía en los Imperios austríaco, ruso y turco. Políticamente, una vez que el campesinado llegase al umbral de una actividad, era seguro que habría de hacer algo para satisfacer sus peticiones, en todo caso en los países en que los revolucionarios luchaban contra un gobierno extranjero. Si los revolucionarios no atraían a su lado a los campesinos, lo harían los reaccionarios; en todo caso, los reyes legítimos, los emperadores y las Iglesias tenían la ventaja táctica de que los campesinos tradicionalistas confiaban en ellos más que en los señores y todavía estaban dispuestos, en principio, a esperar justicia de ellos. Y los monarcas, a su vez, estaban dispuestos a utilizar a los campesinos contra la clase media si lo creyeran necesario o conveniente: los Borbones de Nápoles lo hicieron sin dudarlo, en 1799, contra los jacobinos napolitanos. ¡Error! No se encuentra el origen de la referencia. -gritarían los campesinos lombardos, en 1848, aclamando al general austríaco que aplastó el alzamiento nacionalista.(15) El problema para los radicales en los países subdesarrollados no era el de buscar la alianza con los campesinos, sino el de saber si lograrían conseguirla.

Por eso, en tales países, los radicales se dividieron en dos grupos: los demócratas y la extrema izquierda. Los primeros (representados en Polonia por la Sociedad Democrática Polaca, en Hungría por los partidarios de Kossuth, en Italia por los mazzinianos), reconocían la necesidad de atraer a los campesinos a la causa revolucionaria, donde fuera necesario con la abolición de la servidumbre y la concesión de derechos de propiedad a los pequeños cultivadores, pero esperaban una especie de coexistencia pacífica entre una nobleza que renunciara voluntariamente a sus derechos feudales -no sin compensación- y un campesinado nacional. Sin embargo, en donde el viento de la rebelión campesina no sopló demasiado fuerte o el miedo de su explotación por los príncipes no era grande (como en gran parte de Italia), los demócratas descuidaron en la práctica el proveerse de un programa social y agrario, prefiriendo predicar las generalidades de la democracia política y la liberación nacional.

La extrema izquierda concebía la lucha revolucionaria como una lucha de las masas simultáneamente contra los gobiernos extranjeros y los explotadores domésticos. Anticipándose a los revolucionarios nacional-sociales de nuestro siglo, dudaban de la capacidad de la nobleza y de la débil clase media, con sus intereses frecuentemente ligados a los del gobierno, para guiar a la nueva nación hacia su independencia y modernización. Su programa estaba fuertemente influido por el naciente socialismo occidental, aunque, a diferencia de la mayor parte de los socialistas premarxistas, eran revolucionarios políticos y críticos sociales. Así la efímera república de Cracovia, en 1846, abolió todas las cargas de los campesinos y prometió a sus pobres urbanos . Los carbonarios más avanzados del Sur de Italia adoptaron el programa babuvista-blanquista. Quizá, excepto en Polonia, esta corriente de pensamiento fue relativamente débil, y su influencia disminuyó mucho por el fracaso de los movimientos compuestos sustancialmente de escolares, estudiantes, intelectuales de origen mesocrático o plebeyo y unos cuantos idealistas en su intento de movilizar a los campesinos que con tanto afán querían reclutar.(16)

Por tanto, los radicales de la Europa subdesarrollada nunca resolvieron efectivamente su problema, en parte por la repugnancia de sus miembros a hacer concesiones adecuadas u oportunas a los campesinos y, en parte, por la falta de madurez política de esos mismos campesinos. En Italia, las revoluciones de 1848 fueron conducidas sustancialmente sobre las cabezas de una población rural inactiva; en Polonia (en donde el alzamiento de 1846 se transformó rápidamente en una rebelión campesina contra la burguesía polaca, estimulada por el gobierno austríaco), ninguna revolución tuvo lugar en 1848, salvo en la Posnania prusiana. Incluso en la más avanzada de las naciones revolucionarias -Hungría- las reformas iniciadas por el gobierno respondían al designio de impedir la movilización de los campesinos para una guerra de liberación nacional. Y sobre una gran parte de la Europa oriental, los campesinos eslavos, vistiendo uniformes de soldados imperiales, fueron los que efectivamente reprimieron a los revolucionarios germanos y magiares.

VI

A pesar de estar ahora divididos por las diferencias de condiciones locales, por la nacionalidad y por las clases, los movimientos revolucionarios de 1830-1848, conservaban muchas cosas en común. En primer lugar, como hemos visto, seguían siendo en su mayor parte organizaciones de conspiradores de clase media e intelectuales, con frecuencia exiliados, o limitadas al relativamente pequeño mundo de la cultura. (Cuando las revoluciones estallaban, el pueblo, naturalmente, se sumaba a ellas. De los 350 muertos en la insurrección de Milán de 1848, sólo muy pocos más de una docena fueron estudiantes, empleados o miembros de familias acomodadas. Setenta y cuatro fueron mujeres y niños, y el resto artesanos y obreros).(17) En segundo lugar, conservaban un patrón común de conducta política, ideas estratégicas y tácticas, etc., derivado de la experiencia heredada de la revolución de 1789, y un fuerte sentido de unidad internacional.

El primer factor se explica fácilmente. Una tradición de agitación y organización de masas sólidamente establecida como parte de la normal (y no inmediatamente pre o posrevolucionaria) vida social, apenas existía, a no ser en los Estados Unidos e Inglaterra y quizá Suiza, Holanda y Escandinavia. Las condiciones para ello no se daban fuera de Inglaterra y los Estados Unidos. El que un periódico alcanzara una circulación semanal de más de 60.000 ejemplares y un número mucho mayor de lectores, como el cartista , en abril de 1839(18), era inconcebible en otro país. El número corriente de ejemplares tirados por un periódico era el de 5.000, aunque los oficiosos o -desde los años 1830- de puro entretenimiento probablemente pasaran de 20.000 en un país como Francia.(19) Incluso en países constitucionales como Bélgica y Francia, la agitación legal de la extrema izquierda sólo era permitida intermitentemente, y con frecuencia sus organizadores se consideraban ilegales. En consecuencia, mientras existía un simulacro de política democrática entre las restringidas clases que formaban el país legal, con alguna repercusión entre las no privilegiadas, las actividades fundamentales de una política de masas -campañas públicas para presionar a los gobiernos, organización de masas políticas, peticiones, oratoria ambulante dirigida al pueblo, etc.- apenas eran posibles. Fuera de Inglaterra, nadie habría pensado seriamente en conseguir una ampliación del fuero parlamentario mediante una campaña de recogida de firmas y manifestaciones públicas, o tratar de abolir una ley impopular por medio de una presión de las masas, como respectivamente trataron de hacer el cartismo y la Liga Anti-Corn Law. Los grandes cambios constitucionales significan una ruptura con la legalidad, y lo mismo pasa con los grandes cambios sociales.

Las organizaciones ilegales son naturalmente más reducidas que las legales, y su composición social dista mucho de ser representativa. Desde luego la evolución de las sociedades secretas carbonarias generales en proletario-revolucionarias como las blanquistas, produjo una relativa disminución en sus miembros de la clase media y un aumento en los de la clase trabajadora, por ejemplo, en el número de artesanos y obreros especializados. Las organizaciones blanquistas entre 1830 y 1848 se decía que estaban constituidas casi exclusivamente por hombres de la clase más baja.(20) Así, la Liga alemana de los Proscritos (que más adelante se convertiría en la Liga de los Justos y en la Liga Comunista de Marx y Engels), cuya médula la formaban jornaleros alemanes expatriados. Pero éste era un caso más bien excepcional. El grueso de los conspiradores seguía formado, como antes, por hombres de las clases profesionales o de la pequeña burguesía, estudiantes y escolares, periodistas, etc., aunque quizá con una proporción menor (fuera de los países ibéricos) de jóvenes oficiales que en los momentos culminantes del carbonarismo.

Además, hasta cierto punto toda la izquierda europea y americana continuaba combatiendo a los mismos enemigos y compartiendo las mismas aspiraciones y el mismo programa. .(21) ¿Qué radical o revolucionario habría discrepado de ellos? Si era burgués, favorecería un Estado en el cual la propiedad como tal (como en las Constituciones de 1830-1832, que hacían depender el voto de una determinada cantidad de riqueza), tendría cierta holgura económica; si era socialista o comunista, pretendería que la propiedad fuera socializada. Sin duda, el punto crítico se alcanzaría -en Inglaterra ya se había alcanzado en el tiempo del cartismo- cuando los antiguos aliados contra reyes, aristócratas y privilegiados se volvieran unos contra otros y el conflicto fundamental quedara reducido a la lucha entre burgueses y trabajadores. Pero antes de 1848, en ninguna otra parte se había llegado a ello. Sólo la gran burguesía de unos pocos países figuraba hasta ahora de manera oficial en el campo gubernamental. E incluso los proletarios comunistas más conscientes se consideraban y actuaban como la más extrema izquierda del movimiento radical y democrático general, y miraban el establecimiento de la república demoburguesa como un preliminar indispensable para el ulterior avance del socialismo. El Manifiesto Comunista de Engels y Marx es una declaración de futura guerra contra la burguesía, pero -en Alemania al menos- de alianza con ella en el presente. La clase media alemana más avanzada, los industriales de Renania, no sólo pidieron a Marx que editara su órgano radical, la , en 1848; Marx aceptó y lo editó no simplemente como un órgano comunista, sino también como portavoz y conductor del radicalismo alemán.

Más que una perspectiva común, las izquierdas europeas compartían un cuadro de lo que sería la revolución, derivado de la de 1789, con pinceladas de la de 1830. Habría una crisis en los asuntos políticos del Estado, que conduciría a una insurrección. (La idea carbonaria de un golpe de una minoría selecta o un alzamiento organizado, sin referencias al clima general político o económico estaba cada vez más desacreditada, salvo en los países ibéricos, sobre todo, por el ruidoso fracaso de varios intentos de esa clase en Italia -por ejemplo, en 1833-1834 y 1841-1845- y de como los preparados en 1836 por Luis Bonaparte, sobrino del emperador). Se alzarían barricadas en la capital; los revolucionarios se apoderarían del palacio real, el Parlamento o (como querían los extremistas, que se acordaban de 1792) el Ayuntamiento, izarían en ellos la bandera tricolor y proclamarían la República y un gobierno provisional. El país, entonces, aceptaría el nuevo régimen. La importancia decisiva de las capitales era reconocida universalmente, pero sólo después de 1848, los gobiernos empezaron a modificarlas para facilitar los movimientos de las tropas contra los revolucionarios.

Se organizaría una guardia nacional, constituida por ciudadanos armados, se convocarían elecciones democráticas para una Asamblea Constituyente, el gobierno provisional se convertiría en definitivo cuando la nueva Constitución entrara en vigor. El nuevo régimen prestaría una ayuda fraternal a las demás revoluciones que, casi seguramente, se producirían. Lo que ocurriera después, pertenecía a la era posrevolucionaria, para la cual, también los acontecimientos de Francia, en 1792-1799, proporcionaban abundantes y concretos modelos de lo que había que hacer y lo que había que evitar. Las inteligencias de los más jacobinos entre los revolucionarios se inclinaban, naturalmente, hacia los problemas de la salvaguardia de la revolución contra los intentos de los contrarrevolucionarios nativos o extranjeros para aniquilarla. En resumen, puede decirse que la extrema izquierda política estaba decididamente a favor del principio (jacobino) de centralización y de un fuerte poder ejecutivo, frente a los principios (girondinos) de federalismo, descentralización y división de poderes.

Esta perspectiva común estaba muy reforzada por la fuerte tradición del internacionalismo, que sobrevivía incluso entre los separatistas nacionalistas que se negaban a aceptar la jefatura automática de cualquier país, por ejemplo, Francia, o mejor dicho, París. La causa de todas las naciones era la misma, aun sin considerar el hecho evidente de que la liberación de la mayor parte de los europeos parecía implicar la derrota del zarismo. Los prejuicios nacionales (que, como decían los , ) desaparecerían en el mundo de la fraternidad. Las tentativas de crear organismos revolucionarios internacionales nunca cesaron, desde la de Mazzini -concebida como lo contrario de las antiguas internacionales masónico-carbonarias- hasta la Asociación Democrática para la Unificación de Todos los Países, de 1847. Entre los movimientos nacionalistas, tal internacionalismo tendía a perder importancia, pues los países que ganaban su independencia y entablaban relaciones con los demás pueblos veían que éstas eran mucho menos fraternales de lo que habían supuesto. En cambio, entre los social-revolucionarios que cada vez aceptaban más la orientación proletaria, ese internacionalismo ganaba fuerza. La Internacional, como organización y como canto, iba a ser parte integrante de los posteriores movimientos socialistas del siglo.

Un factor accidental que reforzaría el internacionalismo de 1830-1848, fue el exilio. La mayor parte de los militantes de las izquierdas continentales estuvieron expatriados durante algún tiempo, muchos durante décadas, reunidos en las relativamente escasas zonas de refugio o asilo: Francia, Suiza y bastante menos Inglaterra y Bélgica. (Las Américas estaban demasiado lejos para una emigración política temporal, aunque atrajeran a algunos). El mayor contingente de exiliados lo proporcionó la gran emigración polaca -entre cinco y seis mil personas(22) fugitivas de su país a causa de la derrota de 1831-, seguido del de la italiana y alemana (ambas reforzadas por importantes grupos de emigrados no políticos o comunidades de sus nacionalidades instaladas en otros países). Por los años 1840, una pequeña colonia de acaudalados intelectuales rusos habían asimilado las ideas revolucionarias occidentales en viajes de estudio por el extranjero o buscaban una atmósfera más cordial que la de las mazmorras o los trabajos forzados de Nicolás I. También se encontraban estudiantes y residentes acomodados de países pequeños o atrasados en las dos ciudades que formaban los soles culturales de la Europa oriental, Hispanoamérica y Levante: París primero y más tarde Viena.

En los centros de refugio los emigrados se organizaban, discutían, disputaban, se trataban y se denunciaban unos a otros, y planeaban la liberación de sus países o, entre tanto sonaba esa hora, la de otros pueblos. Los polacos y algo menos los italianos (el desterrado Garibaldi luchó por la libertad de diferentes países hispanoamericanos) llegaron a formar unidades internacionales de revolucionarios militantes. Ningún alzamiento o guerra de liberación en cualquier lugar de Europa, entre 1831 y 1871, estaría completo sin la presencia de su correspondiente contingente de técnicos o combatientes polacos; ni siquiera (se ha sostenido) el único alzamiento en armas durante el período cartista, en 1839. Pero no fueron los únicos. Un expatriado liberador de pueblos verdaderamente típico, Harro Harring -danés, según decía- combatió sucesivamente por Grecia, en 1821, por Polonia, en 1830-1831, como miembro de la , la , de Mazzini, y la más borrosa ; al otro lado del Océano, en la lucha por unos proyectados Estados Unidos de Hispanoamérica, y en Nueva York, antes de regresar a Europa para participar en la revolución de 1848; a pesar de lo cual, le quedó tiempo para escribir y publicar libros titulados Los pueblos, Gotas de sangre, Palabras de un hombre y Poesía de un escandinavo.(23)

Un destino común y un común ideal ligaba a aquellos expatriados y viajeros. La mayor parte de ellos se enfrentaban con los mismos problemas de pobreza y vigilancia policíaca, de correspondencia clandestina, espionaje y asechanzas de agentes provocadores. Como el fascismo en la década de 1930, el absolutismo en las de 1830 y 1840 confinaba a sus enemigos. Entonces, como un siglo después, el comunismo que trataba de explicar y hallar soluciones a la crisis social del mundo, atraía a los militantes y a los intelectuales meramente curiosos a su capital -París- añadiendo una nueva y grave fascinación a los encantos más ligeros de la ciudad ().(24) En aquellos centros de refugio los emigrados formaban esa provisional -pero con frecuencia permanente- comunidad del exilio, mientras planeaban la liberación de la humanidad. No siempre les gustaba o aprobaban lo que hacían los demás, pero los conocían y sabían que su destino era el mismo. Juntos preparaban la revolución europea, que se produciría -y fracasaría- en 1848.


NOTAS CAPÍTULO VI

(1) Ludwig Boerne, GesammelteSchriften, III, páginas 130-131.
(2) Memoirs of Prince Metternich, III, pág. 468.
(3) Sólo en la práctica, con muchos más privilegios restringidos que en 1791.
* Traducción española, Guadarrama, 1969.
(4) Viena Verwaltungsarchiv, Polizeilhofstelle H 136/1834, passim.
(5) Estos eran: 1. Sufragio universal. 2. Voto por papeleta. 3. Igualdad de distritos electorales. 4. Pago a los miembros del parlamento. 5. Parlamentos anuales. 6. Abolición de la condición de propietarios para los candidatos.
(6) Para Grecia, véase también el cap. VII.
(7) Los ingleses se habían interesado por España gracias a los refugiados liberales españoles, con quienes mantuvieron contacto desde los años 1820. También el anticatolicismo británico influyó bastante en dar a la afición a las cosas de España -inmortalizada en La Biblia en España, de George Borrow, y el famoso Handbook of Spain, de Murray- un carácter anticarlista.
(8) Guizot: Of Democracy in Modern Societies, Londres, 1838, pág. 32.
(9) El más lúcido estudio de esta estrategia revolucionaria general está contenido en los artículos de Marx en la , durante la revolución de 1848.
(10) Exceptuando, claro está, a los esclavos del sur.
(11) M. L. Hansen: The Atlantic Migration, 1945, pág. 147.
(12) F. C. Mather: The Government and the Chartists, en A. Briggs, ed., Chartists Studies, 1959.
(13) Cf. Parliamentary Papers, XXXIV de 1834; respuestas a la pregunta 53, (), por ejemplo, Lambourn, Speen (Berks), Steeple Claydon (Bucks), Bonington (Glos), Evenley (Northants).
(14) R. Dautry: 1848 et la Deuxième République, 1848, página 80.
(15) St. Kieniewicz: La Pologne et l’Italie à l’époque du printemps des peuples, en La Pologne au Xe Congrès International Historique, 1955, pág. 245.
(16) Sin embargo, en algunas zonas de pequeña propiedad campesina, arrendamientos o aparcerías, como La Romaña o partes del Sudoeste de Alemania, el radicalismo de tipo mazziniano consiguió obtener bastante apoyo de las masas en 1848 y más tarde.
(17) D. Cantimori, en F. Fejtö, ed., The Opening of an Era: 1848, 1948, pág. 119.
(18) D.Read: Press and People, 1961, pág. 216.
(19) Irene Collins: Government and Newspaper Press in France, 1814-1881, 1959.
(20) Cf. E. J. Hobsbawm: Primitive Rebels, 1959, páginas 171-172; V. Volguine: Les ideés socialistes et communistes dans les sociétés secrètes, , II, 1954, págs. 10-37; A. B. Spitzer: The Revolutionary Theories of Auguste Blanqui, 1957, págs. 165-166.
(21) G. D. H. Cole y A. W. Filson: British Working Class Movements, , 1951, pág. 402.
(22) J. Zubrzycki: Emigration from Poland, , IV, 1952-1953, pág. 248.
(23) Harro Harring tuvo la mala suerte de suscitar la hostilidad de Marx, quien empleó algunas de sus formidables dotes para la inventiva satírica en ridiculizarle ante la posteridad en su Die Grossen Maenner des Exils (Marx-Engels: Werke, Berlín, 1960, vól. 8, págs. 292-298).
(24) Engels a Marx, 9 de marzo de 1847.

miércoles, 8 de enero de 2014

PRIMER TRIUNVIRATO

El  23  de  setiembre  de  1811,  la  Junta  Grande  fue sustituida por un ejecutivo de tres personas llamado Primer Triunvirato,  en  medio  de  las  acusaciones  formuladas  por  la oposición, que responsabilizaba a aquel cuerpo y al excesivo número  de  miembros  que  lo  integraban  por  las  trabas  y dilaciones en la acción de gobierno. Designado por la Junta Conservadora,  el  Triunvirato  tenía  un  carácter  provisional, duró  un  año  en  funciones,  y  gobernó  hasta  1812.  

El  bando que ordenó su creación fue publicado el 25 de septiembre en la “Gaceta Extraordinaria de Buenos Aires”:
“[…]  ha  acordado  constituir  un  poder  ejecutivo compuesto  de  tres  vocales,  y  tres  secretarios  sin  voto  […] Para vocales los señores, coronel Dr. D. Feliciano Chiclana, D. Manuel de Sarratea y el Dr. Juan J. Paso, y para secretarios, sin voto, los señores Dr. D.  José  Pérez,  de  Gobierno, Dr. D.Bernardino Rivadavia, de Guerra y el Dr. D. Vicente López, de Hacienda,  los  cuales  tomarán  el  gobierno  bajo  las  reglas  o modificaciones que deberá establecer la Corporación, o Junta Conservadora  que  formarán  los  señores  diputados  de  los pueblos y provincias”.

Entre las resoluciones más significativas de este gobierno pueden señalarse el decreto de libertad de imprenta del 26 de octubre y el de seguridad individual del 23 de noviembre, ambos del año 1811. Sus lineamientos generales habrían de ser incorporados a los textos constitucionales subsiguientes y a los reglamentos de administración de justicia.

Junto  al  Triunvirato  actuaba  la  Junta  Conservadora. Derivada, en principio, de la transformación de la Junta Grande, cumplía el rol de Poder Legislativo, en representación directa del pueblo y con la atribución de dictar las leyes. No obstante, también  es  verdad  que  el  Estatuto  del  22  de  noviembre  de 1811 prescindía de las distinciones entre los tres poderes:

 “Al gobierno corresponde velar sobre el cumplimiento de las leyes y adoptar cuantas medidas crea necesarias para la defensa y salvación de la patria, según lo exija el imperio de la necesidad y las circunstancias del momento” (Art. 6º).


Además, la duración de este órgano legislativo fue efímera, sólo pudo sostenerse entre septiembre y noviembre de 1811. El mismo Triunvirato ordenó su disolución y la expulsión de todos sus miembros de Buenos Aires. Esta decisión fuertemente centralista provocó, entre otras reacciones adversas, la sublevación del Regimiento de Patricios conocida como “Motín de la Trenzas”. En enero de 1812, el gobierno fue más allá. Emitió un decreto suprimiendo las  juntas  provinciales  y  reemplazándolas  por  funcionarios nombrados directamente desde Buenos Aires.

jueves, 2 de enero de 2014

LOS PAMPAS Y LAS INVASIONES INGLESAS

Ver: Las Invasiones Inglesas.
Ver: Documentos sobre las Invasiones Inglesas.

Los pampas y las invasiones inglesas.

El 17 de agosto de 1806, los cabildantes recibieron en la sala capitular al “Indio Pampa Felipe con don Manuel Martín de la Calleja y expuso aquel por intérprete que venía a nombre de diez y seis Caciques de los Pampas y cheguelchos a hacer presente que estaban prontos a franquear gente, caballos y cuantos auxilios dependiesen de su  arbitrio para que este Ilustre Cabildo échase mano de ellos contra los Colorados, cuyo nombre dio a los Ingleses; […] que también franquearían gente para conducir a los Ingleses tierra adentro si se necesitaba”. 
Los cabildantes agradecieron la propuesta de Felipe y en retribución lo obsequiaron con tres barriles de aguardiente y un tercio de yerba. El 15 de septiembre de ese año volvió a hacerse presente el indio  Felipe, esta vez como intérprete del cacique Catemilla, “Expresando 
el sentimiento que él y sus gentes habían tenido por la pérdida de la Ciudad y el contento por la reconquista de que daba la enhorabuena; ratificó la oferta de gente y caballos, […] habiéndose obligado el exponente con los demás Pampas a hacer lo propio en toda la costa 
del Sur hasta Patagones”. La delegación fue nuevamente agradecida y convenientemente agasajada con yerba y aguardiente.
A pesar de la expulsión de los ingleses, los indígenas no abandonaron su oferta de ayuda, y el 22 de diciembre de 1806 una delegación mucho más importante conformada por diez caciques volvió a hacerse presente en la sala capitular. Esta vez, el discurso transmitido por 
un intérprete precisó aún más la ayuda que ofrecían que constaba de  “Veinte mil de nuestros súbditos, todos gente de guerra y cada cual con cinco caballos; […] tendremos mucha vigilancia rechazarlos por nuestras costas donde contamos con mayor número de gente que el que os llevamos ofrecido”. Y agregaban que no esperaban compensación a esta ayuda más que “la buena acogida que dais a nuestros frutos, y permiso libre con que sacamos lo que necesitamos”.

Ratto, Silvia. “¿Revolución en las pampas? Diplomacia y malones entre los indígenas de 
pampa y patagonia”, en Fradkin, Raúl (comp.):¿Y el pueblo dónde esta? Contribuciones para 
una historia popular de la revolución de independencia. Buenos Aires, Prometeo, 2008, p. 243.

CAPITULACIÓN DE WHITELOCKE DEL 7 DE JULIO DE 1807

Ver texto: Las Invasiones Inglesas.
Ver: Documentos sobre las Invasiones Inglesas.

TRATADO DEFINITIVO ACORDADO ENTRE LOS GENERALES EN JEFE DE LAS TROPAS DE SU MAJESTAD CATÓLICA Y SU MAJESTAD BRITÁNICA.

Las segundas invasiones inglesas que habían comenzado con la toma de Montevideo el 16 de enero de 1807 y se prolongaron en Buenos Aires entre el 28 de junio y el 6 de julio tuvieron como resultado la aplastante derrota de las tropas inglesas frente a las milicias populares criollas.
El día 7 de julio los ingleses aceptaron su rendición y firmaron su capitulación mediante un tratado definitivo entre ambas Coronas firmado en el fuerte de Buenos Aires. A continuación se reproducen los artículos de este tratado.


1°- Habrá desde este tiempo cesación de hostilidades en ambas bandas del Río de la Plata.
2° - Las tropas de S.M.B. conservarán durante el tiempo de dos meses, contados desde el día de la fecha, la fortaleza y Plaza de Montevideo, y como país neutral se considerará una línea desde San Carlos al oeste, hasta Pando al este....
3° - Habrá de ambas partes una restitución recíproca de prisioneros...
4°- Que para el más pronto despacho de los buques y tropas de S.M.B. no se pondrá impedimento en los abastos de víveres que se pidan para Montevideo.
5° - Se dará el termino de diez días contados desde la fecha para el reembarco de las tropas de S.M.B. a fin de pasar a la banda del norte del Río de la Plata llevando sus armas los que en la actualidad las tengan.
6° - Que llegado el caso de la entrega de la Plaza y Fuerte de Montevideo... se hará en los términos que se encontró y con la artillería que tenía al tiempo de su toma.
7° - Se entregarán mutuamente tres oficiales de graduación, hasta el cumplimiento de estos artículos por ambas partes.

Hecho en la Fortaleza de Buenos Aires, a 7 de julio de 1807.


Santiago de LIniers - César  Balbiani-
Bernardo de Velazco - Javier Elío -
John Whitelock - George Murray

FuenteGraciela Meroni, La historia en mis documentos, Tomo 1, Buenos Aires, Editorial Huemul, 1984, pág. 139.

Actividad:
  •  Seleccioná y transcribí los artículos donde se pone de manifiesto quienes son los vencedores. Justificá tu selección.

martes, 31 de diciembre de 2013

REBELIÓN DE TUPAC- AMARU

La rebelión de Tupac Amarú

Desde la época de la conquista, los indios lucharon abiertamente contra los españoles para impedir que progresara su avance y frustrar tentativas de colonización. La resistencia más devastadora fue la que se produjo durante la guerra del Arauco, que en Chile provocó la destrucción de Valdivia, Santa Cruz, La Imperial, Angol, Villarrica y Osorno entre 1598 y 1604.

Por el lado argentino de los Andes hay que mencionar algunos ejemplos, en orden cronológico: el abortado alzamiento en 1594 de una confederación indígena multitribal dirigida por el cacique Viltipoco, de Humahuaca; la sublevación de calchaquíes y diaguitas en el Tucumán, entre 1630 y 1635, debida a los abusos de los encomenderos; el alzamiento dirigido por Pedro Bohórquez, el “falso Inca”, en los años 1657 y 1658; el levantamiento de los huarpes en el valle de Uco en 1661; el ataque de los mocovíes contra Tucumán en 1670, 1690 y las campañas llevadas contra ellos en 1710-1711 y 1739; la tentativa de los huarpes de tomar San Luis en 1712; los ataques contra Salta en 1734 y 1738 y contra Mendoza en 1769 y 1784; los malones guaycurúes y chiriguanos en el Chaco y Santa Fe desde los años 1720, los de los tobas y mocovíes en Corrientes, en 1769, o las incursiones y saqueos de los charrúas en la Banda Oriental.
Muy distinto es el caso de las insurrecciones o levantamientos, provocadas por la explotación socioeconómica en zonas de gran densidad de población indígena. La más importante fue la rebelión de Tupac Amarú en 1780, que se propagó desde Arequipa hasta Jujuy. El estallido de la rebelión, transformada al poco tiempo en un movimiento de liberación destinado a reemplazar el régimen español por una monarquía incaica, se debió a la reacción que provocaron en distintos grupos sociales las medidas ordenadas por el visitador José Antonio de Areche. 

Con objeto de aumentar las recaudaciones del Estado, que casi logró triplicar a partir de 1776, Areche decidió aplicar con rigor tres tipos de disposiciones: el aumento de 4 al 6 por ciento de las alcabalas que gravaban los frutos del país y los alimentos, el establecimiento de aduanas interiores, y el empadronamiento de indios, mestizos, cholos y mulatos como medio de exigir a más gente el pago del tributo. Esto coincidió con otras formas de imposición, la creación del estanco del tabaco, que provocó una elevación de precios, y quejas por el declive de la producción minera. 

La indignación fue muy grande, dado que las nuevas medidas, si bien eran de alcance general y se aplicaban a toda la población, castigaban sobre todo a los indígenas, que ya sufrían desde hacía mucho tiempo no sólo las consecuencias de la mita y las expoliaciones de los corregidores, sino también los abusos de los perceptores de rentas, de los usureros y hasta de los curas lugareños, sin que sus quejas fueran suficientemente escuchadas. La protesta de los damnificados, expresada con pasquines e inscripciones murales quejándose del "mal gobierno", se inició en Arequipa, en marzo de 1780, debido a la mano dura del director de la aduana de ese lugar, y se fue propagando a La Paz, Moquegua, Cuzco, Cochabamba, Huanuco y Charcas. 

Cobró un nuevo impulso cuando José Gabriel Condorcanqui, cacique de Tungasuca, en la provincia de Tinta, decidió poner fin al régimen del corregidor Arriaga, a quien hizo ajusticiar, solicitó el concurso de criollos y mestizos contra los chapetones, y comenzó a arengar a la población con proclamas, órdenes y otros textos reivindicativos en los que se cuidaba bien de mostrar su fidelidad al soberano y su respeto por la Iglesia, pero se presentaba como el Inca Tupac Amaru a causa de su descendencia de la última estirpe reinante en el Perú antes de la llegada de los españoles.

Era hombre rico a causa de su trabajo en calidad de contratista de arrieros, educado (por los jesuitas), y con bastante predicamento, y no le fue difícil esgrimir argumentos en contra de la fiscalidad excesiva, la persistencia de la mita, las ventas a precios excesivos y los procedimientos a que recurrían los corregidores para endeudar a los indios y exigirles servicios en los obrajes textiles. En lugar de investigar los reclamos y tratar de corregir los abusos, las autoridades optaron por achacar a los protestadores y revoltosos la intención de romper los lazos con España y provocar discordias entre españoles europeos, criollos y mestizos, y movilizaron tropas regulares reforzadas por contingentes de indios "leales" contra las nutridas fuerzas de los insurrectos.

No es del caso narrar todos los acontecimientos que se produjeron bajo la dirección de este dirigente o por obra de sus lugartenientes e imitadores, a veces más dispuestos que él a perpetrar desmanes, pero hay que subrayar que la lucha entablada por los insurrectos y la represión a que dio lugar fueron sumamente violentas. Se ha dicho que hubo 100.000 muertos en menos de un año. Tupac Amarú cayó prisionero con su familia y fue sentenciado a morir descuartizado; como esta tortura no daba el resultado apetecido, fue decapitado y, como si esto no bastara, sus restos fueron exhibidos en distintas comarcas para escarmiento de los indígenas. Sin embargo, prosiguieron hasta 1781 los levantamientos dirigidos por otros grupos,emparentados o no con Tupac Amarú.

Payró Roberto J. - Historia del Río de la Plata - Tomo I - Parte Segunda - Pgs.103-106- Compilación y reedición de Roberto Pablo Payró - Madrid-Buenos Aires - Alianza. Editorial - 2006.

Leer más: http://www.monografias.com/trabajos94/presencia-e-influencia-britanicas-independencia-del-rio-plata/presencia-e-influencia-britanicas-independencia-del-rio-plata4.shtml#ixzz2osN0picF


BELGRANO Y LAS INVASIONES INGLESAS

Ver anterior: LAS INVASIONES INGLESAS 1806-1807.
Ver: Documentos sobre las Invasiones Inglesas.

ENTREVISTA DE BELGRANO CON CRAWFORD EN 1807.


La segunda invasión inglesa al Río de la Plata, producida el 28 de junio de 1807, fue rechazada por la población de Buenos Aires y el 6 de Julio el capitán Whitelocke pidió la capitulación. En el fuerte de Buenos Aires se recibió el juramento a los oficiales ingleses prisioneros. Juan Manuel Belgrano fue el encargado de acreditar ese acto y con tal motivo se reunió con el brigadier general Crawford, sus ayudantes y a otros oficiales de consideración. A continuación se transcribe un fragmento del relato sobre ese encuentro descrito por el propio Belgrano.

...El general dispuso que el expresado cuartel maestre recibiese el juramento á los oficiales prisioneros: con este motivo pasó á su habitación el brigadier general Crawford, con sus ayudantes y otros oficiales de consideración: mis pocos conocimientos en el idioma francés, y acaso otros motivos de civilidad, hicieron que el nominado Crawford se dedicase á conversar conmigo con preferencia, y entrásemos á tratar de algunas materias que nos sirviera de entretenimiento, sin perder de vista adquirir conocimientos del país y muy particularmente, respecto de su opinión del gobierno español.
Así es que después de haberse desengañado de que yo no era francés ni por elección, ni otra causa, desplegó sus ideas acerca de nuestra independencia, acaso para formar nuevas esperanzas de comunicación con estos países, ya que le habían salido fallidas las de conquista : le hice ver cuál era nuestro estado, que ciertamente nosotros queríamos el Amo viejo, ó ninguno ; pero que nos faltaba mucho para aspirar á la empresa, y que aunque
ella se realizase bajo la protección de la Inglaterra, ésta nos abandonaría si se ofrecía un partido ventajoso á Europa, y entonces vendríamos á caer bajo la espada española (...)convino conmigo y manifestándole cuánto nos faltaba para lograr nuestra independencia, difirió para un siglo su consecución. 
¡Tales son en todo los cálculos de los hombres! Pasa un año y hete aquí que sin que nosotros hubiesemos trabajados para ser independientes, Dios mismo nos presenta la ocasión con los sucesos de 1808 en España y en Bayona. En efecto avívanse entonces las ideas de libertad en independencia en América.

Fuente: Documentos del archivo de Belgrano, tomo I. Coni Hermanos. Buenos Aires. 1913.

ACTIVIDAD:

Analizá el documento de Belgrano y jusitificá las siguientes afirmaciones:

a) Belgrano rechazó la protección de Inglaterra por que se oponía a las ideas de independencia.
b) Las invasiones inglesas y los sucesos de Bayona impulsan las ideas de independencia en el Virreinato del Río de la Plata

jueves, 19 de diciembre de 2013

LA LIBERTAD DE IMPRENTA EN EL RÍO DE LA PLATA Y LA ESTRELLA DEL SUR.



LA LIBERTAD DE IMPRENTA EN EL RÍO DE LA PLATA Y LA ESTRELLA DEL SUR

Los beneficios de la libertad de imprenta han sido en este país desconocidos hasta ahora; están aún por ser descubiertos. Nuestra aspiración al traerla será promover esa cordialidad armónica y amistad que deben existir entre súbditos de un mismo gobierno.
La base de la Constitución inglesa es la libertad. Las leyes están basadas en la justicia y la equidad.Ningún déspota puede sacrificar por su capricho las vidas de sus súbditos. El pobre campesino que gana dificultosamente su sustento está, en cuanto a la libertad, al mismo nivel que el príncipe.
Cuando descubran la diferencia entre la legislación y la libertad de Inglaterra y la venalidad y despotismo de España; los habitantes de estas provincias bendecirán el día en que pudieron contarse entre los súbditos ingleses.

La Estrella del Sur, 29 de Mayo de 1807.



BANDO DE LA REAL AUDIENCIA DE BUENOS AIRES

...Por cuanto, desde que los enemigos de nuestra Santa Religión, del Rey y del bien del género humano emprendieron la conquista de Montevideo, escogieron entre todas sus armas, como la más fuerte para el logro de sus malvados designios, la de una imprenta, por medio de la cual no le fuese difícil difundir entre los habitantes de esta América , especies las más perniciosas y seductivas... y siendo cierto, que habiendo establecido dicha imprenta ha empezado a dar al público papeles, llenos de noticias falsas y comprensivos de ideas las más abominables...incluyendo otras no menos injuriosas a nuestro gobierno...Por tanto se prohíben a toda clase de personas...el que puedan introducir en esta capital ni en otro pueblo del distrito de este virreinato las gacetas inglesas de Montevideo, leerlas en público o privadamente ni retenerlas el más corto espacio de tiempo... en la inteligencia de que si alguno no lo ejecutare, será tratado como traidor al rey al estado...



FuenteGraciela Meroni, La historia en mis documentos, Tomo 1, Buenos Aires, Editorial Huemul, 1984, pág. 133.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

LA REVOLUCIÓN DE MAYO

Ver anterior: LA SEMANA DE MAYO.

LA JUNTA DE BUENOS AIRES, MAYO de 1810.

Hacia 1810 la sociedad del Virreinato del Río de la Plata se encontraba enfrentada entre criollos y peninsulares. Para algunos había llegado la ocasión de alcanzar la independencia política. Con este fin constituyeron una sociedad secreta Manuel Belgrano, Juan José Castelli, Juan José Paso y muchos otros que habían recogido las enseñanzas de la ilustración. Para otros, hacendados criollos productores de cueros y tasajo, era necesario modificar el sistema monopolista que favorecía exclusivamente a los peninsulares. Esta tensión se vio plasmada en el documento "La Representación de los hacendados" escrita por Moreno en la que se peticionaba ante el Virrey Cisneros la necesidad de abrir el comercio y se exaltaban los beneficios que otorgaría al fisco.

En Mayo de 1810, la tensión aumentó al llegar a Buenos Aires la noticia de la caída de la Junta Central de Sevilla y el reconocimiento de la autoridad real de José Bonaparte. La milicias criollas conformadas en las invasiones inglesas presionaron al Virrey Cisneros para que se convocara a un Cabildo abierto para el 22 de mayo con el fin de debatir la situación.El Cabildo convocó a la reunión procurando invitar sólo a la gente "decente", nombre con el que se identificaban los españoles peninsulares.  Sin embargo, los criollos que destacaban por su fortuna, prestigio o cargos, eran numerosos y lograron ingresar a la reunión. 

El resultado fue una asamblea agitada donde se presentaron dos posturas contrapuestas. Los españoles encabezados por el obispo Lué opinaban que no debía modificarse la situación. Por otra parte, los criollos encabezados por Castelli y Paso, sostuvieron que debía caducar la autoridad del Virrey nombrado por la Junta Central. Esta postura planteaba imitar la situación en España donde, ante la ausencia de un monarca legítimo, se formó una Junta de Gobierno. Sin embargo, era una idea más revolucionaria en estas costas ya que abría las puertas del poder a los criollos, superiores en número a los españoles.

La postura criolla resulto triunfante, pero el resultado fue tergiversado por el Cabildo que al día siguiente constituyó una Junta de Gobierno presidida por el Virrey Cisneros. El reclamo de los criollos se hizo oir el día 25. Reunidos frente al Cabildo y con el apoyo de las milicias nativas demandó la creación de la Primera Junta de Gobierno presidida por Cornelio Saavedra, comandante del cuerpo de Patricios, y Mariano Moreno como secretario.

En la  Primera Junta de Gobierno  las figuras de Moreno y Saavedra fueron representativas de de la disputa criolla sobre las distintas visiones de la revolución. Los morenistas buscaban impulsar una revolución liberal declarando la independencia de España y mediante la redacción de una constitución crear un nuevo Estado; mientras que los saavedristas  pretendían la llegada de los criollos al poder pero manteniendo la continuidad del ordenamiento social del virreinato, del cual se consideraban sus herederos.
La Primera Junta existió como tal hasta el 18 de Diciembre de 1810, luego se transformó en la Junta Grande con la incorporación de los representantes de los territorios interiores.

Ver siguiente: ACCIONES DE GOBIERNO DE LA 1° JUNTA



sábado, 14 de diciembre de 2013

Proclama de Liniers del 6 de septiembre de 1806

Ver texto para el aula: Las invasiones inglesas.

INVASIONES INGLESAS, La creación de las milicias populares.

Santiago de Liniers, el 12 de agosto de 1806,  logró derrotar a las fuerzas británicas que hacía casi dos meses habían tomado el control de la ciudad de Buenos Aires bajo el mando del general Beresford. Sin embargo, Liniers tenía noticias que los británicos no habían abandonado el Río de la Plata y esperaban refuerzos para realizar una nueva expedición de conquista. Frente a este peligro inminente Liniers organizó a la población y la convocó para organizar la defensa de Buenos Aires mediante una proclama.
"El justo temor de que veamos nuevamente cubiertas nuestras costas de aquellos mismos enemigos que poco hace hemos visto desaparecer huyendo de la energía y vigor de nuestro invencible esfuerzo…me hacen esperar que correréis ansiosos de prestar vuestro nombre para defensa de la misma patria que acaba de deberos su restauración y libertad... A este propósito espero que vengáis a dar el constante testimonio de vuestra lealtad y patriotismo, reuniéndose en cuerpos separados, y por provincias, y alistando vuestro nombre para la defensa sucesiva del suelo que poco hace habéis reconquistado.
Vengan pues los invencibles cántabros, los intrépidos catalanes, los valientes asturianos y gallegos, los temibles castellanos, andaluces y aragoneses; en una palabra, todos los que llamándose españoles se han hecho dignos de tan glorioso nombre.
Vengan y unidos al esforzado, fiel e inmortal americano, y de los demás habitadores de este suelo, desafiaremos a esas aguerridas huestes enemigas …"
Santiago de Liniers

Fuente: Proclama de Liniers del 6 de septiembre de 1806; en Graciela Meroni, La historia en mis documentos, Tomo 1, Buenos Aires, Editorial Huemul, 1984, pág. 133.

La proclama despertó tal entusiasmo en la población que Liniers debió realizar una nueva convocatoria general unos días después para poder organizar las milicias.

" ... La proclama publicada el 6 del corriente ha suscitado el más vivo entusiasmo...vengo a convocaros por medio de ésta, para concurran a la Real Fortaleza, los días que abajo irán designados a fin de arreglar batallones y compañías nombrando los comandantes y sus segundos, los capitanes y sus tenientes, a voluntad de los mismos cuerpos, a los cuales presentaré en aquel acto un diseño del uniforme que precisamente deben usar.
Los días señalados para la concurrencia en el Fuerte son a las dos y media de la tarde a saber: 
Catalanes, el miércoles 10 del corriente, Vizcaínos y Cántabros el viernes 12, andaluces, castellanos, levantiscos y patriotas el lunes 15.
Ninguna persona en estado de tomar las armas dejará de asistir sin justa causa a la citada reunión, so pena de ser tenida por sospechosa y notada de incivismo.

Santiago de Liniiers

FuenteGraciela Meroni, La historia en mis documentos, Tomo 1, Buenos Aires, Editorial Huemul, 1984, pág. 133.

Acrtividades:

1) Analizá la proclama del 6 de setiembre y describí el orígen de los habitantes convocados para la defensa de Buenos Aires.
2) Analizá la convocatoria general e identificá la forma que establece Liniers para el nombramiento de los comandantes, capitanes y tenientes de cada batallón.

HOBSBAWM, LA REVOLUCIÓN FRANCESA (2° PARTE)



LA REVOLUCIÓN FRANCESA (2° PARTE).

E. J. HOBSBAWM

En el libro LAS REVOLUCIONES BURGUESAS

Entre 1789 y 1791 la burguesía moderada victoriosa, actuando a través de la que entonces se había convertido en Asamblea Constituyente, emprendió la gigantesca obra de racionalización y reforma de Francia que era su objetivo. La mayoría de las realizaciones duraderas de la revolución datan de aquel período, como también sus resulta dos internacionales más sorprendentes, la instauración del sistema métrico decimal y la emancipación de los judíos. Desde el punto de vista económico, las perspectivas de la Asamblea Constituyente eran completamente liberales: su política respecto al campesinado fue el cercado de las tierras comunales y el estímulo a los empresarios rurales; respecto a la clase trabajadora, la proscripción de los gremios; respecto a los artesanos, la abolición de las corporaciones. Dio pocas satisfacciones concretas a la plebe, salvo, desde 1790, la de la secularización y venta de las tierras de la Iglesia (así como las de la nobleza emigrada), que tuvo la triple ven taja de debilitar el clericalismo, fortalecer a los empresarios provinciales y aldeanos y proporcionar a muchos campesinos una recompensa por su actividad revolucionaria. La Constitución de 1791 ,evitaba los excesos democráticos mediante la instauración de una monarquía constitucional fundada sobre una franquicia de propiedad para los . Los pasivos, se esperaba que vivieran en conformidad con su nombre. 

Pero no sucedió así. Por un lado la monarquía, aunque ahora sostenida fuertemente por una poderosa facción burguesa ex revolucionaria, no podía resignarse al nuevo régimen. La Corte soñaba —e intrigaba para conseguirla— con una cruzada de los regios parientes para expulsar a la chusma de gobernantes comuneros y restaurar al ungido de Dios, al cristianísimo rey de Francia, en su puesto legítimo. La Constitución Civil del clero (1790), un mal interpretado intento de destruir, no a la Iglesia, sino su sumisión al absolutismo romano, llevó a la oposición a la mayor parte del clero y de los fieles y contribuyó a impulsar al rey a la desesperada y —como más tarde se vería— suicida tentativa de huir del país. Fue detenido en Varennes en junio de 1791, y en adelante el republicanismo se hizo una fuerza masiva, pues los reyes tradicionales que abandonan a sus pueblos pierden el derecho a la lealtad de los súbditos. Por otro lado, la incontrolada economía de libre empresa de los moderados acentuaba las fluctuaciones en el nivel de precios de los alimentos y, como consecuencia, la combatividad de los ciudadanos pobres, especial mente en París. El precio del pan registraba la temperatura política de París con la exactitud de un termómetro, y las masas parisienses eran la fuerza revolucionaria decisiva. No en balde la nueva bandera francesa tricolor combinaba el blanco del antiguo pabellón real con el rojo y el azul, colores de París.

El estallido de la guerra tendría inesperadas consecuencias, al dar origen a la segunda revolución de 1792 —la República jacobina del año II— y más tarde al advenimiento de Napoleón Bona parte. En otras palabras, convirtió la historia de la Revolución francesa en la historia de Europa. 

Dos fuerzas impulsaron a Francia a una guerra general: la extrema derecha y la izquierda moderada. Para el rey, la nobleza francesa y la creciente emigración aristocrática y eclesiástica, acampada en diferentes ciudades de la Alemania Occidental, era evidente que sólo la intervención extranjera podría restaurar el viejo régimen(8). Tal intervención no era demasiado fácil de organizar, dada la complejidad de la situación internacional y la relativa tranquilidad política de los otros países. No obstante, era cada ves más evidente para los nobles y los gobernantes de - de todas partes, que la restauración del poder de Luis XVI no era simplemente un acto de solidaridad de clase, sino una importante salvaguardia contra la expansión de las espantosas ideas propagadas desde Francia. Como consecuencia de todo ello, las fuerzas para la reconquista de Francia se iban reuniendo en el extranjero. 

Al mismo tiempo los propios liberales moderados, y de modo especial el grupo de políticos agrupado en torno a los diputados del departamento mercantil de la Gironda, eran una fuerza belicosa. Esto se debía en parte a que cada revolución genuina tiende a ser ecuménica. Para los franceses, como para sus numerosos simpatizantes en el extranjero, la liberación de Francia era el primer paso del triunfo universal de la libertad, actitud que llevaba fácilmente a la convicción de que la patria de la revolución estaba obligada a liberar a los pueblos que gemían bajo la opresión y la tiranía. Entre los revolucionarios, moderados o extremistas, había una exaltada y generosa pasión por expandir la libertad, así como una verdadera incapacidad para separar la causa de la nación francesa de la de toda la humanidad esclavizada. Tanto la francesa como las otras revoluciones tuvieron que aceptar este punto de vista o adaptarlo, por lo menos hasta 1848. Todos los planes para la liberación europea hasta esa fecha giraban sobre un alzamiento conjunto de los pueblos bajo la dirección de Francia para derribar a la reacción. Y desde 1830 otros movimientos de rebelión nacionalista o liberal, como los de Italia y Polonia, tendían a ver convertidas en cierto sentido a sus naciones en mesías destinados por su libertad a iniciar la de los demás pueblos oprimidos. 


Por otra parte, la guerra, considerada de modo menos idealista, ayudarla a resolver numerosos problemas domésticos. Era tan tentador como evidente achacar las dificultades del nuevo régimen a las conjuras de los emigrados y los tiranos extranjeros y encauzar contra ellos el descontento popular. Más específicamente, los hombres de negocios afirmaban que las inciertas perspectivas económicas, la devaluación del dinero y otras perturbaciones sólo podrían remediarse si desaparecía la amenaza de la intervención. Ellos y los ideólogos se daban cuenta, al reflexionar sobre la situación de In glaterra, de que la supremacía económica era la consecuencia de una sistemática agresividad. (El siglo XVIII no se caracterizó porque los negociantes triunfadores fueran precisamente pacifistas.) Además, como pronto se iba a demostrar, podía hacerse la guerra para sacar provecho. Por todas estas razones, la mayoría de la nueva Asamblea Legislativa (con la excepción de una pequeña ala derecha y otra pequeña ala izquierda dirigida por Robespierre) preconizaba la guerra. Y también por todas estas razones, el día que estallara, las conquistas de la revolución iban a combinar las ideas de libe ración con las de explotación y juego político. 

La guerra se declaró en abril de 1792. La derrota, que el pueblo atribuiría, no sin razón, a sabotaje real y a traición, trajo la radicalización. En agosto y septiembre fue derribada la monarquía, establecida la República una e indivisible y proclamada una nueva era de la historia humana con la institución del año I del calendario revolucionario por la acción de las masas de de París. La edad férrea y heroica de la Revolución francesa empezó con la matanza de los presos políticos, las elecciones para la Convención Nacional —probablemente la asamblea más extraordinaria en la historia del parlamentarismo— y el llama-miento para oponer una resistencia total a los invasores. El rey fue encarcelado, y la invasión extranjera detenida por un duelo de artillería poco dramático en Valmy. 

Las guerras revolucionarias imponen su propia lógica. El partido dominante en la nueva Convención era el de los girondinos, belicosos en el exterior y moderados en el interior, un cuerpo de elocuentes y brillantes oradores que representaba a los grandes negociantes, a la burguesía provinciana y a la refinada intelectualidad. Su política era absolutamente imposible. Pues solamente los Estados que emprendieran campañas limitadas con sólidas fuerzas regulares podían esperar mantener la guerra y los asuntos internos en compartimientos estancos, como las damas y los caballeros de las novelas de Jane Austen hacían entonces en Inglaterra. Pero la revolución no podía emprender una campaña limitada ni contaba con unas fuerzas regulares, por lo que su guerra oscilaba entre la victoria total de la revolución mundial y la derrota total que significaría la contrarrevolución. Y su ejército —lo que quedaba del antiguo ejército francés— era tan ineficaz como inseguro. Dumouriez, el principal general de la República, no tardaría en pasarse al enemigo. Así, pues, sólo unos métodos revolucionarios sin precedentes podían ganar la guerra, aunque la victoria significara nada más que la derrota de la intervención extranjera. En realidad, se encontraron esos métodos. En el curso de la crisis, la joven República francesa descubrió o inventó la guerra total: la total movilización de los recursos de una nación mediante el reclutamiento en masa, el racionamiento, el establecimiento de una economía de guerra rígida mente controlada y la abolición virtual, dentro y fuera del país, de la distinción entre soldados y civiles. Las consecuencias aterradoras de este descubrimiento no se verían con claridad hasta nuestro tiempo. Puesto que la guerra revolucionaria de 1792-1794 constituyó un episodio excepcional, la mayor parte de los observadores del siglo XIX no repararon en ella más que para señalar (e incluso esto se olvidó en los últimos años de prosperidad de la época victoriana) que las guerras conducen a ]as revoluciones, y que, por otra parte, las revoluciones ganan guerras inganables. Sólo hoy podemos ver cómo la República jacobina y el de 1793-1794, tuvieron muchos puntos de contacto con lo que modernamente se ha llamado el esfuerzo de guerra total. 

Los recibieron con entusiasmo al gobierno de guerra revolucionaria, no sólo porque afirmaban que únicamente de esta manera podían ser derrotadas la contrarrevolución y la intervención extranjera, sino también porque sus métodos movilizaban al pueblo y facilitaban la justicia social. (Pasaban por alto el hecho de que ningún esfuerzo efectivo de guerra moderna es compatible con la descentralización democrática a que aspiraban.) Por otra parte, los girondinos temían las consecuencias políticas de la combinación de revolución de masas y guerra que habían provocado. Ni estaban preparados para competir con la izquierda. No querían procesar o ejecutar al rey, pero tenían que luchar con sus rivales los jacobinos (la ) por este símbolo de celo revolucionario; la Montaña ganaba prestigio y ellos no. Por otra parte, querían convertir la guerra en una cruzada ideológica y general de liberación y en un desafío directo a Inglaterra, la gran rival económica, objetivo que consiguieron. En marzo de 1793? Francia estaba en guerra con la mayor parte de Europa y había empezado la anexión de territorios extranjeros, justificada por la recién inventada doctrina del derecho de Francia a sus . Pero la expansión de la guerra, sobre todo cuando la guerra iba mal, sólo fortalecía las manos de la izquierda, única capaz de ganarla. A la retirada y aventajados en su capacidad de efectuar maniobras, los girondinos acabaron por desencadenar virulentos ataques contra la izquierda que pronto se convirtieron en organizadas rebeliones provinciales contra París. Un rápido golpe de los los desbordó el 2 de junio de 1793, instaurando la República jacobina. 

III

Cuando los profanos cultos piensan en la Revolución francesa, son los acontecimientos de 1789 y especialmente la República jacobina del año II los que acuden en seguida a su mente. El almidonado Robespierre, el gigantesco mujeriego Danton, la fría elegancia revolucionaria de Saint-Just, el tosco Marat, el Comité de Salud Pública, el Tribunal revolucionario y la guillotina son imágenes que aparecen con mayor claridad, mientras los nombres de los revolucionarios moderados que figuraron entre Mirabeau y Lafayette en 1789 y los jefes jacobinos de 1793 parecen haberse borrado de la memoria de todos, menos de los historiadores. Los girondinos son recordados sólo como grupo, y quizá por las mujeres románticas pero políticamente insignificantes unidas a ellos: Madame Roland o Carlota Corday. Fuera del campo de los especialistas, ¿se conocen siquiera los nombres de Brissot, Vergniaud, Guadet, etc.? Los conservadores han creado una permanente imagen del Terror como una dictadura histérica y ferozmente sanguinaria, aunque en comparación con algunas marcas del siglo XX, e incluso algunas represiones conserva doras de movimientos de revolución social —como, por ejemplo, las matanzas subsiguientes a la Comuna de París en 1871—, su volumen de crímenes fuera relativamente modesto: 17.000 ejecuciones oficiales en catorce meses.(9) Todos los revolucionarios, de manera especial en Francia, lo han considerado como la primera República popular y la inspiración de todas las revueltas subsiguientes. Por todo ello puede afirmarse que fue una época imposible de medir con el criterio humano de cada día. 

Todo ello es cierto. Pero para la sólida clase media francesa que permaneció tras el Terror, éste no fue algo patológico o apocalíptico, sino el único método eficaz para conservar el país. Esto lo logró, en efecto, la República jacobina a costa de un esfuerzo sobrehumano. En junio de 1793, sesenta de los ochenta departamentos de Francia estaban sublevados contra París; los ejércitos de los príncipes alemanes invadían Francia por el Norte y por el Este; los ingleses la atacaban por el Sur y por el Oeste; el país estaba desamparado y en quiebra. Catorce meses más tarde, toda Francia estaba firmemente gobernada, los invasores habían sido rechazados y, por añadidura, los ejércitos franceses ocupaban Bélgica y estaban a punto de iniciar una etapa de veinte años de ininterrumpidos triunfos militares. Ya en marzo de 1794, un ejército tres veces mayor que antes funcionaba a la perfección y costaba la mitad que en marzo de 1794, y el valor del dinero francés (o más bien de los de papel, que casi lo habían sustituído del todo) se mantenía estabilizado, en marcado contraste con el pasado y el futuro. No es de extrañar que Jeanbon St. André, jacobino miembro del Comité de Salud Pública y más tarde, a pesar de su firme republicanismo, uno de los mejores prefectos de Napoleón, mirase con desprecio a la Francia imperial que se bamboleaba por las derrotas de 1812-1813. La República del año II había superado crisis peores con muchos menos recursos.(10) 

Para tales hombres, como para la mayoría de la Convención Nacional, que en el fondo mantuvo el control durante aquel heroico período, el dilema era sencillo: o el Terror con todos sus defectos desde el punto de vista de la clase media, o la destrucción de la revolución, la desintegración del Estado nacional, y probablemente —¿no existía el ejemplo de Polonia?— la desaparición del país. Quizá para la desesperada crisis de Francia, muchos de ellos hubiesen preferido un régimen menos férreo y con seguridad una economía menos firmemente dirigida: la caída de Robespierre llevó aparejada una epidemia de desbarajuste económico y de corrupción que culminó en una tremenda inflación y en la bancarrota nacional de 1797. Pero incluso desde el más estrecho punto de vista, las perspectivas de la clase media francesa dependían en gran parte de las de un Estado nacional unificado y fuertemente centralizado. Y en fin, ¿podía la revolución que había creado virtualmente los términos y en su sentido moderno, abandonar su idea de ? 

La primera tarea del régimen jacobino era la de movilizar el apoyo de las masas contra la disidencia de los girondinos y los notables provincianos, y conservar el ya existente de los parisinos, algunas de cuyas peticiones a favor de un esfuerzo de guerra revolucionario —movilización general (la ), terror contra los y control general de precios (el ) coincidían con el sentido común jacobino, aunque sus otras demandas resultaran in oportunas. Se promulgó una nueva Constitución radicalísima, varias vedes aplazada por los girondinos. En este noble pero académico documento se ofrecía al pueblo el sufragio universal, el derecho de insurrección, trabajo y alimento, y —lo más significativo de todo— la declaración oficial de que el bien común era la finalidad del gobierno y de que los derechos del pueblo no serían meramente asequibles, sino operantes. Aquella fue la primera genuina Constitución democrática promulgada por un Estado moderno. Concretamente, los jacobinos abolían sin indemnización todos los derechos feudales aún existentes, aumentaban las posibilidades de los pequeños propietarios de cultivar las tierras confiscadas de los emigrados y —algunos meses después abolieron la esclavitud en las colonias francesas, con el fin de estimular a los negros de Santo Domingo a luchar por la República contra los ingleses. Estas medidas tuvieron los más trascendentes resultados. En América ayudaron a crear el primer caudillo revolucionario que reclamó la independencia de su país: Tous-saint-Louverture”.(11) En Francia establecieron la inexpugnable ciudadela de los pequeños y medios propietarios campesinos, artesanos y tenderos, retrógrada desde el punto de vista económico, pero apasionadamente devota de la revolución y la República, que desde entonces domina la vida del país. La transformación capitalista de la agricultura y las pequeñas empresas, condición esencial para el rápido desarrollo económico, se retrasó, y con ella la rapidez de la urbanización, la expansión del mercado interno, la multiplicación de la clase trabajadora e, incidentalmente, el ulterior avance de la revolución proletaria. Tanto los gran des negocios como el movimiento laboral se vieron condenados a permanecer en Francia como fenómenos minoritarios, como islas rodeadas por el mar de los tenderos de comestibles, los pequeños propietarios rurales y los propietarios de cafés (véase posteriormente, cap. IX). 

El centro del nuevo gobierno, aun representando una alianza de los jacobinos y los , se inclinaba perceptiblemente hacia la izquierda. Esto se reflejó en el reconstruido Comité de Salud Pública, pronto convertido en el efectivo de Francia. El Comité perdió a Danton hombre poderoso, disoluto y probablemente corrompido, pero de un inmenso talento revolucionario, mucho más moderado de lo que parecía (había sido ministro en la última administración real), y ganó a Maximiliano Robespierre, que llegó a ser su miembro más influyente. Pocos historiadores se han mostrado desapasionados respecto a aquel abogado fanático, de buena cuna que creía monopolizar la austeridad y la virtud, porque todavía encarnaba el terrible y glorioso año II, frente al que ningún hombre era neutral. No fue un individuo agradable, e incluso los que en nuestros días piensan que tenia razón prefieren el brillante rigor matemático del arquitecto de paraísos espartanos que fue el joven Saint-Just. No fue un gran hombre y a menudo dio muestras de mezquindad. Pero es el único —fuera de Napoleón— salido de la revolución a quien se rindió culto. Ello se debió a que para él, como para la historia, la república jacobina no era un lema para ganar la guerra, sino un ideal: el terrible y glorioso reino de la justicia y la virtud en el que todos los hombres fueran iguales ante los ojos de la nación y el pueblo el sancionador de los traidores. Juan Jacobo Rousseau y la cristalina convicción de su rectitud le daban su fortaleza. No tenía poderes dictatoriales, ni siquiera un cargo, siendo simple mente un miembro del Comité de Salud Pública, el cual era a su vez un subcomité —el más poderoso aunque no todopoderoso— de la Convención. Su poder era el del pueblo —las masas de París—; su terror, el de esas masas. Cuando ellas le abandonaron, se produjo su caída. 


La tragedia de Robespierre y de la República jacobina fue la de tener que perder, forzosamente, ese apoyo. El régimen era una alianza entre la clase media y las masas obreras; pero para los jacobinos de la clase media las concesiones a los eran tolerables sólo en cuanto ligaban las masas al régimen sin aterrorizar a los propietarios; y dentro de la alianza los jacobinos de clase media eran una fuerza decisiva. Además, las necesidades de la guerra obligaban al gobierno a la centralización y la disciplina a expensas de la libre, local y directa democracia de club y de sección, de la milicia voluntaria accidental y de las elecciones libres que favorecían a los . El mismo proceso que durante la guerra civil de España de 1936-1939 fortaleció a los comunistas a expensas de los anarquistas, fue el que fortaleció a los jacobinos de cuño Saint-Just a costa de los de Hébert. En 1794 el gobierno y la política eran monolíticos y corrían guiados por agentes directos del Comité o la Convención —a través de delegados en misión— y un vasto cuerpo de funcionarios jacobinos en conjunción con organizaciones locales de partido. Por último, las exigencias económicas de la guerra les enajenaron el apoyo popular. En las ciudades, el racionamiento y la tasa de precios beneficiaba a las masas, pero la correspondiente congelación de salarios las perjudicaba. En el campo, la sistemática requisa de alimentos (que los urbanos habían sido los primeros en preconizar) les enajenaban a los campesinos. 


Por eso las masas se apartaron descontentas en una turbia y resentida pasividad, especialmente después del proceso y ejecución de los hebertistas, las voces más autorizadas del . Al mismo tiempo muchos moderados se alarmaron por el ataque al ala derecha de la oposición, dirigida ahora por Danton. Esta facción había proporcionado cobijo a numerosos delicuentes, especuladores, estraperlistas y otros elementos corrompidos y enriquecidos, dispuestos como el propio Danton a formar esa minoría amoral, falstaffiana, viciosa y derrochadora que siempre surge en las revoluciones sociales hasta que las supera el duro puritanismo, que invariablemente llega a dominarlas. En la historia siempre los Danton han sido derrotados por los Rubespierre (o por los que intentan actuar como Robespierre), porque la rigidez puede triunfar en donde la picaresca fracasa. No obstante, si Robespierre ganó el apoyo de los moderados eliminando la corrupción —lo cual era servir a los intereses del esfuerzo de guerra—, sus posteriores restricciones de la libertad y la ganancia desconcertaron a los.hombres de negocios. Por último, no agradaban a muchas gentes ciertas excursiones ideológicas de aquel período, como las sistemáticas campañas de descristianización —debidas al celo de los — y la nueva religión cívica del Ser Supremo de Robespierre, con todas sus ceremonias, que intentaban neutralizar a los ateos imponiendo los preceptos del Juan Jacobo. Y el constante silbido de la guillotina recordando a todos los políticos que ninguno podía sentirse seguro de conservar su vida. 

En abril de 1794, tanto los componentes del ala derecha como los del ala izquierda habían sido guillotinados y los robespierristas se encontraban políticamente aislados. Sólo la crisis bélica los mantenía en el poder. Cuando a finales de junio del mismo año los nuevos ejércitos de la República demostraron su firmeza derrotando decisivamente a los austríacos en Fleurus y ocupando Bélgica, el final se preveía. El nueve de Thermidor, según el calendario revolucionario (27 de julio de 1794), la Convención derribó a Robespierre. Al día siguiente, él, Saint-Just y Couthon fueron ejecutados. Pocos días más tarde cayeron las cabezas de ochenta y siete miembros de la revolucionaria Comuna de París. 

IV

Thermidor supone el fin de la heroica y recordada fase de la revolución: la fase de los andrajosos y los correctos ciudadanos con gorro frigio que se consideraban nuevos Brutos y Catones, de lo grandilocuente, clásico y generoso, pero también de las mortales frases: , rcitos de los viejos regímenes europeos. 

El problema con el que hubo de enfrentarse la clase media francesa para la permanencia de lo que técnicamente se llama período revolucionario (1794-1799), era el de conseguir una estabilidad política y un progreso económico sobre las bases del programa liberal original del 1789-1791. Este problema no se ha resuelto adecuadamente todavía, aunque desde 1810 se descubriera una fórmula viable para mucho tiempo en la república parlamentaria. La rápida sucesión de regímenes — Directorio (1795-1799), Consulado (1799-1804), Imperio (1804-1814), Monarquía borbónica restaurada (1815-1830), Monarquía constitucional (1830-1848), República (1848-1851) e Imperio (1852-1870)- no supuso más que el propósito de mantener una sociedad burguesa y evitar el doble peligro de la república democrática jacobina y del antiguo ré gimen. 

La gran debilidad de los thermidorianos consistía en que no gozaban de un verdadero apoyo político, sino todo lo más de una tolerancia, y en verse acosados por una resucitada reacción aristocrática y por las masas jacobinas y de París que pronto lamentaron la caída de Robespierre En 1795 proyectaron una elaborada Constitución de tira y afloja para defenderse de ambos peligros. Periódicas inclinaciones a la derecha o a la izquierda los mantuvieron en un equilibrio precario, pcro teniendo cada vez más que acudir al ejército para contener las oposiciones. Era una situación curiosamente parecida a la de la Cuarta República, y su conclusión fue la misma: el gobierno de un general. Pero el Directorio dependía del ejército para mucho más que para la supresión de periódicas conjuras y levantamientos (varios de 1795, conspiración de Babeuf en 1796, Fructidor en 1797, Floreal en 1798, Pradial en 1799).(13) La inactividad era la única garantía de poder para un régimen débil e impopular, pero lo que la clase media necesitaba eran iniciativas y expansión. El problema, insoluble en apariencia, lo resolvió el ejército, que conquistaba y pagaba por sí, y, más aún, su botín y sus conquistas pagaban por el gobierno. ¿Puede sorprender que un día el más inteligente y hábil de los jefes del ejército, Napoleón Bonaparte, decidiera que ese ejército hiciera caso omiso de aquel endeble régimen civil? 

Este ejército revolucionario fue el hijo más formidable de la República jacobina. De de ciudadanos revolucionarios, se convirtió muy pronto en una fuerza de combatientes profesionales, que abandonaron en masa cuantos no tenían afición o voluntad de seguir siendo soldados. Por eso conservó las caracteristicas de la revolución al mismo tiempo que adquirió a las de un verdadero ejército tradicional; típica mixtura bonapartista. La revolución consiguió una superioridad militar sin precedentes, que el soberbio talento militar de Napoleón explotaría. Pero siempre conservó algo de leva improvisada, en la que los reclutas apenas instruídos adquirían veteranía y moral a fuerza de fatigas, se desdeñaba la verdadera disciplina castrense, los soldados eran tratados como hombres y los ascensos por méritos (es decir, la distinción en la batalla) producian una simple jerarquía de valor. Todo esto y el arrogante sentido de cumplir una misión revolucionaria hizo al ejército francés independiente de los recursos de que dependen las fuerzas más ortodoxas. Nunca tuvo un efectivo sistema de intendencia, pues vivía fuera del país, y nunca se vio respaldado por una industria de armamento adecuada a sus necesidades nominales; pero ganaba sus batallas tan rápidamente que necesitaba pocas armas: en 1806, la gran máquina del ejército prusiano se desmoronó ante un ejército en el que un cuerpo disparó sólo 1.400 cañonazos. Los generales confiaban en el ilimitado valor ofensivo de sus hombres y en su gran capacidad de iniciativa. Naturalmente, también tenía la debilidad de sus orígenes. Aparte de Napoleón y de algunos pocos más, su generalato y su cuerpo de estado mayor era pobre, pues el general revolucionario o el mariscal napoleónico eran la mayor parte de las veces el tipo del sargento o el oficial ascendidos más por su valor personal y sus dotes de mando que por su inteligencia: el ejemplo más típico es el del heroico pero estúpido mariscal Ney. Napoleón ganaba las batallas, pero sus mariscales tendían a perderlas. Su esbozado sistema de intendencia, suficiente en los países ricos y propicios para el saqueo —Bélgica, el Norte de Italia y Alemania—en que se inició, se derrumbaría, como veremos, en los vastos territorios de Polonia y de Rusia. Su total carencia de servicios sanitarios multiplicaba las bajas: entre 1800 y 1815 Napoleón perdió el 40 por 100 de sus fuerzas (cerca de un tercio de esa cifra por deserción); pero entre el 90 y el 98 por 100 de esas pérdidas fueron hombres que no murieron en el campo de batalla, sino a consecuencia de heridas enfermedades, agotamiento y frío. En resumen. fue un ejército que conquistó a toda Europa en poco tiempo, no sólo porque pudo, sino también porque tuvo que hacerlo.

Por otra parte, el ejército fue una carrera como otra cualquiera de las muchas que la revolución burguesa había abierto al talento, y quienes consiguieron éxito en ella tenían un vivo interés en la estabilidad interna, como el resto de los burgueses. Esto fue lo que convirtió al ejército, a pesar de su jacobinismo inicial, en un pilar del gobierno pos thermidoriano, y a su jefe Bonaparte en el personaje indicado para concluir la revolución burguesa y empezar el régimen-burgués. El propio Napoleón Bonaparte, aunque de condición hidalga en su tierra natal de Córcega, fue uno de esos militares de carrera. Nacido en 1769, ambicioso, disconforme y revolucionario, comenzó lentamente su carrera en el arma de artillería, una de las pocas ramas del ejército real en la que era indispensable una competencia técnica. Durante la revolución, y especialmente bajo la dictadura jacobina, a la que sos tuvo con energía, fue reconocido por un comisario local en un frente crucial —siendo todavía un jóven corso que difícilmente podía tener muchas perspectivas— como un soldado de magníficas dotes y de gran porvenir. El año II, ascendió a general Sobrevivió a la caída de Robespierre, y su habilidad para cultivar útiles relaciones en París le ayudó a superar aquel difícil momento. Encontró su gran oportunidad en la campaña de Italia de 1796 que le convirtió sin discusión posible en el primer soldado de la República que actuaba virtualmente con independencia de las autoridades civiles. El poder recayó en parte en sus manos y en parte él mismo lo arrebató cuando las invasiones extranjeras de 1799 revelaron la debilidad del Directorio y la indispensable necesidad de su espada. En seguida fue nombrado primer cónsul, luego cónsul vitalicio; por último, emperador. Con su llegada, y como por milagro, los insolubles problemas del Directorio encontraron solución. Al cabo de pocos años Francia tenía un código civil, un concordato con la Iglesia y hasta un Banco Nacional, el más patente símbolo de la estabilidad burguesa. Y el mundo tenía su primer mito secular. 

Los viejos lectores o los de los países anticuados reconocerán que el mito existió durante todo el siglo XIX, en el que ninguna sala de la clase media estaba completa si faltaba su busto y cualquier escritor afirmaba —aunque fuera en broma— que no había sido un hombre, sino un dios-sol. La extraordinaria fuerza expansiva de este mito no puede explicarse adecuadamente ni por las victorias napoleónicas, ni por la propaganda napoleónica, ni siquiera por el indiscutible genio de Napoleón. Como hombre era indudablemente brillantIsimo, versátil, inteligente e imaginativo, aunque el poder le hizo más bien desagradable. Como general no tuvo igual; como gobernante fue un proyectista de soberbia eficacia, enérgico y ejecutivo jefe de un círculo intelectual, capaz de comprender y supervisar cuanto hacían sus subordinados. Como hombre parece que irradiaba un halo de grandeza; pero la mayor parte de los que dan testimonio de esto —como Goethe— le vieron en la cúspide de su fama, cuando ya la atmósfera del mito le rodeaba. Sin género de dudas era un gran hombre, y -quizá con la excepción de Lenin— su retrato es el único que cualquier hombre medianamente culto reconoce con facilidad, incluso hoy, en la galería iconográfica de la historia, aunque sólo sea por la triple marca de su corta talla, el pelo peinado hacia delante sobre la frente y la mano derecha metida entre el chaleco entreabierto. Quizá sea inútil tratar de compararle con los candidatos a la grandeza de nuestro siglo XX. 

El mito napoleónico se basó menos en los méritos de Napoleón que en los hechos, únicos entonces, de su carrera. Los grandes hombres conocidos que estremecieron al mundo en el pasado habían empezado siendo reyes, como Alejandro Magno, o patricios, como Julio César. Pero Napoleón fue el» petit caporal» que llegó a gobernar un continente por su propio talento personal. (Esto no es del todo cierto, pero su ascensión fue lo suficientemente meteórica y alta para hacer razonable la afirmación). Todo joven intelectual devorador de libros como el joven Bonaparte, autor de malos poemas y novelas y adorador de Rousseau, pudo desde entonces ver al cielo como su límite y los laureles rodeando su monograma. Todo hombre de negocios tuvo desde entonces un nombre para su ambición: ser —el clisé se utiliza todavía— un Napoleón de las finanzas o de la industria. Todos los hombres vulgares se conmovieron ante el fenómeno —único hasta entonces— de un hombre vulgar que llegó a ser más grande que los nacidos para llevar una corona. Napoleón dio un nombre propio a la ambición en el momento en que la doble revolución había abierto el mundo a los hombres ambiciosos. Y aún había más: Napoleón era el hombre civilizado del siglo XVIII, racionalista, curioso, ilustrado, pero lo suficientemente discípulo de Rousseau para ser también el hombre romántico del siglo XIX. Era el hombre de la revolución y el hombre que traía la estabilidad. En una palabra, era la figura con la que cada hombre que rompe con la tradición se identifiearía en sus suenos. 

Para los franceses fue, además, algo mucho más sencillo- el más afortunado gobernante de su larga hi.storia. Triunfó gloriosamente en el exterior, pero también en el interior estableció o reestableció el conjunto de las instituciones francesas tal y como existen hasta hoy en día. Claro que muchas —quizá todas— de sus ideas fueron anticipadas por la revolución y el Directorio, por lo que su contribución personal fue hacerlas más conservadoras, jerárquicas y autoritarias. Pero si sus predecesores las anticiparon, él las llevó a cabo. 

Los grandes monumentos legales franceses, los códigos que sirvieron de modelo para todo el mundo burgués no anglosajón, fueron napoleónicos. La jerarquía de los funcionarios públicos —desde prefecto para abajo—, de los tribunales, las Universidades y las escuelas, también fue suya. Las grandes de la vida pública francesa —ejército, administración civil, enseñanza, justicia— conservan la forma que les dio Napoleón. Napoleón proporcionó estabilidad y prosperidad a todos, excepto al cuarto de millón de franceses que no volvieron de sus guerras, e incluso a sus parientes les proporcionó gloria. Sin duda los ingleses se consideraron combatientes de la libertad frente a la tiranía; pero en 1815 la mayor parte de ellos eran probablemente más pobres y estaban peor situados que en 1800, mientras la situación social y económica de la mayoría de los franceses era mucho mejor, pues nadie, salvo los todavía menospreciados jornaleros, había perdido los sustanciales beneficios económicos de la revolución. No puede sorprender, por tanto, la persistencia del bonapartismo como ideología de los franceses apoliticos, especialmente de los campesinos más ricos, después de la caída de Napoleón. Un segundo y más pequeño Napoleón sería el encargado de desvanecerlo entre 1851 y 1870. 

Napoleón sólo destruyó una cosa: la revolución jacobina, el sueño de libertad, igualdad y fraternidad y de la majestuosa ascensión del pueblo para sacudir el yugo de la opresión. Sin embargo, éste era un mito más poderoso aún que el napoleónico, ya que, después de la caída del emperador, sería ese mito, y no la memoria de aquél, el que inspiraría las revoluciones del siglo XIX, incluso en su propio país. 


NOTAS

1 Esta diferencia entre las influencias francesa e inglesa no se puede llevar demasiado lejos. Ninguno de los centros de la doble revolución limitó su influencia a cualquier campo especial de la actividad humana y ambos fueron complementarios más que competidores. Sin embargo, aunque los dos coinciden más claramente —como en el socialismo que fue inventado y bautizado casi simultáneamente en los dos países—, convergen desde direcciones diferentes. 
2 Véase R. R. Palmer: The Age of Democratic Revolution, 1959; J. Godechot: La grande nation, 1956, volumen I, cap. I. 
3 B. Lewis: The Impact of the French Relvolution on Turkey, “Journal of World History”, I, 1953-1954, página 105. 
4 Esto no es subestimar la influencia de la revolución norteamericana que, sin duda alguna, ayudó a estimular la francesa y, en un sentido estricto, proporcionó modelos constitucionales —en competencia y algunas veces alternando con la francesa— para varios Estados iberoamericanos y de vez en cuando inspiración para algunos movimienlos radical-democráticos. 
5 H. Sée: Esquise d’une histoire du régime agraire, 1931, págs. 16-17. 
6 A. Soboul: Les campagnes montpelliéraines à la fin de l’Ancien Régime, 1958. 
7 A. Goodwin: The French Revolution, edición de 1959, página 70. 
8 Unos 300.000 franceses emigraron entre 1789 y 1795 (C. Bloch: L’émigration francaise au XIX siecle, “Etudes d’Histoire Moderne et Contemporaine”, I, 1947, pág. 137); D. Greer: The Incidence of the Emigration during the French Revolution, 1951, propone, en cambio, una proporción mucho mas pequeña.
9. D. Greer; The Incidence of the Terror, Harvard, 1935.
10 “¿Saben qué clase de gobierno salió victorioso?… Un gobierno de la Convención. Un gobierno de jacobinos apasionados con gorros frigios rojos, vestidos con toscas lanas y calzados con zuecos, que se alimentaban sencillamente de pan y mala cerveza y se acostaban en colchonetas tiradas en el suelo de sus salas de reunión cuando se sentían demasiado cansados para seguir velando y deliberando. Tal fue la clase de hombres que salvaron a Francia. Yo, señores, era uno de ellos, Y aquí, como en las habitaciones del emperador, en las que estoy a punto de entrar, me enorgullezco de ello.” Citado por J. Savant en Les préfets de Napoléon 1958, Pág. 111-112.
11 El hecho de que la Francia napoleónica no consiguiera reconquistar Haití fue una de las principales razones para liquidar los restos del imperio americano con la venta de la Luisiana a los Estados Unidos (1803). Así, una ulterior consecuencia de la expansión jacobina en América fue hacer de los Estados Unidos una eran potencia continental.
12. Oeuvres completes de Saint-Just, vol. II, pág. 147. edición de C. Vellay, París, 1908
13 Nombres de los meses del calendario revolucionario.